“Con Solita no teníamos relación. Yo la había visto en el teatro y ella dice que soy una guacha porque vino a saludarme cuando estrené mi película, La mujer de los perros, pero había un montón de gente y no me acuerdo”, cuenta Verónica Llinás sobre su encuentro con Soledad Silveyra, su compañera de elenco en Dos locas de remate. El director Manuel González Gil las juntó en una tragicomedia que las trae la semana que viene al teatro Metro.
Las dos rubias, de carreras bien distintas aunque igual de inabarcables, terminaron haciendo migas por Zoom mientras ensayaban a distancia, pandemia mediante, para componer a estas hermanas que se vuelven a ver después de 20 años. “Al quitarle la presión de un estreno inminente”, recuerda Llinás, “empezaron a surgir variantes, este ritmo mucho más liviano que el que hacíamos. Pero si hay algo que no me gusta son los actores que hacen la comedia como ‘total, esto es comedia’. Hacemos la obra como si estuviéramos haciendo Shakespeare. Lo que pasa es que decimos unos disparates tremendos. Pero el compromiso emocional es como con cualquier otro texto”.
Vos te criaste con hermanos. ¿Cómo construiste esta hermandad femenina?
Tuve una especie de hermanas. Cuando era chica iba mucho a la casa de una familia que me acogió realmente como a una más. Ellas eran tres pero había cuatro camas, la abuela tejía cuatro trajes de baño. Me hicieron zafar de momentos muy bravos. Con Solita fue de a poco: pasamos por momentos de desconfianza, de bronca, pero terminamos entendiendo que no podía estar una mejor que la otra, que teníamos que estar complementadas. Aunque se rían con una porque el gag pasó por ahí, lo que hizo la otra fue fundamental. Sentir que juntas somos un todo. Creo que la hermandad pasa por eso: se pelea por la atención de los padres y como actriz puede pasar que pelees por la atención del público. Está en vos generar un vínculo que sea virtuoso.
El espectáculo es bastante físico, sobre todo tu papel.
En general soy muy física porque vengo de un teatro de la acción, mal llamado mimo. Uno se imagina a Marcel Marceau con la mariposa y qué sé yo. Eso también te lo enseñaban, pero lo básico de todo ese estudio que hice, la escuela de Ángel Elizondo, es contar con la acción. Te enseña a involucrar el cuerpo en el cuento. Entonces es constitutivo mío, ya está. Hay muchos actores que los ves en escena y no saben que tienen un cuerpo, cómo puede ayudar a que un mensaje se transmita mejor.
¿Eso implica que hacés cierto tipo de entrenamiento?
Durante mucho tiempo hice acrobacia. Empecé a los 18 y dejé a los 46, cuando me quebré tibia y peroné haciendo un salto. Sentía que mientras pudiera volar por el aire iba a ser joven... Después, me gusta caminar, me gusta nadar, siempre me gustó mucho la actividad física, lo cual no quita que esté gorda ahora porque me gusta mucho comer, pero para mí es muy importante seguir haciendo algo.
En el homenaje que te hicieron en el programa Los Mammones decías que no te veías como cómica.
Mi papá vivió en París, le encantaban los actores de la Comédie Française y en mi casa tenía unas fotos que había comprado allá. Todas eran muy dramáticas. Entonces, yo soñaba con ser una actriz así. De hecho, me ponía un mantón de Manila de mi abuela –porque además quería ser morocha–, que tenía unos flecos larguísimos, negros, y me miraba al espejo. En todos los juegos, que son un poco hacer teatro, yo era la pobre que terminaba muriéndose, y me encantaban esas muertes larguísimas.
Eras Sarah Bernhardt.
¡Era Sarah Bernhardt, entendés! Entonces, era muy raro que ni bien me subí a un escenario, la gente se riera. Es lindo, no lo vivía como una burla, pero me empecé a dar cuenta de que instintivamente provocaba eso. Tal vez por inseguridad, porque la risa te reafirma la aceptación. Con el silencio del drama no sabés si les gusta o no. La risa es inmediata: se ríen, está todo bien. Tal vez por eso, nunca fue premeditado, tendía más hacia la ridiculez. También por mucha timidez, sintiéndome fea, por esos complejos. Para eso seamos bien feos y hagamos reír.
También está el cliché de que la linda no puede hacer reír.
Claro, y un poco ya desde las Gambas al Ajillo decidimos afearnos como mujeres sobre el escenario. Porque en general la linda fue objeto, no sujeto de risa. También con una mirada crítica, rebelarse un poco a ese karma de objeto sexual. Fue una cosa que se dio, pero lo mantengo todavía: siento que soy muy buena actriz dramática. Lo que pasa es que, claro, no me convocan mucho para eso. Les hinché las bolas a Pablo Culell y a Sebastián Ortega, de Underground, para hacer algo dramático. Finalmente me llamaron para El marginal (2016), pero me mataron enseguida.
Nombraste a las Gambas, y ahora hay una tendencia a rescatar lo que fue aquella época de la reapertura democrática, los 80. ¿Cómo ves toda esa idolatría?
En un momento me hinchaba las bolas, porque, bueno, yo hacía otra cosa y toooodo el tiempo se recurría a las Gambas. A esta altura, ya está, lo asumo. Me impresionaba que, por ejemplo, los alumnos de arte dramático tenían que hacer monografías sobre las Gambas. Era raro. Pero por otro lado comprendo, porque fue un momento del país y del resurgir de la libertad artística muy importante. No sé si se volvió a dar. Como todas las cosas que son reprimidas durante mucho tiempo, que cuando se rompe el dique salen a borbotones. Realmente creamos un lenguaje propio. Elegimos un camino que no hacía casi nadie, mucho menos grupos de mujeres, que consistió en no mirar afuera. Siempre lucho contra eso. Importan obras de no sé dónde. ¿Por qué no mirás primero acá, que hay un montón de autores maravillosos? Con las Gambas nos dimos todos los gustos: la que quería cantar cantó, la que quería bailar bailó, había números que eran totalmente acción, otros sólo bailados, y todo entraba. Había una libertad inmensa para crear. De pronto me iba temprano al Cottolengo Don Orione y si veía cuatro vestidos iguales, los compraba. No sabía qué íbamos a hacer. El objeto detonaba lo que venía después. Estuvo muy bueno y está bueno documentarlo y que tenga un lugar en la historia del teatro.
¿Dejaron registros? ¿Se ocuparon de eso?
No representan lo que sucedía, pero a la vez es lo único que hay. Las Gambas marcaron un momento bullicioso, de experiencias disímiles una de otra, de andar por los boliches, por ser teloneras de Sumo, de Los Redonditos de Ricota, un tiempo de juventud. Más que nada, una sensación de conexión con el hecho creativo permanente.
Aparte de lo que salía, ¿la pasaban bien?
Sí, sí, sí. Era realmente un momento maravilloso. Yo vivía todo el tiempo en función de qué íbamos a hacer, cómo y, además, hacíamos todo. No era sólo inventar el número, como le decíamos, porque eran sketches de tres minutos. Era buscar los trajes, coser las lentejuelas, pensar cómo lo íbamos a publicitar, grabar las cintas para cantar, elegir la música; era una cosa integral. La autogestión al mango.
¿Dónde está el under ahora? ¿En el mundo virtual?
No sé, la verdad. No soy quién para decirlo porque como no salgo a lugares, no veo a las nuevas generaciones. Te puedo hablar del grupo Piel de Lava. Una de ellas, Laurita Paredes, es mi cuñada.
Estuvieron en La Flor (2018), la película de tu hermano Mariano.
La Flor se hizo en base a ellas, porque Mariano se enamoró de todas. Ellas son muy diferentes a lo que éramos las Gambas, pero me parece que hay un espíritu grupal, de autogestión, de hacer sus propias obras... veo una similitud ahí. Y sin dudas las redes democratizaron mucho todo. Por un lado está muy bien, porque a veces ves unas porquerías atómicas que tienen millones de vistas, pero también ves cosas interesantes. Todo el mundo puede hacer algo y ser visto o no según el valor de lo que haga, cosa que antes no era posible. Tenías que tener un teatro, te tenían que llamar o contratar para actuar en una película o en la tele.
Vos misma te colgaste en hacer contenidos para redes, como La Concheta.
Me encanta. Mi trabajo en las redes recupera un poco ese “voy a hacer lo que se me dé la gana” de aquella época. Para mí es súper valioso, porque también es una herramienta no sólo de expresión, sino de constatación de si lo que vos pensás que es gracioso es gracioso, si lo que pensás que está bueno es bueno. Me llevé muchas sorpresas con eso. Pensaba “este video la rompe” y pasaba sin pena ni gloria. O decía “voy a hacer esta boludez porque algo tengo que hacer” y se hacía recontraviral. Es una forma de aprender también qué quiere el público.
El primer video de Instagram lo hice con el personaje de la cordobesa, cuando estaba grabando Educando a Nina (2016). Estaba muy montada: tenía una media peluca larguísima, uñas, tetas, tacos... entonces, entre escena y escena pasaba un tiempo, no me podía sacar todo porque después me lo tenía que volver a poner, no podía ir a ningún lado, era un embole, y justo estaba el auge de Instagram, me lo crucé al gordo [Darío] Barassi, que me dijo que Twitter ya era viejo, me bajó Instagram y me dijo que lo que rinde es el video. Entonces, como además tenía que practicar la tonada, empecé como la cordobesa. Así empezaron los videos: de estar aburrida en el camarín.
Las redes te dan dolores de cabeza. Dos por tres estás aclarando cosas.
Lo que pasa es que esto de la libertad tiene sus costos, ¿no? A La Concheta la saqué por la cheta de Nordelta, un audio de una mina que se hizo viral, y dije: “Qué buena oportunidad para sacar a este personaje”, que era de una tira de Underground, Viudas e hijos del rock and roll (2014). Me quedé con la sensación de que tenía vida para rato. La gente enloqueció, sobre todo, con la familia Arostegui. Incluso habían pensado en una secuela, que al final no se pudo hacer.
Pero hiciste el spin-off en Twitter.
Claro. Después gana [Mauricio] Macri y hay un año en el que hago cosas que no tienen que ver con lo político, porque cuando asume un presidente hay un tiempo de ver qué hace. En un momento se puso densa la cosa, me empecé a enojar, me sentí defraudada y empecé a hacer La Concheta, un poco inocentemente, porque Macri habla con la papa en la boca, y me parecía que eran personajes muy pegables. Ahí se empezó a viralizar más, pero empezó la represalia, al punto de que el nivel de agresión que recibía era tan grande que entré en la grieta, como que si yo hacía eso era kirchnerista. Yo no soy militante kirchnerista. Se me ocurrió hacer esto, pero los significados en las redes se extreman muchísimo. Ya cuando vi que me estaba metiendo en unos fangos que no me interesaban –me llegaron a decir “ojalá te hubieran desaparecido los militares”, se creaban cuentas exclusivamente para bardearme–, dije “esta no es mi causa”. Ya antes de que se fuera Macri dejé de hacer videos que tengan que ver con algo político.
Y cuando gana Cristina mucha gente vino a decir: “A ver ahora, gastá al gobierno”. Vino la pandemia; no me daba para ponerme a hacer algo por obligación. Váyanse a la mierda. Yo la verdad que me considero una librepensadora, no me caso con ningún partido; estoy bastante descorazonada con la clase política, no tengo una idea clara de cómo tienen que ser las cosas, cómo hay que manejar un país. Me excede tanto eso que no puede decirle a nadie ni qué tiene que votar ni qué tiene que hacer. Me alejé del video político pero caí en la volteada de la grieta, no hay manera.
¿Cómo llegaste a filmar La mujer de los perros?
La película se genera en una charla con mi hermano. Yo le decía que estaba preocupada porque me traían libros, me traían obras, y nada me gustaba. “Si sigo diciendo que no, no me van a llamar más”. Entonces él me dice: “Pero vos, qué tenés ganas de hacer”. Yo no me había dado el permiso de hacerme esa pregunta. “¿Qué tengo?”, pensé. “Tengo mis perros, tengo mi casa, tengo la basura”, porque yo vivo en un lugar alejado y en ese momento venían carros que recogían basura de no sé dónde y la venían a traer al fin del mundo; vivo muy cerca del dique Roggero. Es hermoso, está en la película, como todos los campos por los que camino. Ahí tiraban basura de niveles increíbles, con cosas rarísimas: de pronto había una parva gigantesca sólo de zapatos, o insólitas, cables retorcidos, de colores, quemados, era muy visual. Y dije: “Bueno, es la historia de una mujer que vive sin dinero y vive bien”. No quería hacer una cosa lacrimosa de qué tremenda la pobreza. Al contrario: quería que fuera una reina en su mundo, al punto de que no le importa ni estar enferma. Mariano me dice: “Lo hacemos con El Pampero”. Primero me dijo que sí y después me dijo “La tenés que dirigir vos con Laura” [Citarella], su socia. “Tiene una energía muy femenina esta película; yo la voy a arruinar”. Primero me enojé; después me di cuenta de que tenía razón. Tardamos tres años, a mí me pasó un tren por encima, porque en el medio se murió mi marido, Guido, que se autodefinía como el productor engañado, porque puso los primeros mangos para hacerla, porque fue totalmente independiente, y después nos ganamos una guita para desarrollo de guion del Festival de Róterdam y con eso, más mecenazgo, hicimos todo. En el medio nos robaron las cámaras con material que habíamos filmado. Fue una experiencia increíble.
Ahora estuviste rodando la miniserie sobre el libro de Tamara Tenenbaum El fin del amor.
Está la esencia del libro, pero tiene más que ver con la vida de Tamara, con su sexualidad, con un novio que tuvo, con el judaísmo, con su madre. No es una biografía pero tiene voz en off. Yo hago la mamá. Es muy interesante. Me parece que va a estar muy buena. La noté necesaria.
¿Y cómo es How to be a carioca?
Es una serie que filmé en noviembre en Río de Janeiro, que dirige Carlos Saldanha, un productor muy grosso que hizo La era del hielo, Río I y II, junto a dos directores más [Joana Mariani y René Sampaio]. En cada capítulo alguna persona que va a Río se cruza con Seu Jorge, que tira ciertas soluciones. Al final, todos los personajes hacen eso con él; la estructura es muy linda.
Dos locas de remate, en el teatro Metro, viernes 3 y sábado 4 de junio a las 20.00 y domingo 5 a las 18.00. Dura 90 minutos y no es apto para menores de 12. Entradas de $ 1.000 a $ 2.000 en Tickantel.