Música de la Tierra cumple este año 14 ediciones y ya se puede catalogar como un clásico de la primavera. Definido por sus creadores como “una plataforma cultural de efecto multiplicador” comprometida con “el desarrollo sostenible”, es para el público una alternativa de acercamiento al panorama de eso que muy a grandes rasgos llamamos folclore o música de raíz.
Mientras en las fiestas tradicionales de todo el país se consolidaba el modelo de megafestivales, con grandes escenarios, despliegue tecnológico y espectáculos pensados para sacudir plateas, el espacio surgido en el Complejo Jacksonville propuso desde su inicio un encuentro de cercanía, con cierta apuesta a lo comunitario y a una exquisita curaduría musical con mirada regional.
Por otra parte, lo que pasa sobre las tablas no es lo único que sucede. La propuesta incluye talleres y seminarios con los artistas participantes, además de otros espacios de encuentro que involucran a “empresas, instituciones, productores y emprendedores que trabajan con foco en la innovación, la creatividad, la calidad y la sostenibilidad”.
El festival desembarca este fin de semana por primera vez en el teatro Solís y sus alrededores, luego de unos años de itinerancia que lo llevó a espacios tan variados como el parque Roosevelt o el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry de Maldonado. En esta ocasión contará con cuatro escenarios: uno en la explanada de teatro con conciertos gratuitos y las tres salas del complejo ―Zavala Muniz, Delmira Agustini y su histórico reducto―, con entradas y abonos a la venta por Tickantel.
La programación ―que vale la pena estudiar con detenimiento― es otra vez de gran nivel y una oportunidad para ver y escuchar propuestas que no suelen llegar con tanta asiduidad. Entre otros destaques, los brasileños Yamandú Costa y Lenine, la colombiana Marta Gómez junto a los locales Trío Ventana, la española Silvia Pérez Cruz, que actuará junto al guitarrista tucumano Juan Falú, el rosarino Jorge Fandermole, los uruguayos Trío Oriental y Melaní Luraschi, quien desde hace unos años reside en París y presentará su álbum Je suis Nenette.
La apertura de semejante festín estará a cargo del espectáculo Letras peregrinas, del músico y compositor argentino Juan Quintero y su coterráneo el actor y escritor Luis Pescetti. “Luis me invitó hace bastantes años a la presentación de un libro, en principio era eso. Él tenía ese libro que se llama Cartas del rey de la cabina y la idea era que él leía un fragmento y yo tocaba una cosa. Ese fue el germen del encuentro, pero nos dimos cuenta de que estaba quedando una cosa que podía seguir”, dice el cantante y guitarrista.
Quintero lleva más de 25 años en el camino. Surgido en las entrañas de la tradición folclórica de su provincia Tucumán y formado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata, es a esta altura una referencia de la nueva canción argentina de raíz. En este periplo ha sido parte de diversos formatos, en dúo con la folclorista Luna Monti o con los colectivos Aca Seca ―especie de power trío criollo con talante jazzero― y el proyecto Patio, con el que rescatan un repertorio que “viene del fondo de la historia del folclore argentino”.
Antes de presentarse una vez más en el festival Música de la Tierra ―a esta altura su casa―, conversó con la diaria a la distancia, mientras disfrutaba de unos días de descanso en su tierra natal.
Escuché a Luis Pescetti contar que el punto de contacto fue la canción “El niño caníbal”, que él interpretaba en sus espectáculos para niños y ustedes grabaron en 2006 con Luna Monti.
En esa época estábamos haciendo con Luna el disco Lila, que tenía una parte dedicada a los chicos. Y la verdad que a nosotros nos gustaba siempre ver las caras de los chicos cuando cantábamos “El niño caníbal”. Después de eso me enganché a hacerle una cosa tal vez más complicada con la guitarra, sólo para divertirme. A partir de ahí empecé a conocer el repertorio de Luis, porque me puse a buscar esas cosas y se me abrió la puerta por ahí. Pero muy cerca de ese tiempo llegó esta otra parte, la parte no infantil, aunque esta división entre lo infantil y lo adulto es rara.
¿Cómo se arma un repertorio que acompaña lecturas?
En algún momento, sobre todo en el comienzo, hice una consulta entre varios amigos míos, de distintas vertientes, digamos, que me llevaron a un repertorio de lo más variado. Ahí fue que, por ejemplo, me sugirieron “Amapola”, que yo no la hubiera incluido, y varias otras. Entonces, tuve que pedir opinión afuera, como abrir el espectro y mandarme. La otra cosa fue darme el permiso. Por ejemplo, la de Javier Ruibal, “Para llevarte a vivir”, la sigo tocando mal en un punto, la toco con la batida que me sale a mí, no resolví la cuestión de cómo la tocan los españoles ni mucho menos. Pero entiendo que el rol mío es traer la canción lo más decorosamente posible. Como el grupo de canciones es bastante vasto y son un montón de lenguajes que yo no manejo en profundidad, es un ejercicio en sí para mí.
Aquí tenemos muy asociado este tipo de espectáculo al A dos voces de Daniel Viglietti y Mario Benedetti. ¿Tuvieron algún tipo de referencia o salió?
Creo que, en este juego de la palabra y la música, más allá del formato, no podría haber ningún tipo de referencia, porque el tejido que se da en ese diálogo es muy espontáneo. Es siempre lo mismo, lecturas y canciones, pero lo que sucede adentro es como un viaje. Incluso nosotros mismos en cada encuentro nos damos cuenta de que nunca hacemos la misma secuencia. Yo confío mucho en el timón de Luis, porque es quien va llevando. Muchas veces nos tocó, por equis razón, por algún tipo de sensación con el público o lo que fuera, dar un viraje de lo que teníamos pensado, y la verdad que es lo que a mí me deja tranquilo, que la cosa va.
Repasaba tu discografía y llama la atención que casi no tenés discos firmados solo. La mayoría son con alguien. ¿Qué hay ahí, en ese compartir?
Me doy cuenta de que hay algo muy liberador, más lúdico en el pingponeo: uno puede llegar a lugares donde no llega solo. Siempre disfruto más de esa cuestión de las parcerías. Ahora estoy haciendo un pequeño grupo de canciones en las que estoy solo con la guitarra y me parece que desde el 2000 que no hago algo así. Pero me doy cuenta de que lo que a mí me llama es lo otro y, por otro lado, no dejo de sentirme menos auténtico. También es la manera de estudiar que tengo, de mantenerme en ejercicio.
Sos de Tucumán, que es una de las capitales del folclore argentino, pero a la vez venís de la academia y de cierta sofisticación musical. ¿Cómo eclosionan esos mundos?
Pienso que de la academia me habrán quedado ciertos yeites de estudio que me parece que están buenos. Una cierta rigurosidad, escribir alguna cosa. Siento que en algún punto el hacer siempre terminó siendo muy intuitivo. Con los Aca Seca no escribimos nada nunca, por ejemplo. Pero a partir de la experiencia de Patio me di cuenta de que en cierto punto nosotros desdeñábamos esa música criolla, como que por venir desde ciertas perspectivas académicas la entendíamos como algo no sofisticado.
Lo que el Chango Spasiuk llama la carga estética de estas músicas criollas.
Claro. Después, cuando te metés en profundidad con esa música, ves que hay una cantidad de información. O de repente esto; yo cantaba cosas folclóricas, pero cantar estas cosas que canto con Luis, estas canciones de amor o de alguna cosa que tengo que tocar medio sin saber, digamos, hay una serie de prejuicios a desarmar con todas esas experiencias.
En todo caso, a mí me gusta abonar los espacios estos donde hay muchas expresiones que conviven juntas. Ese es el mensaje que me gusta dar, porque realmente es un obstáculo para la música ese tipo de categorías.
En los relatos de tu trayectoria hay una persona que aparece siempre: Juan Falú. También va a estar en el festival y es una leyenda a esta altura, pero contame quién es.
Juan, por un lado, es parte de la familia, porque se conocen con el grupo de las guitarreadas tucumanas desde adolescentes [con sus padres]. Y es el primer referente que yo tuve para salir a estudiar. También con la guitarra de él yo aprendí a tocar, junto con otras, con João Gilberto también.
¿Qué tiene esa guitarra?
Es totalmente intraducible a palabras, pero de lo que me doy cuenta es que tuve la suerte de vivirla de cerca, de niño y de muy de cerca. Entonces entiendo la fascinación que despierta. Y también la guitarra de Juan en relación con otras guitarras, volviendo a esa cosa de las parcerías. Eso me empujaba mucho, cuando tocaba con otra persona, en ese armado del diálogo o acompañando un cantante. Diría que Juan tiene como un punto muy clave en mi historia, no lo quiero alabar demasiado porque es mi familia [risas].
Me llamó la atención algo que contabas de esa época fermental. Como que las canciones andaban en el aire, las empezabas a cantar y tal vez al tiempo te enterabas de quién era el autor, incluso a veces era de algún conocido.
Viste esa situación que para hacer una canción hay que hacer toda una pesquisa y escribirle al autor, pedir permiso y por ahí el autor te dice que no, encima. Yo esa cosa no la conocí y pienso no conocerla nunca. Hay un texto de Eliseo Diego que se refiere a la escritura y que dice: “Uno debe moverse con la misma ingratitud con la que juega un niño”. Me parece tan clara esa imagen. Así hacíamos: sonaba, me gustaba, la agarrábamos, no voy a preguntar de quién es, si me gusta es mía en un punto. Ojo, si lo agarrás para el lado del mal es bastante polémico, pero en ese marco estamos hablando del puro amor por el sonido. Y de poder modificarlas. También me parece importante eso, nos gustaba, la aprendíamos, la sacábamos como era y si, ponele, queríamos agregar o sacar una cosa, también estaba todo bien. La alegoría del juego de los niños me parece una cosa muy certera para ese funcionamiento.
Has interpretado a Eduardo Mateo, Aníbal Sampayo, Jaime Roos. ¿Qué te parece que late en la música del lado oriental?
Algo que me sale es que es una cosa al hueso. Es la sensación que me queda, no sé bien cómo la explicaría en términos un poco más técnicos. O como una cosa asentada, quieta, también, me vienen esas imágenes. Y también entrañable, no sé por qué. Hay un sonido que en otras músicas no siento, esta suerte de cariño, no sé bien qué es. También es una música que fui descubriendo con el tiempo y traducida, me llegó por manos queridas. Por ejemplo, a Viglietti, Sampayo, a esa escuela de las voces duras, entré un poco traducida a través del Negro [Carlos] Aguirre, porque tal vez ese primer sonido un poco más duro nos costaba un poco. Después, cuando entendimos, por esa traducción, que ahí había un hermoso tesoro, ya está, entramos por motu propio.
Pienso que a nosotros nos pasa algo parecido. Tu generación ha traducido mucho ese sonido más tradicional, como el de Jorge Cafrune u Horacio Guarany.
Me parece que es un mecanismo que se da cada tanto: queda una brecha y aparece alguien que sirve de bisagra. Si lo observás, pasa cada tanto, por suerte. Así me pasó con algunas de las músicas de ahí, o por gente como los Ibarburu, que te la acercan desde un lado… los escucho y siento este amor por la música. No hay ningún careteo de nada. Al hueso, justamente.
14° festival Música de la Tierra. 30 de noviembre y 1º de diciembre. Teatro Solís y alrededores. Programación completa: www.musicadelatierra.org. Entradas en Tickantel y boleterías del teatro Solís con distintos precios según el espectáculo. 2x1 para la diaria.