“Una rueda que va girando sobre una ruta mientras el paisaje cambia a tu alrededor”. Así le gusta pensar sus canciones a Juana Molina, que esta semana vuelve a Montevideo, una ciudad con la que está conectada desde su infancia gracias a los discos de Eduardo Mateo (sus preferidos: Mateo solo bien se lame y Mateo y Trasante).
Una mañana, la saludo a través de la pantalla como si no fuera una de mis artistas preferidas y como si la conociera de acá a la vuelta. Una ventana-puerta corrediza a su derecha nos deja saludar a las copas de los árboles, por donde se mete un montón de luz. A las espaldas de Juana, una repisa despareja sostiene libros, discos, y en el medio, unos muñecos que parecen pequeños árboles o seres con brazos de rama. Desde aquí puedo escuchar con claridad el sonido de los pájaros en su jardín. También hay hormigas voladoras, que entraron a su casa. Este es su momento del día preferido; no sé si será por eso, pero tengo la fortuna de preguntarle lo que quiera sin ningún apuro y contando con su especial atención y amabilidad.
Su experimento constante de mujer orquesta y sus discos siguen asombrando a melómanos, músicos y críticos de todas partes del mundo por su originalidad y su poder hipnótico. También por otras virtudes de sus canciones más mundanas, como la capacidad de pegarse a una oreja, –o a un sueño– de forma placentera para bailar inesperadamente.
El periodista norteamericano John M Young te definió como una hechicera psicodélica. ¿Qué te parece?
Me gusta, en principio.
Te he escuchado hablar de no romper la magia o de no contar algunos secretos de cómo hacés tu música.
Es que no lo quiero saber yo al secreto. A veces los periodistas interesados en lo que hago mencionan un detalle de una canción y me hacen descubrir algo y cuando lo reconozco me da un poco rabia. Me gusta que mi música tenga que ver con lo intuitivo. Me gusta hacer las cosas sin tanto análisis. No me importan los demás. Yo no quiero saber.
¿Cómo encontraste la musicalidad y la fluidez en los textos de tus canciones para que eso pudiera combinarse con lo que vos querías hacer?
Las letras las escribo siempre después. Yo no escribo. Llega el momento en que el disco está prácticamente terminado pero no tiene letras. Entonces ahí me pongo a escribir. Trato de que la letra no sobresalga de su guante, que sería la música; que cuando le ponga la letra la canción suene igual a cuando no tenía letra. Mi interés primordial es la música. Crecí escuchando música instrumental o en otros idiomas, y creo que eso me formó de un modo en el que yo viajo por el lenguaje abstracto y universal que propone la música. Si bien me gustan muchas canciones con letras preciosas, de mis favoritas no sé la letra. Por ejemplo, las de Eduardo Mateo, y conozco los discos de memoria. “Cuidado que viene gente que suave se mueve” [canta el fragmento de “Yulelé”], ¿y después, qué viene? No lo sé. Es algo que me toma y me lleva a un lugar en el que el lenguaje es otro. Creo que gran parte de lo que pasa con lo que hago es que transmite eso mismo que yo recibo de la música. Por eso también es posible que haya funcionado en tantos países de lenguas sajonas, japonesas, francesas, donde la gente tampoco entiende la letra y recibe mis canciones un poco como yo crecí con la música. No entiendo cómo lo aprendí y tampoco cómo aprendí a transmitirlo.
De todos modos, creo que los uruguayos y en general los de habla hispana tenemos una ventaja en cuanto a tus textos. En el disco Un día se puede escuchar la canción “Los hongos de Marosa”, y en tu universo poético, como en el de Marosa de Giorgio, también son protagonistas animales, plantas, la naturaleza y cierta extrañeza.
Soy una gran fan de Marosa. Me encanta que sus relatos sean como postales –cada uno podría pintarse– y me encanta esa capacidad suya para transmitir una cantidad infinita de imágenes. Hay un cuento incluido en La flor de lis que me gusta particularmente, que leo, leo y leo; es una novia que está en un altar y de golpe pasa una estrella y la novia empieza a seguir a la estrella, atraviesa campos y plantaciones y se va acercando cada vez más a la estrella, y el cuento termina con “Entre la estrella y la novia hay sólo un paso desde aquel día, pero no se puede dar”. Es tremendo. O los hongos que llevan la inicial del muerto de donde provienen [“Los hongos nacen en silencio”]. Es increíble todo lo que pasaba en esa cabeza y la libertad con que se expresaba.
Las grabaciones de tu disco Segundo fueron nocturnas. Contaste, por ejemplo, que muchas veces te quedabas dormida mientras estabas grabando. A la vez, te gusta usar la palabra “túnel” o “viaje” para referirte a tu música. ¿Esa imagen ha sido parte de tus sueños recurrentes?
Eso me pasaba escuchando discos. Sobre todo de psicodelia o rock progresivo. A principio de los 70 o finales de los 60, siendo muy niña, me ponía un parlante de un lado y otro del otro. Los arrastraba y me acostaba en el piso con un almohadoncito en la cabeza; me ponía un disco y partía. Eso me pasa desde muy chica y no me lo enseñó nadie. No sé de dónde saqué lo de mover los parlantes, no recuerdo que me lo haya dicho ni mi vieja ni mi viejo. Me acuerdo de los viajes que me pegaba.
Uno era el Larks’ Tongues in Aspic, de King Crimson.
Sí, después descubrí a Soft Machine. Me pasa mucho esa especie de manía con lo original. Y me parece que King Crimson le afanó mucho a esa banda.
Cuando hacés referencia a esa experiencia o a otras similares cuando estás haciendo música, decís que lo que querés es desaparecer. ¿De dónde?
Quiero que desaparezca el pensamiento en la mente. Cuando llego a ese momento es donde pasan las cosas importantes de los discos. Esa es mi manera de estar en modo zen y de vivir el presente. Por eso me da rabia cuando me preguntan por un concepto. Es exactamente lo opuesto, es la libertad. Siempre digo esto de ser turista y guía a la vez. Cuando entro en ese túnel y realmente desaparezco, estoy en un viaje disfrutando y viendo “¡mirá lo que pasá acá!”, como si alguien me lo mostrara, y a la vez lo estoy haciendo. Realmente siento que no soy yo la que lo hace, es algo que pasa. De golpe desaparecen los instrumentos, la computadora, las teclas, las cuerdas, y desaparezco yo. Y aparece eso que pasa ahí, que es como que dicta lo que hay que hacer. Es muy raro y, a la vez, muy lindo.
¿Cómo definirías tu relación con los instrumentos electrónicos? Supongo que algunos los tendrás desde hace muchos años.
Mi set básico es exactamente el mismo desde hace 20 años.
¿Se puede generar una relación afectiva con esos instrumentos?
Sí, claro. A mi teclado no lo cambio por ningún otro. Tengo otros, pero si tengo que elegir uno es ese. Y lo sigo usando y programando y siempre en algún momento el tipo me da una alegría. Uno podría creer “uh, no, ya está, ya lo conocés”, y no: siempre mete un gol. Después tengo otro teclado secundario que compré en 1998. Es más limitado, es muy versátil pero muy garpador.
Al inicio de tu carrera buscaste por todas partes un pedal muy específico para hacer loops que no sabías ni siquiera si existía hasta que encontraste un lugar donde lo vendían. Después te dedicaste a estudiar mucho cada una de esas herramientas.
Porque lo necesitaba para lo que yo quería hacer. Ese pedal me resultó aún mejor de lo que imaginaba. Me compré uno y, a la semana, otro, pero no se podían sincronizar. Así que me puse a hacer loops que no coincidieran. Después me compré una loopera más grande donde todo se sincronizaba más fácil, pero extrañaba lo otro más casero. Seguí estudiando esa loopera y creo que no hay nadie que la conozca como yo. En un momento tenía un trato directo con los de BOSS y Roland en Japón y les decía: “Quiero hacer esto”. Hay algunas cosas de ese instrumento que las podés ver como fallas, o posibilidades que no están pensadas musicalmente, y yo las empecé a usar. Mis ensayos son sobre todo técnicos. Si quiero grabar algo, antes de hacer una cosa tengo que habilitar otra, pero a veces estoy tocando y digo: “Ay, me olvidé, y ahora lo que viene no lo voy a poder hacer porque tenía que apretar tal botón”. Me tengo que estar anticipando a todo antes de hacerlo. Estoy tratando de cambiar eso. Yo canto todos los martes con un grupo de improvisación y en ese espacio encontré una cosa que es lo contrario de la responsabilidad: si no me gusta, me voy del escenario y vuelvo cuando algo me entusiasma, invento cualquier cosa. Empecé a anhelar tener esa libertad en mis shows. Hace unas semanas lo probé en vivo y me fue bien. Tiro la base reconocible de un tema y después no se sabe dónde va. Tengo que estar muy tranquila de la cabeza, porque si me llego a inhibir es un desastre. Pero si estoy tranquila, creo que es algo mucho menos comercial pero lo disfruto muchísimo más.
Ahora tenés un sello discográfico propio que se llama Sonamos. ¿Qué planes tenés para ese emprendimiento?
En principio es para mí y para cosas como este proyecto nuevo de un segundo disco de Musicasión [el original es Musicasión 4 ½, editado en 1971 por el sello De la Planta], que creo que va a ser una bomba. Son 13 canciones inéditas y tres conocidas con un sonido que nunca nadie escuchó. Hay una de Diane Denoir que sonaba como en una Spika y de golpe hay graves, baterías, pasan cosas que en la edición original no pasan. Hay tres, casi cuatro temas de El Kinto. Es increíble.
Contame más.
Aparecieron unas cintas... No puedo contar tanto.
¿Dónde aparecieron esas cintas?
En la casa del hijo de Carlos Píriz [técnico de sonido de Musicasión 4 ½]. Y se encontró una parte de un disco de Urbano Moraes que él daba por perdido, con dos temazos y dos bases increíbles. Aparecieron los conciertos beat y otras cosas. Con Marito [Mario Agustín de Jesús González, cofundador del sello] optamos por hacer un disco que uno pone play y tiene ganas de escuchar. No es algo documental y nada más. También aparecieron mojos de Horacio Buscaglia que habían quedado del disco original. Eso va a ser mundial. Suponemos que lo vamos a lanzar el próximo año. Así que... paciencia.
Juana Molina se presenta el viernes 26 y el sábado 27 en La Trastienda.