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Hojas de otoño.

Aki Kaursimäki y su comedia romántica en el frío finlandés

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Hojas de otoño , una película de mirada distante y, a la vez, emotiva.

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El esquema es el consabido “chico encuentra chica” o, expresado en forma no sexista, chica y chico se encuentran. Se conocen, tienden a engancharse, hay malentendidos y otros impedimentos que los apartan y al final... Bueno, adivínenlo, no sea cosa de que vengan a rezongarme por contar el desenlace. Es un esquema muy lindo, y a muchos no nos molesta frecuentarlo una y otra vez, incluso en versiones no especialmente destacadas.

Pero esta sí se luce especialmente por varios motivos, entre los cuales están las marcas del estilo tan personal del autor finlandés Aki Kaurismäki. Los personajes son lacónicos y la mayoría de las conversaciones consisten simplemente en una persona sentada al lado de la otra, callada, sin ansiedad alguna por hablar o por cumplir con alguna señal de sociabilidad. En un descanso en el trabajo, Huotari se sienta al lado de Holappa, en lo que parece ser una rutina, y el diálogo evoluciona con base en un intercambio de improperios que asumimos que es chistoso, ya que no parecen enemistarse pero ninguno de los dos se ríe:

Holappa: Por ejemplo, tú eres un bocón.

Huotari: Pensaré en eso sobre tu tumba.

Holappa: Una tarjeta de pésame será suficiente.

Huotari: Uh... Eso cuesta dinero...

Más adelante, cuando le preguntan a Huotari por el nombre de pila de Holappa, él no lo sabe. ¡Y es su mejor amigo!

No es el único aspecto algo extraño, algo abstraído de lo natural, que tiene este retrato que hace Kaurismäki de la ciudad de Helsinki. Vemos poquísima gente, sea en las calles, sea en los bares, en los tranvías o locales de trabajo. De las varias escenas ubicadas en bares, la más poblada debe de mostrar unas 11 personas en un karaoke.

El clima es somnoliento, apático, en parte porque nadie hace ruido y casi no se habla. Además, son casi todos veteranos: cowboys urbanos nórdicos o exmetaleros canosos que conservan la campera de cuero negro, los lentes oscuros y el pelo largo y miran con expresión recia. Afuera, las integrantes de una banda de indie rock, los pocos jóvenes que vemos, deambulan por la noche haciendo fechorías. El “chico” y la “chica” de la comedia romántica tienen 40 años.

El calendario en el California Pub es de 2024. Las noticias parecen ser de 2022 (el sitio de Mariúpol en la invasión rusa a Ucrania). Aunque vemos, en forma muy esporádica, una computadora y un celular, en todos los hogares hay sendos aparatos de radio valvulares que parecen ser de la década de 1960, y la gente escucha la radio. Holappa y Ansa van al cine a ver la película de zombis The Dead Don’t Die (2019), dirigida por Jim Jarmusch —tributo de Kaurismäki a su hermano espiritual transatlántico—.

Sin embargo, los afiches de películas que aparecen por doquier son todos de mediados del siglo pasado (Brigitte Bardot, George Romero, Brief Encounter, de David Lean, Rocco y sus hermanos, de Visconti, aparte de otras referencias al cine de Robert Bresson y Jean-Luc Godard). Las canciones, que suenan casi siempre en forma diegética (hay excepciones extradiegéticas), incluyen un tango de Gardel, junto a rarezas varias del pasado finlandés o la versión de un olvidado éxito internacional (“Mambo italiano”). En forma análoga a Tarantino o a Wong Kar-wai, Kaurismäki termina construyendo su universo musical a partir de esos gustos particulares, y en cierta forma contribuye a educarnos, llamando la atención sobre las gracias de lo que, en otro contexto, podrían parecer meras canciones bobotas o terrajas cantadas en un idioma extraño.

En el primer plano de la película una cajera de supermercado va registrando con el lector de código de barras la cantidad obscena de paquetes de carne envasada comprada por un solo cliente, que se van apretujando en la esterilla mecánica. En esa escena vemos, de lejos y en forma impersonal, los pocos personajes realmente opulentos de la película. Los protagonistas son trabajadores: Ansa es repositora en el súper, Holappa hace arenado abrasivo; el trabajo de ella es aburridísimo, el de él es espantoso y malsano. Además, las condiciones laborales son precarias.

En el súper Ansa tiene un régimen laboral variable, y luego cambia a trabajar en negro lavando platos en un pub. El motivo por el que la despiden es absurdo: se lleva para casa un sándwich que estaba vencido y que, por lo tanto, el supermercado ya no estaba habilitado a vender. Al gerente del súper (y al vigilante buchón) lo único que le importa es que ella no siguió a rajatabla la regla de tirar los productos vencidos a la basura.

Más adelante, Holappa sufre un accidente de trabajo por causa de un equipo mal mantenido, pero no recibe beneficio alguno porque había tomado alcohol. El alquiler de media hora de uso de una computadora en un cíber cuesta diez euros, y Ansa tiene que pagarlos porque es la única manera en que puede inscribirse en un sitio de búsqueda de empleo. Los traslados en tranvía de Ansa hacia su casa son solitarios y melancólicos. Junto a ese contexto opresivo inmediato, una revista contiene noticias de un asesinato espantoso y están, además, las atrocidades en Ucrania.

Frente a eso, los gestos de amistad y solidaridad, casi siempre entre pares, sobresalen. Mucho del cine de Kaurismäki se inscribe como una versión especialmente inteligente, politizada y reducida en dulzor de esa tendencia del cine de arte europeo basada en existencias solitarias que se rescatan gracias al encuentro, amistoso o amoroso, con otras personas solas. Esas amistades y gestos solidarios están (Holappa y Huotari, Ansa y sus colegas del súper, el perrito de Ansa, el compañero de habitación de Holappa, la enfermera). Aún mejor, está la atracción potencialmente amorosa entre Ansa y Holappa.

Como en toda comedia romántica que se precie, luego del encuentro/enamoramiento inicial, vienen los obstáculos. Entre ellos, es notable la cantidad que son meras casualidades: ella le pasa su dirección en un papelito y él pierde el papelito; luego él acude al encuentro, pero sufre un accidente serio. Otros factores se corresponden a lo más común en una comedia romántica, es decir, factores de índole psicológica: ella no está dispuesta a vincularse con un alcohólico.

El tratamiento de esos obstáculos está curiosamente desdramatizado. No es en ellos que reside la emoción de la película, sino en factores más difusos. El sentimiento amoroso cobra relevancia en ese mundo desolado: nos apegamos a ese amor como a una bocanada de aire en un contexto asfixiante, y ansiamos más.

Está también la persistencia: sin saber cómo encontrar a Ansa al perder el papelito, lo que se le ocurre a Holappa es plantarse en la puerta del cine, donde fue la primera (y hasta entonces única) salida que hicieron. La película conecta con nosotros a través de la misma devoción que nos lleva a verla en una sala de cine, es decir, la cinefilia y, a través suyo, la sensibilidad artística. El artificio de Holappa sólo va a funcionar si Ansa conecta con la misma idea. En efecto, se van a terminar encontrando, pero no sin antes desencontrarse, en un momento muy poético y también desolador, en que ella tiene la ocurrencia de ir a ese lugar, pero llega luego de que él ya se retiró. Estando allí observa un anillo de puchos de cigarro en el rincón en que él se pasó la velada aguardándola, y posiblemente lo interprete correctamente. Curiosamente, en ese tratamiento asordinado del drama, los encuentros entre Ansa y Holappa están musicalizados con la exacerbadamente romántica Sinfonía patética de Chaykovsky.

Wes Anderson sin adornos

La cinematografía de la película es archisimple: los personajes más o menos centrados en los encuadres, planos y contraplanos, movimientos meramente funcionales, nada estrafalario. Kaurismäki podría describirse como un Wes Anderson menos coqueto y menos cheto: es el mismo humor quirky de Anderson, la misma tendencia de los personajes a sub-reaccionar a los eventos, el mismo gusto por los encuadres planimétricos (la cámara perpendicular a la pared del fondo), sólo que, a diferencia de Wes Anderson, no está el desfile de estrellas, las planimetrías no siempre enfatizan tanto las simetrías, el estilo tiene una aplicación más discreta y flexible y, por lo tanto, no llama tanto la atención.

De todos modos, es increíble el empleo de los colores, con muchos tonos fuertes que quedan a corta distancia del camp almodovariano. Este uso bastante calculado de los colores, más allá de constituir un atractivo en sí mismo, termina resultando en algunos toques poéticos, como en ese plano precioso en que Holappa y Ansa están cenando, sentados frente a frente, él a la izquierda del encuadre, de camisa amarilla frente a una cortina roja, y ella a la derecha del encuadre, de camisa roja contrastando con su pelo rubio: rojos y amarillos cruzan la pantalla como una X virtual —a lo que se suma el detalle de las flores al centro, rojas y amarillas—.

También está el trabajo con los sonidos fuera de campo: el accidente de tren, sonorizado con lo que parece ser un fragmento de la banda de sonido de alguna película antigua, o las reacciones de Holappa, en estado de coma, a los distintos estímulos verbales que le va brindando Ansa, y que se manifiestan en el ritmo de los bips del cardioscopio.

A la larga, esa película al parecer distanciada y seca termina resultando tremendamente tierna, romántica y punzantemente emotiva. Sus escasos 80 minutos de largo pasan volando. Es un mimo al corazón y a la sensibilidad. Y el final es un evidente (puesto en evidencia en la propia película) tributo a Chaplin.

Hojas de otoño (Kuolleet lehdet). Finlandia / Alemania, 2023. En Cinemateca y Life Cultural Alfabeta.

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