Fiel a sí mismo y a su poética, vivió la vida que escribió en sus canciones. ¿De cuántos artistas puede decirse lo mismo? El 10 de marzo murió en Managua el trovador Salvador Bustos, figura central y desfasada de la canción nicaragüense. Central, porque exploró una versión centroamericana de la nueva trova y generó una corriente poética e intimista en momentos en que la tendencia dominante estaba formada por sonidos más amplificados y directos. Desfasada, porque, a pesar del respeto unánime de sus pares y de haber forjado un nombre en la bohemia cultural del istmo, nunca le interesó capitalizar esa situación ni capitalizarse.
A inicios de los 80, Salvador Bustos, Danilo Norori y Salvador Cardenal formaron el movimiento Volcanto, que implicó una fuerte contestación poética –aunque desde la misma vereda política– al facilismo pegadizo de algunas canciones de las voces principales del sandinismo. Lo paradójico es que, hoy en día, muchos estudios sobre la Nicaragua de esa década otorgan, erróneamente, la etiqueta “volcanto” a la música de protesta nica que era, vaya contradicción, la destinataria del suave y amable parricidio (“hermanomayorcidio”, en realidad) de aquellos jóvenes artistas.
El único trabajo édito de Salvador Bustos, Tragaluz (1985), testimonia su preocupación obsesiva por las letras. Esta impronta se expresa sobre todo en el tema que da nombre al disco, con una visión casi mística del amor, combinando imágenes carnales y metafísicas a la vez, siempre exigentes, por momentos crípticas, que eran un antídoto contra la masividad. Pese a esto, el cedé contiene la que con el tiempo se volvería inevitable en cualquier antología de la música de su generación: “Canción sin rodillas”, un canto épico minimalista.
Sin embargo, su canción política mejor lograda está escondida bajo un título imposible: “Con nosotros la historia y el mundo”. “Habremos de ir haciendo de carnes abiertas la paz”, dice en esa crónica sobre la tragedia centroamericana, que, vista en perspectiva, no se sabe muy bien si habla de El Salvador o de Salvador. Optimismo y pesimismo en equilibrio. O, como escribe en “Mi casa”: “Todas las verdades, en las soledades”. Lo mismo ocurre en “No volverán”, con su defensa de la idea abstracta de revolución, que implica un “no pasarán” que no es absoluto, sino dialéctico, en ese “amarrar finales a comienzos”.
Salvador Chava Bustos fue el menor de seis hermanos. Tenía 62 años cuando murió de cáncer de páncreas en el hogar de su hermana Nidia, otra de las figuras capitales y silenciosas de la cultura de su país, en su caso, del teatro y la música campesina. Lo enterraron en la pequeña localidad chinandegana de El Viejo, de donde era oriunda su familia paterna. Sus bienes materiales eran tan escasos como rica fue su sensibilidad. Quizá Nicaragua no haya tenido un cantautor más comprometido y consecuente.