Raíces aéreas es el nuevo álbum de Rossana Taddei, marcado por un pulso rítmico bien vivo y variado que va para adelante, como suele suceder con la obra de la cantante y guitarrista, que quizás acá llegó a su punto justo de melodías y arreglos, lo que lo convierte en uno de sus mejores trabajos. Taddei mantiene el tino de clavar grandes melodías vocales, a veces cargadas con un simple laraleo, que quedan estampadas en el oído, como lo demuestra “La cuarta pared”. El álbum tiene 11 canciones e incluye una en italiano, “Sulla luna”, que también suena muy rítmica gracias a un idioma musical per se.
El disco fue producido y grabado por Taddei, Gustavo Etchenique (batería) y Alejandro Moya (bajo), y cuenta con grandes invitados como Hugo Fattoruso ―en voz y acordeón― y Nicolás Ibarburu (guitarra). También participó Romeo Taddei (guitarra y voz), hijo de Claudio Taddei, el recordado y talentoso cantautor hermano de Rossana, que falleció en 2019. La cantante cuenta que le emociona que su sobrino, al igual que su sobrina ―Dana Taddei― sigan el legado familiar porque significa que “la música sigue”.
Raíces aéreas fue grabado en los estudios de RSI (Radiotelevisione Svizzera di lingua Italiana), en Suiza, y también en Dos Reis, en Uruguay, haciendo carne y sonido la mezcla de los dos mundos que habitan a Taddei, ya que se crio en Lugano, de donde era oriundo su padre. Para la cantautora este ir y venir no es sólo material, sino también espiritual. En un bar del barrio Cordón, en conversación con la diaria, Taddei reflexiona sobre los niños chicos, de cuatro años, por ejemplo, que de repente tocan la batería como prodigios: “Eso no puede ser de esta vida, por el trabajo que genera y las conexiones cerebrales que tenés que desarrollar para lograr toda la coordinación con cuatro años. Algo está pasando. Hay, no sabemos qué, pero no se destruye, se transforma”.
“Raíces aéreas” es un lindo oxímoron. ¿De dónde salió?
De una conversación con una persona muy entendida sobre plantas que me hizo un comentario en relación con algo que dije en un concierto en París: me explicó que hay plantas, como la orquídea y el clavel del aire, que son rizomas, con algunas raíces que van por abajo pero tienen otras que se manejan por el aire. Me pareció una imagen poética divina como para traerla, me sentí muy identificada con la historia de estar yendo de un lado para el otro, viajando todo el tiempo fuera de casa y con la música. Todo ese conglomerado de situaciones era muy resonante con las canciones que se venían. O sea, no perder el concepto fundamental de la vida, de tener raíces en la tierra y cierta flexibilidad o búsqueda a través de las conexiones más flotantes. Eso musicalmente también me representa: la parte ecléctica.
Tu anterior disco de estudio, Cuerpo eléctrico, es de hace seis años. ¿Este proceso de composición fue diferente?
Fue muy distinto. Si bien Cuerpo eléctrico es un álbum cuidado desde el inicio, en cuanto al concepto, porque era más tirado a lo rockero, con un sonido más eléctrico, y busqué composiciones ya desde la distorsión, este tuvo un proceso diferente porque toda la parte creativa advino en el período en el que estábamos encerrados, privados de libertad [por la pandemia de coronavirus]. En ese momento a todos nos pasó de todo, y una de las cosas que pasó es que no se me ocurría mucho nada. Al principio, dije “me tomo unas vacaciones, porque estamos todos tranquilos un rato”, pero las vacaciones fueron eternas, y en ese modo, de dejar como laxo a que aparezcan las canciones, no sucedía. En realidad, lo que hice todo el primer año, estando en Suiza, fue pintar: me armé un tallercito y empecé a pintar y a hacer obras un poco más grandes. Después de esa acción, empezaron a surgir las canciones.
¿Siempre fuiste de pintar?
Sí, desde la adolescencia estuve en esa búsqueda, muy autodidacta, siguiendo las influencias de mi viejo, intentando expresarme también por ahí. Pero lo mío, más que nada, era llevar cuadernos en donde escribir y jugar con la expresión plástica, desde los collages o la parte textil, recreando obras hechas con bordado. Entonces, se traspasa de un área a la otra y después se concentra en las canciones.
¿Qué pintabas?
Están todos allá, hice varias exposiciones. Imágenes muy coloridas, muy fuertes; son como seres, unas mezclas de animal con humano: un ser que se come una flor y el cuerpo es una guitarra. Una composición un poco...
¿Surrealista?
Sí, pero también es muy clara y muy plana, muy colorida. Una de las consignas de toda esa producción, de obras bastante grandes, era que todo el marco era un círculo negro y adentro estaba la explosión del color. O sea, afuera es todo negro, adentro, busquemos la salvación del color. Esa fue la consigna para mí, sin ningún objetivo de nada. Después, hubo momentos en los que te podías mover, no era como en Italia que no podías; entonces, agarraba la bici y me iba a algunos lugares. La inspiración del disco está basada un poco en ese mundo interno de búsqueda de color, en lecturas a las que pude tener mucho tiempo para entrar, más filosóficas, y en la naturaleza, que fue lo que me salvó: los bosques, y de ahí sale “raíces aéreas”.
Si bien en Cuerpo eléctrico había referencias a las aves, como el pajarito en la tapa, acá están mucho más presentes en casi todas las letras del disco.
Sí, se nota su presencia en todo su esplendor, es casi como una oda. Por ejemplo, en “Liviana y breve”, la canción más despojada a nivel sonoro, porque es con percusión, la guitarra aparece a veces y la voz no tiene muchos coros. Es la que conjuga la semilla de este disco, porque la experiencia con esa canción fue, justamente, que fui en bicicleta a un lugar en el que había un árbol solo en una pradera inmensa, con las montañas a lo lejos. Estaba sentada contemplando eso y dos mariposas empezaron a danzar, grabé y empecé a escuchar por dónde iba la rítmica de lo que hacían con el cuerpo, que es muy irregular.
La mariposa siempre parece que está perdida.
Sí y es intensa en su aleteo. Si quisiéramos subdividir para generar una rítmica, sería irregular. Jugando a buscar lo que estaban armando, en principio le asigné el vals, pero después llegó esta música al momento de empezar a trabajarla, y a Cheché [Etchenique] le pareció que ese ternario se podía transformar en otra cosa, lo pasamos a la bulería y quedó espectacular.
En “Las aves saben”, la que abre el disco, cantás “las aves siempre saben dónde ir”. ¿El ser humano, no?
A veces, no, y está bueno observar y seguir estos miniejemplos que nos dan, que son muy grandes en realidad, muy sabios. Me gusta lo colectivo de los pájaros, un mensaje que observo y me conmueve: necesitamos volver a eso un poco más, que antes era natural; realizar actividades en comunidad es lo que nos mantiene en pie como humanidad, pero evidentemente hay un gran sistema que está tratando de que no estemos tanto en comunidad sino cada uno en su chiquita historia. Un cerebro que está aislado es mucho más manejable y controlable. Todo ese período en el que no estuvimos tan activos tuvo un súper pro para quienes nos dedicamos a esto, que es tener todo ese tiempo, sin ningún tipo de condición, para poder observar lo que cada uno quiera. A mí me dio mucha calma, luz y alegría poder observar con tiempo; contemplar lleva tiempo. En Novazzano [Suiza], que es el pueblito en el que estábamos en ese momento, cerca de la frontera con Italia, llegaban las golondrinas: están uno o dos meses y, cuando empieza un poco el frío, giran y como que se avisan: “Che, arrancamos”, se arma la flecha que ves en el cielo y se van. Siempre saben a dónde ir.
Comentaste que durante la pandemia leíste filosofía. ¿Algo en particular que te marcó?
Lecturas de toda índole y básicamente budismo, todo lo que está relacionado con la práctica de esa filosofía, que me resulta muy importante. Te deja todo esto que estamos hablando y construye el presente en pureza. De alguna forma, es la idea de estar pacíficamente, no solamente uno con su propio corazón sino con el colectivo, intentar eso. Lo que el budismo quiere transmitir es que haya paz, cultura y humanidad en la humanidad; me parece que hace falta mucho de eso. Son lecturas que abren el corazón para ese lugar, que activan tener un estado vital alto, el coraje y la concentración. La meditación provoca un montón de beneficios. Es una herramienta que activa a la música, porque está muy relacionada con la concentración y en todo proceso creativo es fundamental tener herramientas para enfocar. La distracción no lo logra; de hecho, acá estamos en un ámbito y yo estoy como buscando, recién ahora capaz que logré entrar en el centro de una conversación, que si la tenemos en un bosque es diferente, porque acá está llena de interferencias.
¿Qué diferencia ves entre lo tano y suizo que traés de tu infancia y lo uruguayo?
Hay mucha cosa entretejida adentro, porque el árbol genealógico viene de ahí, con mucha potencia y muchas vivencias. Mi familia del lado paterno ―bisabuelos, abuelo y padre― nació en una montaña, un grupo campesino que trabajó la tierra, las uvas para hacer vino y también la artesanía: hacían sus propias cosas. Mi abuelo paterno llegó a Uruguay en período de guerra, se empezó a buscar la vida y trabajó como escultor en el taller de [José] Belloni. Eso lo siento ancestralmente en mi persona cuando cocino o estoy con las cuestiones de la tierra. Siento que todo eso forma parte de mi existencia como un legado; no lo busqué, llegó. Entonces, tengo una estructura ligada a esta cuestión meditativa del tiempo lento, no voy muy rápido; si me tengo que adaptar a eso, lo sufro un poco. Por otro lado, me adapté, porque en 1981 llegué a Montevideo, había una dictadura y fui al liceo 8, que no tiene nada que ver, entonces, se generó una doble existencia que terminó mezclándose como estas raíces aéreas, un territorio con el otro, y me resulta difícil explicar exactamente en qué.
¿El chocolate suizo es un mito o es el mejor?
Es el mejor del planeta y lo sabés. El secreto será que lo hacen siempre igual y tienen unas praderas increíbles, con animales muy cuidados y todo lo hacen como los relojes, súper perfectos. Yo hice la escuela allá, evidentemente hay un sector en el que todo es muy preciso y muy ordenado, y después está el otro sector, más sudamericano y uruguayo, que distiende, que hace más laxo y desordena un poco ese orden. Entonces, voy de un modo a otro. Para lo creativo me rinde, necesitás el desorden: hay momentos en los que tenés que tirar todo para todos lados, no podés tener todo ordenadito porque no sale nada. Pero en el desorden total tampoco se puede, entonces, cuando hay que ordenar, se ordena.
Me parece interesante que hayas compuesto el disco en plena pandemia pero que no te haya pasado como a otros músicos, que armaron canciones con referencias directas a lo gris, lo oscuro, el encierro y todo eso, sino lo contrario.
Hay calidez, hay nostalgia y también hay alegría. Es una devolución que me dieron la otra noche en un concierto en Piriápolis. Son tres palabras que me gustaron.
¿Sos nostálgica?
Sí, los uruguayos que venimos de los barcos traemos un árbol nostálgico. Es lindo también, porque la nostalgia es una palabra que tiene algo nutritivo, la siento así, no es “estoy triste porque tal cosa”. Es como dice la escritora Amélie Nothomb, que es hija de diplomáticos, entonces, iba cambiando de lugar, me encanta lo que escribe y tiene un libro que se llama La nostalgia feliz[2013]. Se parece un poco a esto, un recuerdo que te dejó un montón de cosas positivas. Eso aplica al presente y genera un respeto por lo que pasó para de ahí extraer todo lo que tiene energía positiva.
¿Pero la nostalgia no implica que el presente no es tan bueno? ¿O no necesariamente?
Pueden convivir las dos cosas. Yo siento al presente siempre como una causa-efecto; este momento es una causa y genera un efecto. Las canciones cuidan eso también, van a polinizar otros sectores, a flotar por el aire, y está bueno que lleven esas ideas, de reflexionar, contemplar, tomarse el tiempo y anclar en el presente, y la de que estamos de paso. Muchas veces, estamos tan activos para rellenar todo el tiempo con 80.000 cosas que nos olvidamos de eso tan simple, que nos vamos a morir. Si lo sabés continuamente, decís: “Este día es muy importante”.
¿Le tenés miedo a la muerte?
No, me parece que no está, no existe. Quizás me coloqué, muy claramente, después de varias pérdidas, en el lugar en donde nos vamos todos. Nada es para siempre y creo en la reencarnación.
¿En qué te gustaría reencarnar?
No tengo idea, porque la energía va a ir para donde quiera. El espíritu puede reencarnarse en una canción o fraccionarse en distintos lugares.
Pensé que ibas a decir en un pájaro.
Sería lindo, ¿por qué no?
Rossana Taddei presenta Raíces aéreas el jueves a las 21.00 en Magnolio Sala (Pablo de María y San Salvador), con entradas por Redtickets a $ 800.