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Urbano Moraes.

Foto: Camilo dos Santos

Urbano Moraes: “De no ser músico me hubiera gustado ser pintor”

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Con un concierto de su sexteto, el cantante y bajista celebra los 75 este martes.

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Su sensibilidad beatle y su poesía alucinada se conservan como patrimonio de una época abruptamente detenida, en lo más original del disco Musicasión 4 ½, reeditado en 2022 con material inédito. Su vida es una película todavía no del todo conocida, guardada bajo una pila de fotos que se fueron acumulando desde que Eduardo Mateo lo llamó para sumarse a El Kinto.

Su voz se destaca en el coro de “Parece” en Siempre son las cuatro, de Jaime Roos; su bajo brilla pesadamente en La cosa se pone negra, grabado en vivo en el estadio porteño de Obras Sanitarias en abril de 1983 y especialmente recomendado, entre sus muchas aventuras junto a Ruben Rada en su etapa porteña y en su regreso a Uruguay.

Después están los discos en los que acompañó a Hugo Fattoruso y Mariana Ingold, sus colaboraciones con Mateo (toca el bajo en “Nombre de bienes”, incluida en Cuerpo y alma), Jorginho Gularte (canta a dúo “Mi sangre está alborotá” en Almazen), Ricardo Nolé, Liliana Herrero y Pippo Spera, entre otros, y sus trabajos como solista, grabados, sin excepción, junto a un dream team de músicos locales.

Ahora, a punto de cumplir 75 años, Urbano Moraes prepara un concierto con los nervios del comienzo de una carrera artística y con una banda muy parecida a la de siempre.

El teléfono se enciende sobre un piano en la sala de ensayo. “¡Es Nelson, que viene con los equipos en la camioneta!”, dice Urbano. Se refiere a Nelson Cedrés, el baterista. Urbano sale a ayudarlo. Ya puso su alarma electrónica para que esta entrevista termine según lo previsto.

El tecladista Gustavo Montemurro saluda con educada reserva, luego llegan Nicolás y Martín Ibarburu y el guitarrista Nicolás Mora, en reemplazo momentáneo de Palito Elissalde, aquejado de una fiebre y más tarde anunciado como titular para el martes.

El primer bajo de Urbano fue un Black Diamond, y no tuvo muchos otros. “Este es parte de mi vida, lo cuido mucho”, dice sobre un Fender Jazz Bass color mostaza que cumple cuatro décadas a su lado. “El brazo está tan gastado que me cuesta mucho tocar con otro bajo: con este toco sin pensar. Me das uno nuevo y ya me complicás”, asegura.

Acostumbrado a las penitencias en la escuela y a la ausencia de su padre, se crio en una casa grande del barrio Pocitos donde su madre trabajaba como empleada doméstica. Así, Chocho y Caio Vila, bateristas de Los Delfines y de Los Shakers, respectivamente, se convirtieron en sus hermanos. Entre sus vecinos estaban Manolo Guardia y Federico García Vigil. Con The Knacks, su grupo musical de fiebre beatle, actuó en el teatro Solís en el primer evento eléctrico del solemne recinto.

Hace diez años que vive en Villa Serrana, aunque viene todos los lunes a Montevideo para dar clases en el Conservatorio Sur de la calle José Enrique Rodó. Antes de su cumpleaños, conversó con la diaria.

El año pasado te vi compartir escenario con Juana Molina. En un momento ella empezó a improvisar algo muy loco. A lo largo de tu carrera has acompañado a grandes músicos en esos viajes. ¿De qué hay que darse cuenta para entrar en la sintonía de cada uno en el momento justo?

Yo empecé en la música por la barra de mi hermano Caio, que tenía seis años más que yo. En el fondo de mi casa había un taller de motos y autos que se terminó convirtiendo en el Establecimiento Industrial Los Inútiles, por donde desfilaban un montón de músicos. Había zapadas que duraban toda la noche. Ahí me empecé a enamorar de la música, me mostraban que era algo ligado a sus vidas, al compañerismo. Disfrutaban mucho de lo que hacían y por eso tocaban mucho. Comían juntos, se emborrachaban, se apreciaban.

Caio, además, me llevaba a las boîtes donde se tocaba, más que nada, estándares de jazz y bossa nova. Después arranqué con Los Knacks y al año entré a El Kinto. Esa fue una experiencia zarpada. Mateo estaba todo el tiempo en el presente, probando, improvisando nuevas cosas.

De todas formas, me sigue pareciendo algo muy difícil entrar en sintonía con otro músico.

Para mí no es difícil porque es lo lógico, es lo que tiene que ser. La música es conexión, amor, compañerismo, amistad. Son cosas que trabajo bastante en las clases que doy, es mi misión. No hablo de armonías ni nada de eso; yo no estudié música, toco de oído. También es una forma de ver la vida. Hay gente que no tiene la amistad como algo primordial o que piensa en la música sólo como un trabajo o como un medio para hacerse famoso o para mostrarse como buen ejecutante.

Yo todavía no sé qué es la música. Va a seguir siendo mi gran búsqueda hasta el día en que me muera. Yo la comparo con el amor. No tiene explicación. Es algo mágico que está ahí arriba.

Pero cuando pasa...

Igual que el amor. Cuando uno está enamorado es maravilloso. Son cosas de una fortaleza y una fragilidad increíbles. Podés experimentar un estado alucinante, de golpe se va y no lo agarrás más. Desaparece en cualquier momento.

Me imagino que los magos de la música, como Hugo Fattoruso, están conectados siempre con la música, son parte de ese fenómeno. Es como que tienen un cable midi de conexión directa. El resto, como yo, amamos la música, tratamos de entender de qué se trata y hasta ahí.

Son diferentes al resto de los mortales.

Yo creo que sí. Hay quien dice que estudiando se llega a todo. Me parece que son cosas diferentes. Ojo, estudiar es fundamental. El Hugo es un tipo muy estudioso, Osvaldo [Fattoruso] también lo fue –se levantaba todos los días a las siete de la mañana a estudiar–, pero para mí ellos ya traen otra cosa. Es como que algo o alguien señala a ciertos individuos en el mundo y así sale un Miles Davis, un Wayne Shorter, un Jaco Pastorius, o un Salvador Dalí en la pintura. Genios del arte y de la vida.

A propósito, ¿tu tema “Brueghel” está inspirado en el pintor holandés?

Claro. Yo estaba viviendo en España tocando con la banda Imán, Califato Independiente. Vivíamos en una comunidad, en las afueras de Cádiz. Yo me había alquilado una casita pegada a la de mis compañeros. Estaba con mi pareja y mi hijo chiquito, que nació allá. El lugar era como un bosque y me recordaba a un cuadro de Brueghel que es una especie de fiesta en la que hay gente bailando. Ese tema lo compuse ahí. Intenté hacerlo con los Imanes, pero me era muy difícil explicar lo que yo sentía. Cuando volví a Uruguay lo empecé a tocar en vivo con los músicos de acá.

¿Te gusta la pintura?

Me encanta. De hecho, el martes, para mi cumpleaños, armaron un escenario que está bárbaro, parece un teatro, pero es todo negro. Yo para tocar preciso más colores, así que dije: “Tengo que hacer algo acá”, y me puse a hacer círculos de colores, como esos que hacía [Vasili] Kandinski, que podés encontrar en algunas escuelas y que siempre me gustaron. Agarré unas bandejas de prepizzas y me puse a pintar, y después empecé a cortar cartón y me enrosqué. Ya hice como 40.

Cuando viví en España lo primero que hice fue ir al Museo Nacional del Prado. Me pasé el día ahí adentro. Me moría viendo los originales. En Cataluña fui al museo y la casa de Dalí; en Barcelona fui al museo donde están los auténticos de [Pablo] Picasso.

La pintura me parece algo alucinante. Tengo algunos cuadros hechos, pero no se los muestro a nadie. De no ser músico, me hubiera gustado ser pintor. Además, siento que hay una conexión entre la pintura y la música.

Martín Ibarburu, Nicolás Ibarburu, Nicolás Mora, Nelson Cedrés, Urbano Moraes y Gustavo Montemurro.

Foto: Camilo dos Santos

Escuchando tus discos solistas, se aprecia una intención de ir hacia lo abstracto.

Los temas que yo he grabado vienen de momentos en los que me bajó una música. Por eso tengo muy pocos discos; compongo cuando me pasa algo, nada más. El asunto es que esas cosas que a uno cada tanto le bajan es muy difícil plasmarlas con instrumentos musicales, te diría que es imposible.

Para mi cumpleaños 50 iba a hacer un concierto con la Filarmónica de Montevideo y después lo suspendí. Fui a hablar con Federico García Vigil, a quien conozco de chico, y me dijo: “Olvidate que vas a escuchar lo que te estás imaginando”. Y es totalmente lógico. Lo que uno tiene en la cabeza puede ser de una belleza increíble, pero ahí no aparecen todas las dificultades o imperfecciones propias de la ejecución humana.

Cuando armé mi primer proyecto como solista, con el Pato Rovés [en guitarra] y Luis Sosa, el baterista de El Kinto, estuvimos dos años ensayando casi todos los días y no tocamos en ningún lado. No me interesaba. Todo el mundo me decía: “Bo, ¿por qué no tocan?”. Yo había empezado a componer mis propios temas y lo que me interesaba era tratar de hacer sonar esas músicas que yo sentía.

En esa época estaba como loco, compuse una cantidad de cosas que nunca grabé.

Después, con el tiempo fui entendiendo, sobre todo con Federico [García Vigil], que muchos estuvimos muy abocados a la perfección como si a la música le importara. La música es una emoción, es otra cosa. Obviamente, escuchás la orquesta de Quincy Jones, con unos arreglos increíbles, y te morís, pero esos genios también hacen cosas simplemente porque las sienten.

De eso quedó algo en el disco Caminar detrás.

Claro, ese disco es una grabación para un programa de televisión, grabado en Sondor en dos canales, hecho todo de apuro. Tuve ese máster guardado pila de años; los músicos que me conocían me insistían en que lo editara, yo no quería, hasta que un día lo saqué y lo junté con otras cosas de un viaje a Búzios que hice con Quique Azambuya. Llegamos a una casa que alquilamos, enchufamos ahí mismo los instrumentos, aunque no me acuerdo cómo lo logramos.

De ahí el tema “Baión”, el que más me gusta.

Eso sí es un divague total, pero bueno…

Tiene varias capas dialogando entre sí.

Lo que pasa con los divagues es la espontaneidad que tienen. Algo que se te ocurrió y no te importa más nada, y eso para mí cada día es más importante.

Muchas veces lo comento a propósito de Musicasión 3 y digo que me da vergüenza. Hice un acordecito cuadrado en una improvisación. No era nada, pero hoy en día rescato la espontaneidad de eso. Me encontré en Sondor solo con un piano; Mateo, que estaba en la cabina, se acordaba de que yo lo había hecho en una musicasión. Me dijo: “Hacé el tema aquel del piano” y me lo tuve que acordar todo de vuelta. Son esas cosas que no ves todos los días y que las veías en Mateo todo el tiempo. También, por eso, no podía tocar con nadie. Después de El Kinto nunca más pudo armar una banda.

Hace poco sacaste un EP con Felipe Fuentes y también tocaste con Mateo Ottonello, dos músicos jóvenes que comienzan a ganarse un nombre en la escena. ¿Cómo viene esta nueva generación? ¿Es mejor que la tuya?

Hay de todo, como siempre. Lo que sí notás es que los guachos cada vez tocan más. Tienen las mismas ganas que nosotros, pero mucha más información. Cuando yo quería sacar los temas de los Beatles tenía que ir al Palacio de la Música a comprar un disco, se me rayaba y tenía que comprar otro, sin un mango. Imaginate que ahora agarrás el teléfono y te dice dónde poner los dedos para hacer un acorde. Siempre tenés al tipo que tiene un swing natural y al que le gusta estudiar. Cuando encontrás a uno que combina las dos cosas, agarrate.

Son otras épocas. La mía es la de los Beatles; al lado de la generación anterior, que venía de tocar músicas muy difíciles, todas las armonías de bossa nova y el jazz de los 50 y los 60, lo nuestro era una pavada: re, sol, fa.

¿Viviste la época de oro del Hot Club?

Yo llegué a ir al sótano de Guayabos y Jackson, con el caño de agua en el medio que pasaba una humedad bárbara. Conocí al Paco Mañosa y a todos los que tocaban ahí. Lo que pasaba era que yo no curtía esa música, no sabía tocarla. Iba por mis hermanos más grandes. Me acuerdo del Pipa Burgueño, tremendo baterista, un loco y un crack; los tipos tenían una colección de vinilos increíble, había muchas zapadas y pasaba de todo ahí abajo. Me encantaba ir, pero era chico yo.

Era un grupo un poco cerrado, ¿no?

El jazz siempre tuvo una cosa elitista. Me acuerdo de una vez que alguien me dijo que no nos iba a ver a nosotros porque él hacía jazz, que era una música libre y que así tenía que ser la música, a lo que yo le respondí: “Está bárbaro, pero veo pila de gente del jazz que se estudia los solos”. ¿Dónde queda la libertad ahí? ¿De qué me estás hablando? Nosotros con El Kinto tocábamos lo que se nos antojaba.

Ya más de grande, llegamos a ir con Mateo al Hot Club, pero siempre lo echaban. No lo querían ahí. Arrancaba tocando jazz en una zapada, pero de repente se iba hacia la música hindú. No lo entendían y no les gustaba.

¿Pensás que tu swing puede tener algo de la rebeldía que tuviste desde chico?

No sé. Cuando empecé a tocar tuve un quiebre muy notorio en mi vida, cambió por completo. Yo me sentía músico desde niño porque estaba siempre rodeado de músicos, pero no tocaba y tenía mis resentimientos de la vida. Y sí, era un rebelde, perdí todos los años de escuela. Cuando empecé a tocar se me abrió otro mundo, apareció otra persona. Es como que se me abrió una ventana –yo sabía que estaba ahí, pero nunca la había podido abrir–, que es la de la belleza de la música. Yo era chiquito y ya cantaba las canciones de Joselito, un español que estaba de moda, y de Marisol, que aparecía en una película de aquel tiempo.

Desde una higuera que había en tu casa.

Claro, hasta el día de hoy me sigo trepando a las higueras. De hecho, lo hice hoy de mañana.

Me llamaban para comer y yo estaba en la higuera cantando. Los músicos grandes me hacían cantar para mostrarles a los otros. Me acuerdo como si fuera hoy de un día en la playa. Manolo Guardia me decía: “Urbano, cantales”. Yo tendría diez años, ponele. Y yo, que los escuchaba, hacía una especie de scat [improvisación vocal] y los tipos se mataban de la risa porque no podían creer que cantara así. Siempre me gustó la música. Tenía una cosa muy interna y una cosa muy externa, que era todo lo que yo veía, pero no lograba unificarlas. Cuando empecé a tocar se me aclaró el panorama.

La única macana de todo eso –y lo lamento hasta el día de hoy– es no haber estudiado música. Tengo un bache ahí que no tiene nada que ver con mi infancia. Me da la impresión de que no estoy capacitado para tocar. Amo la música, pero veo a los demás y se tocan todo, y yo acompaño según lo que siento.

Por eso me gustaba tanto tocar con Mateo: con él era sentir y arrancar para cualquier lado. Ahí yo me siento bárbaro.

Urbano 75. Martes 27 a las 21.00 en Sociedad Urbana Villa Dolores (Alejo Rossell y Ruis 1483). Show del sexteto musical, jam y baile. A las 19.00, proyección de Amigo lindo del alma, una película sobre Eduardo Mateo. Entrada + copa de bienvenida: $ 550 en Redtickets. Reservas al 099 057 459.

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