Érica Rivas fue María Elena Fuseneco, la vecina desencajada de Casados con hijos, y la novia iracunda de Relatos salvajes. Aunque ocupe un lugar central entre las actrices argentinas a las que vale la pena atender, cualquier buscador arrojará titulares vinculados a sus desencuentros con la producción de Casados con hijos o a sus declaraciones sobre el trato que le propinó Ricardo Darín en Escenas de la vida conyugal. Hay libretos que no está dispuesta a hacer y condiciones que ya no tolera; eso es lo que decanta detrás del follaje amarillista.
En una larga charla telefónica durante la que ríe y admite ser igualmente “una llorona”, Érica Rivas cuenta que busca trabajos que le produzcan “emociones y pensamientos”, las dos cosas. “No soy una persona a la que le guste la quietud. Me gusta en mi casa, con mis plantas, pero como dice Marosa, ‘la naturaleza me atraviesa de manera única’”, asegura desde Ingeniero Maschwitz, a 50 kilómetros de Buenos Aires. “Pero también en la tranquilidad hay fantasmas, cosas que aparecen”, dice.
“Es un desastre la ruta, viajar y todo, a veces puteo en arameo, pero sé que cuando vuelvo, cuando me despierto, es importante estar rodeada de naturaleza”, agrega. “Eso me lo enseñó Marosa. Ella podía estar en ese Salto natal sin tener que transportarse realmente. Pero ella tenía ese talento, tenía muchos dones. Yo necesito estar acá. Me es muy difícil evocarlo en la ciudad; decidí venir y me descargo. Insto mucho a que la gente viva fuera de las capitales, porque me parece que tenemos que descentralizarnos para poder relacionarnos de otra manera entre nosotros y con nuestro entorno”.
Habla de encuentros valiosos y del fanatismo que le provocan artistas como Martín Rechimuzzi, con el que tiene varios proyectos –uno junto a la coreógrafa Constanza Macras, radicada en Berlín– y adelanta que juntos piensan hacer series y, por qué no, películas. Para 2022 están pendientes otras historias que le ofrecieron filmar mientras, con cadencia marosiana, escribe relatos cortos y tiene la meta de editarlos. Algún día, como dirigir.
Rivas se presentará en La Trastienda junto a Martín Rechimuzzi el 16 de marzo. Traerán un fogonazo de los años 90 en tres sketches que delinean un viaje con dos anfitriones arrebatados. ¿Qué pasa hoy acá? se llama el espectáculo en el que apelan al espíritu corrosivo de Alejandro Urdapilleta y sus secuaces, del viejo Parakultural y de la televisión porteña más under, para trabajar sobre los encierros y lo que nos dejan.
En Montevideo hasta la semana pasada estuvo en cartel la película de terror El prófugo (Natalia Meta, 2020). ¿Cómo recordás ese rodaje y tu escena final cantando a cámara “Amor”, de Los Auténticos Decadentes?
Fue relindo porque, primero, filmar en el Centro Cultural Kirchner es un placer enorme, total, y después, justo ese día vino Martín al rodaje. Fue muy emocionante porque hacía poco que nos conocíamos y empezamos a pensar en hacer algo juntos. Además, estaban las chicas del coro de San Justo, una zona cerca de donde nací. Son divinas, tienen unas voces increíbles. Los rodajes son momentos de mucha intensidad, muy largos, el marco, ese lugar, era un desafío enorme porque es muy difícil, con un órgano al que no podíamos entrar mucho. Y la pasamos espectacular, nos reímos muchísimo. Esa escena la hice para Martín.
¿Cómo se conocieron con Martín Rechimuzzi?
Fue una vez que fui a la radio [Futurröck] al programa Furia bebé, donde él trabajaba en ese momento. Yo ya lo venía escuchando y me mataba de risa. Había escuchado sus audios de hot line, su Presidente Handel, los distintos personajes que hace. Así que para mí era como estar viendo a alguien que admirás mucho. Después lo fui a ver al teatro, cuando estaban haciendo Proyecto Bisman. Me encantó en el escenario y, lo que digo siempre, me hizo acordar un montón a Urda, no porque tengan energías parecidas pero sí tienen como un aura, de alguna manera, algo muy brillante, como púrpura. Por otro lado, me dan ganas de estar siempre con él, de cuidarlo, de hacerlo reír, de que me haga reír. Veo que a muchas personas les gustaría ser amigas de Martín, así que insistí y lo logré. Urda tenía una parte oscura, oscurísima, que era muy interesante también. Él no la tiene, entonces se te hace más llevadero.
En el caso de Urdapilleta se cruzó el amor de los dos por Marosa di Giorgio.
A Marosa la conocí el día que se inauguró la sala Batato Barea del Centro Cultural Rojas. Yo estaba en una depresión posparto y estaba en una terrible: no me llamaba nadie para trabajar, además mi familia siempre me decía que no siguiera la actuación como carrera principal, que me tenía que dedicar a la psicología; tampoco me gustaba tanto, sentía que iba a ser mala psicóloga... Bueno, fui con un amigo a la inauguración de la sala. Me acuerdo de que estaba la mamá de Batato, estaba Torto [Humberto Tortonese], Urda no estaba ese día, pero apareció Marosa y empezó a recitar. Había un montón de gente, pero ¿viste cuando decís: “Esto era para mí. Ella y yo”? Me conmovió. Me acuerdo de que estaba atestado, ya no había lugar en las butacas, me subí a algo y sentía que ella, que tenía una mariposa en el pelo, como si se hubiera posado ahí, me lo recitaba a mí. A partir de ahí empecé a buscar sus libros, que eran muy difíciles de conseguir en ese momento. De repente apareció la recopilación de Los papeles salvajes, me lo compré y dije: “Esto lo tengo que hacer”. Llegué a conocerla. Por suerte no me vino a ver, porque me daba muchísima vergüenza recitar sus cosas cuando era espectacular lo que ella hacía con sus textos. La quiero mucho y es muy necesaria en mi cotidiano. De hecho, uno de los libros que tengo siempre a mano es La flor de lis.
Después, al año de que falleció, en esa sala, con Urda, con Fernando Noy y con María Alché, hicimos una evocación de Marosa. Empezamos a nombrarla en los camarines diciendo “Susana, Azucena”, y yo sentía que estaba ahí. Vino Nidia, su hermana, con su hija Jazmín. Fue hermoso. En un momento se me desprendió un broche que tenía sosteniéndome la parte de arriba del vestido, y quedé en tetas. Nidia me dijo: “¡Esa seguro debe haber sido Marosa!”.
Ya que nombraste los libros y la maternidad, otra autora importante debe haber sido para vos Ariana Harwicz, de quien hiciste Matate, amor, una obra que se anunció pero nunca llegó a Montevideo.
Sí, es otro libro que me atravesó completamente. En ese momento tuvimos problemas de producción. Pero lo voy a llevar, ¿eh? Para mí, además, es ir al Solís, que es un teatro que adoro. Ahí vi a otro de mis amores, que es Liliana Felipe, tocando en el piano de cola. Tengo ganas de estar ahí. Matate, amor es un proyecto que para mí sigue: ahora estamos pensando en llevarla a Europa, volver a pensarla acá y en Uruguay, por supuesto. Ahora tiene una nueva manera, que no sabemos bien cómo es, pero la estamos imaginando con Marilú Marini, la directora, con la que adaptamos la novela al teatro, y con Ariana misma. Es un libro que habla, para mí, sobre todo de la extranjería: como mujer la extranjería en el mundo, y la extranjería real de una latinoamericana en Europa.
“Cada día se resucita algo, como siempre en el teatro, pero invocando la capacidad expresiva de Urdapilleta”.
¿Cómo salió el espectáculo que traés en pocos días? ¿Cómo es la estructura?
Con Martín empezamos a ver qué es lo que más nos gustaba de Urda, relacionándonos con lo más primordial y compartido, porque él no lo vio en teatro, solamente lo vio en El palacio de la risa, lo que hacía con Antonio Gasalla, en 1991-1992. Salía en la televisión abierta acá, algo que a nosotros ahora nos parece tremendo. Era de vanguardia, una cosa que me daba una mezcla de miedo y de susto. Empezamos a visualizar los sketches juntos. Empezamos a hablar de unas hermanas que están encerradas, y afuera hay ambulancias, no se puede salir y hay que buscar la comida. ¡Y de repente vino la pandemia real! O sea, empezó a pasar lo que estábamos pensando y dijimos: “No podemos hacer esto porque es pan con pan”. Como a todo el mundo, nos angustió mucho el momento del encierro y empezamos una recomposición. Armamos tres sketches: el encierro de los cuerpos, el encierro de las palabras y el encierro del tiempo. A partir de ahí, y de ese halo del que hablamos al principio, porque también Urda ya no está más en este plano, nos permite jugar de otra manera con su energía. Si estaba él, me daría cosa hacerlo, salvo que lo avalara, como me pasó con Casados con hijos, que casi se lo hacía a él, directamente, porque no nos veía nadie en ese momento. Entonces, a nivel expresivo, queríamos expandir esa coloratura que Urda tenía. Nosotros, como happening, explorarlo lo más intensamente que podamos junto con el público. Y como siempre en el teatro, cada día se resucita algo, pero invocando esa capacidad expresiva de Urdapilleta, que era único, y era uruguayo. Esa cosa tan particular, tan poética, tan llena de sentido que rebota en el inconsciente, por lo menos yo la siento más de ese lado del río. Tengo esa sensación con él y, por otro lado, ese fuego. Lo que hacemos es meternos en ese traje, ponernos esas pelucas, esas máscaras, y ver qué aparece en cada momento, que nos atraviese eso que sucede en cada función.
Tanto tu activismo feminista como antiespecista dan la impresión de tener un costo a nivel laboral. ¿Cómo lo vivís?
Así, armando una obra con un compañero: nosotros la producimos. Sé que tiene una calidad artística y además una conciencia de lo que te dice. Después, qué sé yo, trato de vivirlo lo mejor posible. Siento esa posibilidad de que lo que me pasa a mí pueda llegar a más gente. Entonces, se me están empezando a acercar personas que apoyan lo que digo, que lo reverberan de otra manera, no como en esos programas horribles, chatarra. Nunca participé en nada de eso. Es difícil estar en la mira de la gente que dice cualquier cosa por internet. Pero sé que es importante, que como feminista tengo que hacerlo, para visibilizar las distintas formas de violencia. No son solamente las violencias sexuales o que nos terminen asesinando, sino que tiene distintas escalas. Una de ellas es la económica, el maltrato en los lugares de trabajo: son muy difíciles de decir y de poder tener jurisprudencia en ese ámbito. Pero se va haciendo. La angustia que me puede dar estar en esos lugares horribles te la compensa saber que va a haber una persona que sintió que no estaba loca, que no estaba bien lo que estaba viviendo, que hay que empezar a pararse y a sentirse más juntas. También sé que mucha gente no lo puede decir porque tiene miedo de quedarse sin laburo. Las cosas se van moviendo a medida que se van rompiendo esquemas. A mí me tocó hacer eso de esta manera, ahora cada vez con más fuerza. No digo que no duele porque sería mentir. No digo que no tengo miedo, porque es una de las partes que me molestan cuando nos hablan a las feministas que tenemos visibilidad: “Vos que sos valiente”. Esos parámetros los detesto: porque me enfermo, porque mi familia tiene miedo de que siga siendo activista. Como decía Silvina Ocampo, “soy valiente porque tengo miedo”. No es gratis, pero hay que hacerlo porque hay otras que están peor.
Yo conocía a las feministas de cuando era chica: eran cuatro gatas locas hablando con un micrófono que no andaba bien. Saber que las pibas van a seguir, y además que van a criar a sus hijes de esa manera, a mí me emociona muchísimo. Sé que tenemos errores y que las que nos siguen van a poder cambiarlos, como nosotras pudimos cambiar los de nuestras antecesoras. Mi hija tiene 21 y a veces directamente le pregunto a ella, sobre todo en temas de sexualidad. Ella fue la que me dijo: “No hay clóset. Olvidate de que alguien salga o entre”.
¿Qué pasa hoy acá?, con Érica Rivas y Martín Rechimuzzi, va el miércoles 16 de marzo a las 21.00 en La Trastienda (Fernández Crespo 1763). Entradas anticipadas en Abitab a $ 1.100 (mesas) y $ 1.400 (platea). Apto para mayores de 18 años.