“Aquella noche, el pueblo se desbordó en la plaza pública, en una bulliciosa explosión de alegría. El carnaval había alcanzado su más alto nivel de locura. Aurelia Segunda había satisfecho por fin su sueño de disfrazarse de tigresa y andaba feliz en la muchedumbre desaforada, ronca de tanto gruñir, arrastrando de la mano a Petra, a su vez disfrazada de pantera, que en su éxtasis iba dejando un reguero de leche con olor a anís en el suelo de tierra, y al contacto con su néctar nacían pequeños brotes verdes”.
El texto, firmado por la escritora uruguaya Fernanda Trías, está impreso en una elegante hoja de papel crema que reposa junto a otras de igual tamaño, sobre un bargueño de madera bien conservada: tomo tres de una pila todavía abundante.
Es 1° de octubre de 2023 y el frío todavía no deja que llegue la primavera a la piel. Un gentío menos colorido que el que imaginó Trías y más parecido al de los domingos de teatro en Montevideo ocupa el hall, los pasillos y las escaleras del Solís para ver el estreno de Macondo, la obra con la que la Comedia Nacional, la Banda Sinfónica de Montevideo y la Orquesta Filarmónica de Montevideo vertebran el gran evento que transcurrirá a lo largo del mes con una inabarcable cantidad de actividades.
Las hojas color crema siguen volando: es uno de los productos a los que se puede acceder en forma gratuita antes de ingresar propiamente a la sala principal del Solís. La obra comenzará a las siete, pero cerca de las cinco y media de la tarde los concurrentes ya se mueven atraídos por las actividades previas al espectáculo. Antes de subir las escaleras de la gran explanada no resulta difícil reconocer a la actriz Roxana Blanco, parte del elenco de la Comedia Nacional, vestida con anteojos negros y chaqueta de acomodadora.
Hay más actores entre el público: la mayoría están disfrazados de gitanos, y ocupan puestos de ventas, con piedras, pilas y flores. Su ataque es medido, amable: reciben a los recién llegados y se quedan a conversar con ellos si es necesario. La mayoría del público es el habitual para estas jornadas: hay personas veteranas, hay ropas y alhajas que combinan los tonos del marrón con el dorado y la plata, y los abrigos con los adornos de hilo fino. Otro porcentaje se completa con un público algo más joven, posiblemente devotos del vanguardismo de Marianella Morena, cocreadora de la obra junto con Paula Villalba.
Cerca de la hora de comienzo de la función, el perfil del presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira, dibuja un gesto melancólico, cerca de un puesto donde una gitana tira las cartas. Otro gitano, que podría ser Melquíades, se acerca a una de sus orejas y, de todos modos, levanta la voz para bromear sobre el futuro del partido político de izquierda en las próximas elecciones. Pienso que Morena tiene algo de gitana –mucho en realidad– y me viene un miedo infantil.
Afuera hay turistas brasileños. Su extrañamiento no es diferente al de otros días. La explanada tiene tierra mojada y hojarasca seca, quemada, y macetas de plástico negro con plantas de gran tamaño. También hay un pequeño lago y un sonido de pájaros, como una escenografía que evoca el pueblo y los recuerdos que inspiraron al escritor colombiano para la creación de su Macondo.
En el centro del hall, un prisma de hielo sugiere un acercamiento sensorial a la historia contada en Cien años de soledad y al último reflejo de luz de Aureliano Buendía. También brillan los ojos claros de Gabriel Calderón, actual director de la Comedia, que recibe a los concurrentes y es capaz de sostener breves conversaciones sin exteriorizar ningún tipo de angustias de estreno. Dedica un tiempo apenas más extenso a recibir a la intendenta de Montevideo, la ingeniera Carolina Cosse. Ella escucha con atención las últimas novedades del acondicionamiento del histórico teatro para esta nueva apuesta de la compañía oficial.
La platea se completa en pocos minutos. Cosse rodea el rectángulo de butacas y a su paso saluda a un viejo artista, antes de ir a ubicarse en el medio de la última fila. La ropa negra del escritor Daniel Mella lo delata, en la punta de una hilera cercana al escenario. La actriz y carnavalera Jimena Vázquez prefiere justo el centro de la platea. Por los pasillos que llevan a los palcos acomodadores reales y de ficción acompañan a los más remolones. Uno de los actores-acomodadores camina con el parlante de su teléfono celular encendido mientras baila burlonamente, al ritmo de Macondo, la cumbia que Óscar Chávez lanzó en 1971.
La función comienza sobre un escenario ampliado, que ocupa cuatro o más filas de platea. Los músicos de la Orquesta Filarmónica se ubican al costado derecho del escenario, y lo propio hacen los funcionarios de la Banda Municipal en palcos de la tercera bandeja.
De unos impresionantes telares baja la selva verde para el despliegue de las actrices y los actores. La historia de los cien años transcurre con bailes, poesías y algo de lenguaje de papers científicos. Los actores salen de todas partes y los actores-acomodadores repiten los parlamentos de los personajes de la novela. Úrsula se lleva el primer gran destaque con un cuadro de comedia musical. Las siguientes escenas se separan con un telón que funciona como pantalla para proyectar textos e imágenes. En el palco central, el actor Gabriel Hermano sorprende con una sola palabra.
El público asiste atento y en silencio a una hora y pico de obra, que es el corazón de esta creación de 100 minutos. El resto tiene un tono diferente. Empieza, nuevamente de forma burlona, con un grupo de hombres y mujeres de traje que representan a la autoridad y al gobierno de las buenas costumbres. “Hijos míos”, dice Hermano vestido de cura; antes habla un representante del ejército, y antes, una especie de político. Montados por turnos en un pupitre, le ofrecen al público fragmentos de un discurso en la forma de una alegoría de actualidad y de un sinceramiento que distiende.
El actor Diego Arbelo provoca la más fuerte de las carcajadas del público cuando su personaje presidencial se encarga de confesar que las plantas sobre la explanada del teatro poco tienen que ver con Colombia. Las risas también aparecen como un alivio, con el fantasma de la Suiza de América totalmente al descubierto, y vivo, al fin. La cumbia burlona vuelve a utilizarse para el final de la función, y el público acompaña el festejo, para aplaudir de pie a todo el elenco.
A la salida, la ficción continúa en la Cueva. El espacio que supo ocupar el célebre restaurante El Águila conserva su iluminación tenue y resulta ideal para montar un local inspirado en uno de los refugios de García Márquez. Sus puertas son lo suficientemente altas como para que pase sin problemas el escritor y publicista Claudio Invernizzi. Una banda musical toca un swing muy oportuno de contrabajo y piano, y en la barra se venden tragos reales a precios reales. Un mozo de lentes lleva una bandeja de lata con pequeños platos hasta el fondo del lugar, ocupado con dos filas de mesas que ya están llenas, a pocos minutos del final del espectáculo.