Horacio Eugenio Spasiuk nació el 23 de setiembre de 1968 en Apóstoles, localidad de la provincia de Misiones, “capital nacional de la yerba mate, una cuña de Argentina metida ahí entre el sur de Brasil y el Paraguay”. Cuenta que en 1897 su ciudad natal recibió a siete familias de polacos y siete de ucranianos. Una maestra de la localidad dejaba por sentado en un informe que al entrar al aula había niños hablando español, polaco, ucraniano, portugués y guaraní, una complejidad étnica y cultural que, asegura, define su periplo artístico. “He sido atravesado espontáneamente por toda esa diversidad”.
La música le es tan natural como el cantar de las chicharras en las sofocantes siestas apostoleñas. Su padre, violinista aficionado, y su tío Marcos, guitarrero y cantor, le enseñaron el camino. “Su oficio era la carpintería, pero tenían amor por la música”. Cuando el pequeño Horacio abrazó el acordeón comenzó a acompañarlos, primero en ese laboratorio de madera y viruta en el que siempre sonaba la radio chamamecera, luego en casamientos y cualquier tipo de fiestas donde se reunían familiares y vecinos. El futuro músico empezó a carretear en aquellos patios litoraleños, donde a lo largo de un siglo los ritos y las tradiciones de la Europa del este se amalgamaron con la influencia guaraní, con el legado de las misiones jesuitas, con la impronta portuguesa y con el percutir africano de los esclavos.
Como si ese cocoliche cultural no fuera suficiente, el Chango siguió el vuelo. Con el apodo con el que lo bautizó su padrino y su apellido ucraniano como marca registrada y el acordeón como estandarte, comenzó a romper fronteras culturales y hacer dialogar su tradición con cuanta música se le cruzó, desde el rock de Divididos en sus comienzos hasta la cumbia de La Delio Valdez y la electrónica de Chanta Vía Circuito. Su último proyecto discográfico, Hielo azul, tierra roja [2019], fue grabado en Oslo a dúo con el guitarrista noruego Per Einar Watle. Luego de decenas de colaboraciones, diez discos de estudio y miles de kilómetros recorridos a lo largo del mundo, nada parece indicar que este chamán de la selva misionera que hace vibrar el caparazón nacarado de su instrumento como un poseído haya llegado a la posada: “Por más que tengo un cierto camino recorrido todavía sigo sintiendo que hay mucho más por probar todavía, experimentar y ver hasta dónde se puede. No estoy en el descanso del guerrero”, concluye.
El sábado 3 de setiembre y luego del paréntesis pandémico, el músico argentino retoma la celebración por sus 30 años de carrera, desde que el 27 de enero de 1989 se presentó por primera vez en el mítico Festival de Folclore de Cosquín y resultó consagrado como la revelación de esa edición. El encuentro será en el Auditorio Nacional del Sodre y lo acompañarán Marcos Villalba (guitarra, voz, percusión, cajón), Pablo Farhat (violín), Diego Arolfo (guitarra y voz), Enzo Demartini (guitarra y voz) y Eugenia Turovetzky (chelo).
Desde su casa en Buenos Aires, el Chango Spasiuk conversó con la diaria con la misma calma, pasión y profundidad que caracterizan a su música, como un tarefero haciendo camino en la espesura.
Supongo que la idea es repasar estas tres décadas, pero ¿qué me podés adelantar de lo que va a pasar en el Sodre?
En estos años que no volví a Montevideo celebré los 30 años acá en Buenos Aires, pero no celebré con la gente que de alguna manera tiene una cierta conexión con lo que yo hago ahí en el Uruguay. Cuando la producción local y mi productor me decían “Chango, ¿qué podríamos hacer en Montevideo?”, les dije: “Hagamos ese concierto celebrando mis 30 años en el camino, tomando un repertorio de lo mejor de las cosas que he hecho en algunos momentos, la música para cine, mis versiones de compositores tradicionales del chamamé, como una revisión de todos estos años”. Llevar mi primera acordeón que mi padre me regaló y tocar con esa acordeón, también. Porque mi padre me regaló una acordeón cuando yo tenía diez años, después la vendí y me compré otra y después la vendí y me compré una tercera y aquella quedó en el camino. Y hará como 15 años, esa acordeón volvió a mí.
¿Cómo la encontraste?
Unos chicos en Misiones la encontraron, vieron unas fotos mías. Si uno pone “Chango niño” en Google hay una foto mía de niño en donde tengo gomina y tengo una acordeón amarilla. En función de esa foto la encontraron y me la regalaron para un día de mi cumpleaños. Volvió a mí la acordeón, la mandé a un luthier, la arreglé y volvió a sonar, pero no volví a tocar con ella hasta estos conciertos.
¿Qué tocás con ese acordeón?
Lo primero que aprendí a tocar: “Siete higueras”, “El encadenado [valseado]”, unos chamamés híper tradicionales de Isaco Abitbol y de Tarragó Ros. Dentro de estos 30 años puedo pasar desde la música de [Luis Alberto] Spinetta a la de [Astor] Piazzolla, a mis composiciones más contemporáneas, pero de golpe agarro esa acordeón y toco lo que tocaba cuando tenía diez, 11 años, que es hace más de 40 años. Con la misma acordeón que mi padre me regaló cuando yo era niño y con lo que arrancó absolutamente todo.
Sin embargo, elegís como punto de inicio de estos 30 años tu participación en el Festival de Cosquín. ¿Por qué?
En el año 89 hice mi primer Cosquín y fue mi primer disco de vinilo. De alguna manera, ahí comienza una etapa, yo no diría más profesional, pero sí una etapa en la cual comienza un trabajo desde Buenos Aires, otra etapa del camino.
¿Qué significa para un folclorista argentino llegar a Cosquín?
Digamos que Cosquín es el festival más importante de la música folclórica en Argentina. No sé si es el que más gente convoca, no tiene que ver con eso. Arquetípicamente es un espacio muy simbólico para cualquier folclorista. El público que va a Cosquín es el público que conoce el folclore, que ama el folclore argentino y se encuentra en ese espacio. Hay gente que elige ir de vacaciones a Cosquín, Córdoba, en esa época del año simplemente porque se quiere sentar y ver lo que sucede en el escenario, pero también lo que sucede en las peñas, en todas las expresiones espontáneas de música popular que hay en el verano en ese lugar. Hoy han cambiado un poco las reglas de juego, pero hace 30 años o 40 años, tocar en ese festival era llegar a un espacio de una visualización enorme y de una consideración de ese público y de esa crítica especializada en ese momento. Cuando empecé a tocar el acordeón, Cosquín era como una meta, poder pisar ese escenario llamado Atahualpa Yupanqui, poder estar en esa plaza. Es como un escenario de mucho poder y de mucha visibilidad.
¿Cómo se llegaba?
Hay muchas maneras de llegar. Yo había hecho un trabajo un año antes. En el 88 había venido a Buenos Aires, había hecho programas de televisión, había tocado en algunos otros festivales, había conocido gente que formaba parte de la comisión de ese festival, incluso a un locutor muy famoso en la historia de la música folclórica argentina, Julio Mahárbiz, quien fue director de Radio Nacional y del Instituto de Cine en la Argentina, fue muy amigo de Atahualpa Yupanqui. Le pregunté cómo hacía para llegar al festival y me dijo que tenía que escribirle a la comisión, me dijo cuáles eran los pasos a seguir; yo no tenía productor, no tenía ningún tipo de padrino ni nada. El tema es que llegué a conseguir estar programado como un músico emergente.
Pero además de estar programado tocaste con Los Chalchaleros
En todas esas idas y vueltas conocí a Juan Carlos Saravia, de Los Chalchaleros, y me invitaron a tocar. En esa época en Argentina era como decir “fui a tocar a Woodstock o a Monterrey y me invitaron los Rolling Stones”. Primero me invitaron a un festival de doma y folclore llamado Jesús María, que se hacía antes, toqué en ese escenario y después me invitaron en el primer día del Cosquín. A modo de bendición, Juan Carlos Saravia me presentó como diciendo: si no suben los jóvenes acá no tiene continuidad lo que nosotros hemos luchado durante tantos años. Tuvo una visión, vio el fruto en la semilla, porque hay muchos músicos jóvenes, pero de ahí a que se puedan sostener en el camino y que puedan seguir yendo hacia el hueso de una tradición no hay tantas probabilidades en un mundo como el nuestro.
Es una historia que se repite: Jorge Cafrune lo había hecho con Mercedes Sosa, por ejemplo.
Exactamente. Y Cafrune lo hizo incluso en contra de la comisión. Cafrune lo hizo con Mercedes, Mercedes lo hizo con León Gieco. Esa transmisión de compartir el espacio es algo muy típico en la música popular en este lugar del mundo.
Decías que ahí comienza la etapa del camino en Buenos Aires. ¿Qué encontraste en la ciudad?
Yo me corro un poco de ese concepto de creer que una ciudad grande es el centro donde se cocinan todas las cuestiones comerciales; no es mi caso, porque yo no soy una persona masiva ni comercial. Lo que a mí la ciudad me ha dado son herramientas para interpelarme y para refinarme como artista. Hoy, hay personas que hacen grandes carreras comerciales sin tener que vivir en grandes ciudades; no es el motivo por el cual vivo en esta ciudad, sino que vivo en esta ciudad porque he encontrado maestros en la música, en el arte y en otro tipo de disciplinas, y herramientas. Eso es lo que me ha dado la ciudad. Hay gente que encuentra esas herramientas en el patio de su casa, yo las he encontrado en el camino y, como dice un sufí llamado Rumi: “Créate una necesidad y aparecerá la herramienta, ahonda en una necesidad y la herramienta aparecerá”. Me he preguntado mucho y he ahondado mucho en muchas necesidades existenciales, filosóficas, estéticas, artísticas, y esas herramientas las he encontrado en la ciudad.
¿Una de esas necesidades es esto de salirte de tu nicho y permanentemente buscar dialogar con otras corrientes?
La tradición a la que pertenezco es la del chamamé, pero de alguna manera la tradición del chamamé es una tradición atravesada por una diversidad de elementos sumamente complejos y diversos. Para mí la diversidad es un tesoro. Por ahí, en muchos lugares del mundo la diversidad es un problema, levantan muros, tejidos, tienen miedo, para mí es un tesoro y mi música se nutre de ese tesoro. Es un ejercicio de ver constantemente puntos de contacto donde la gente cree que hay diferencias. Por eso he desarrollado proyectos con la música electrónica como diciendo: ¿hasta dónde podría llegar? Probemos, porque no pierdo nada con probar. Probemos si se puede hacer un disco de chamamé con músicos noruegos, por qué no intentarlo. Es un ejercicio, aunque después el centro de gravedad estético sea volver al acordeón, volver al chamamé, a mis danzas, a mis chotis y a mis polcas, pero eso está en mí y es imposible que lo pueda sacar de mí.
Ese es el punto de partida, pero dejás que la música te lleve a donde sea.
Exactamente. Uno se lanza a lo desconocido constantemente y ve hasta dónde puede, y es algo maravilloso porque la música es insondable y es un misterio. Para ver y experimentar ese misterio uno no se puede quedar solamente en un ejercicio intelectual, uno tiene que poner el cuerpo e ir hacia ahí. Incluso para aprender en dónde los caminos no son caminos. Pero eso hay que experimentarlo, hay que vivirlo y saborearlo. Uno no se puede quedar solamente con una idea de ello.
Hablando de ese centro de gravedad, contame quiénes son Abitbol, Cocomarola, Martínez Riera, Montiel, Tarragó Ros, Raúl Barboza. Estos músicos que siempre están en tu acordeón y en tu prédica.
Si uno entra a tallar la construcción de lo que conoce como la tradición de la música folclórica del nordeste de la Argentina, la parte litoral, la parte de la Argentina que está entre los ríos Uruguay y Paraná, sur de Brasil, Paraguay, toda esta región, encuentra a Tránsito Cocomarola, bandoneón; Isaco Abitbol, bandoneón; Tarragó Ros, acordeón; Ernesto Montiel, acordeón; Raúl Barboza, acordeón; Blas Martínez Riera, bandoneón. Son compositores e instrumentistas que han generado lo que hoy conocemos como la tradición, han creado todo un mapa sonoro estético sobre el cual nuevas generaciones de instrumentistas y de compositores tienen dónde pararse, un lenguaje donde buscar su propio rostro, un lenguaje con el cual pensarse y expresarse. Uno, por más que tenga una mirada más contemporánea y adquiera un vuelo y busque estéticamente en muchas direcciones, lo hace porque está parado sobre algo. Un avión despega porque tiene una pista, sin pista no hay manera de carretear y volar. Esta pista para carretear y despegar es esta serie de compositores que crearon una base muy contundente, muy definida y con una vara muy alta a nivel estético. Es un punto de partida maravilloso. Como dicen los sabios, no hacer lo que dicen tus abuelos sino buscar lo que buscaban tus abuelos. Estos compositores que yo nombro una y otra vez y a veces toco uno y a veces toco otro son una manera de decir: el vanguardista y el músico contemporáneo hacen lo que hacen porque están enamorados de la tradición. Nosotros tenemos un concepto de tradición como algo viejo que hay que repetir mecánicamente, y eso es un error, es un gran error. La tradición es algo que está absolutamente vivo.
Recientemente la Unesco declaró al chamamé Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. ¿Qué reflexión te merece?
Es como una invitación a rever una música que nos atraviesa a todos, incluso a la gente del Uruguay, a la gente del litoral. Y también a rever de qué estamos hechos, a reinterpretar muchas cosas que nosotros creemos y damos por entendido que conocemos. Para mí tiene que ver con eso, no es que uno como chamamecero, que ha vivido la marginalidad, de alguna manera, o la subestimación estética que ha tenido esta música, ahora dice: vieron que tenía razón. No tiene que ver con ese aspecto justiciero. En mi relación con la tradición no cambia nada, no lo veo tampoco en términos comerciales porque mi trabajo lo tengo que seguir haciendo, no es que hago lo que hago ahora con más fuerza por este nombramiento. Estamos en un momento en que se supone que deberíamos estar más conectados, que deberíamos saber más del otro y tener un mayor grado de empatía, porque tenemos más herramientas para saber del otro; sin embargo, todas las herramientas que tenemos lo que hacen es que estemos más distraídos y más superficiales. Entonces, otra vez la cultura, la música y el arte nos ponen ahí un espacio que nos interpela y que nos invita a reflexionar colectivamente. De eso se trata este pronunciamiento de la Unesco.
En el sur de Uruguay le damos un poco la espalda al continente, pero Aníbal Sampayo era un gran defensor de esto que decís, de cómo esa tradición nos abarca.
A mí no hay que explicármelo, porque para mí el [río] Uruguay es una arteria que nos conecta, no un río que nos divide. El arte no es el fútbol. Me siento muy conectado, la yerba, el mate. Si yo me siento conectado con músicos y un público nórdico los de como Noruega, como no lo voy a estar con los uruguayos, somos más que hermanos, ni siquiera se me pasa por mi cabeza ver el Uruguay como algo lejano a mí, para nada. Creo que hay que ver menos televisión y escuchar más a Zitarrosa, Sampayo y Hugo Fattoruso.
Hace algunos años te has pasado al otro lado del mostrador, te convertiste en un divulgador, primero en el programa de televisión Pequeños universos y ahora en la radio con Enramada, donde estás en el papel de un escucha.
Lo que me pasa en Enramada es que comparto con los demás lo que a mí me ha refinado. La lectura que encontré y que a mí me impactó la comparto, la música que encontré y que de alguna manera me movilizó la comparto. Uso el programa para compartir cosas que son bellas para mí, lo que me ha hecho bien a mí lo quiero compartir. Eso es lo que hago en Enramada y es lo que hacía en Pequeños universos también: buscaba y aprendía con la gente. Me corría de cualquier acción que contaminara eso que estábamos aprendiendo juntos. Para decir lo que tengo para decir yo están mi música, mis proyectos y mis conciertos, pero si voy a hacer un documental sobre música, quiero aprender con los demás, y eso ha sido un ejercicio maravilloso para mí.
En el texto de presentación de tu página web dice que tu música transmite un profundo sentimiento de melancolía y un optimismo resiliente. ¿Es por ahí?
Más que melancolía, añoranza. Hay algo de uno, de nosotros, que pide atención todo el tiempo; si no, es como poner la música sólo en el lugar de entretenimiento y es un embole total. Lo que pasa es que hay gente que cree que reflexionar es una cosa aburrida. Uno puede estar tocando una polca poderosa y estar con el físico totalmente prendido fuego, pero también hay ahí un ejercicio intelectual y emocional. Esto es importante para mí, esta es mi vida, mi vida entera pasa por acá, entonces hay que celebrarlo y de eso se trata, no se trata de canciones que suenan en la radio porque una compañía discográfica hizo fuerza, es otra cosa.
Chango Spasiuk. 30 años. Sábado 3 de setiembre a las 21.00. Auditorio Nacional Adela Reta del Sodre. Entradas en Tickantel y boleterías de la sala.