En 2019 se cumplieron 85 años de la creación del Pato Donald. Este 20 de noviembre, Ariel Dorfman recordó su némesis: el libro Para leer al Pato Donald, que escribió a medias con Armand Mattelart y que ahora cumple 50 años.
Dorfman reconoce, en El País de Madrid, que fue un libro de urgencia “pergeñado en diez días febriles” y que, con todo su éxito de ventas y decenas de traducciones, “adolece de limitaciones propias de la época en que nació”. Pero en su momento significó una revolución intelectual en América Latina.
Hablo primero desde mi generación de jóvenes militantes universitarios. Durante toda la década del 60, la comunicación había estado en el candelero: cables, notas dominicales, suplementos y revistas de todo tipo. Los existencialistas con su “incomunicación”, Roland Barthes y la interpretación de la vida cotidiana como comunicación, Marshall McLuhan y “el medio es el mensaje”, los estructuralistas.
En los bordes se nos entreveraba la sociología estadounidense de la comunicación, la filosofía de la Escuela de Frankfurt que denunciaba a los medios masivos y que incluía a Herbert Marcuse, ídolo del 68. Louis Althusser y su visión de la ideología. Los análisis estéticos de Umberto Eco. Las discusiones sobre arte elitista, comercial-pasatista y la reivindicación de lo popular.
Habíamos leído a Marta Harnecker, que nos hizo fácil a Marx. A un Marx peculiar, estructuralista y en versión predigerida. Casi todos los demás nos resultaban complicados de entender. Hasta que llegó Para leer al Pato Donald y todo quedó clarísimo (por un tiempo).
El libro se escribió como parte de un trabajo práctico. Durante el gobierno de Salvador Allende, el Estado chileno se había hecho cargo de la editorial Zig Zag, que editaba a Disney, y un grupo de funcionarios, sobre todo relacionados con la Universidad Católica, intentó pensar cómo se debía seguir. Por eso eligieron analizar la historieta. Cien revistas, para ser exactos.
El libro impactó por la sutileza de sus observaciones sobre lo que no se muestra. En el universo Disney nadie tiene hijos ni padres. La cruel y arbitraria dominación de los niños se revierte todo el tiempo cuando el adulto no cumple el contrato –comprar helados–. No hay cariño (Mickey decide no vender a Pluto luego de que gana 50 dólares gracias a él, por ejemplo), sino tironeos constantes por intereses. Pero nadie pasa reales necesidades (Donald trabaja cada tanto para consumos suntuarios o para regalarle algo a Minnie). Nadie produce nada. Las historias comienzan y terminan en el ocio. No hay obreros, sólo consumo. Aparte de los personajes principales, todos los demás están condenados al papel de servidores, ladrones o nativos. Lo más parecido al trabajo es salir de aventura. Ir a la naturaleza o a países exóticos del Tercer Mundo, donde no hay que usar pico para recoger pepitas gigantes de la arena, o hay generosos nativos que regalan montañas de oro porque a ellos no les sirve para nada o en realidad perteneció a civilizaciones anteriores; no es de ellos, en todo caso, y entonces los héroes se lo llevan sin culpa a Patolandia porque no hacen daño a nadie.
Ojo, también allí llegan los ladrones. ¿Cómo se sabe quién es el que quiere robar? Unos son feos y tontos. No hay obreros ni sociedad ni conflictos y el único peligro para la riqueza es el robo, producto de caracteres pato-lógicos.
Aparecen ridiculizados el arte moderno, los hippies, los revolucionarios vietnamitas y cubanos. De vez en cuando, se mencionan problemas de esmog o que la televisión es fraudulenta. Pero no son críticas a ninguna sociedad porque en realidad no la hay. Se solucionan mágicamente o se nos enseña que hay que vivir con la farsa porque así es el mundo.
En la conclusión, Dorfman y Matterlart explicaban que el peligro de Disney no era su ideología explícita, sino que inculcaba la visión del mundo de la élite posindustrial. La ideología. El libro, en cambio, no es producto de un par de teóricos, sino parte del movimiento de liberación que desarrollaba Chile en época de Allende. Por circunstancia y por contenido, esa conclusión es lo que envejeció peor. Pero en su momento puso sobre la mesa de la izquierda la importancia de la lucha ideológica.
La historia del pensamiento latinoamericano sobre comunicación destaca unánimemente que el libro fue un disparador de estudios por todo nuestro subcontinente. Hasta hoy, sigue recordándonos que no tenemos que tomar ningún hecho social como si fuera “natural”. Y, por lo tanto, que la pobreza no es algo con lo que tengamos que vivir como si fuera parte de la naturaleza de las cosas.