No sé si algún comentario de esta película dejó de aludir a su carácter de “western danés”. La acción transcurre en las inmensas llanuras de un territorio fronterizo unos pocos siglos atrás y lidia con el enfrentamiento entre un ranchero humilde y un terrateniente inescrupuloso. El propósito civilizador de construcción nacional encarnado por el primero está puesto en oposición al puro oportunismo de poder del segundo, y el desarrollo de la anécdota puede verse como la alternancia entre hondas injusticias y momentos de resistencia gloriosa. Tenemos incluso unos “indios”, que en el caso es el campamento de tatere, es decir, gitanos nórdicos.
La historia, lejanamente inspirada en hechos reales, tiene lugar entre 1755 y 1763 en el Reino de Dinamarca. Ludvig Kahler, veterano capitán del ejército, obtiene permiso para invertir su pensión en cultivar una porción de los incultivables brezales de la Jutlandia, un proyecto muy caro al rey pero en el que nadie más parece creer. Con tenacidad, espíritu de trabajo, imaginación y cuidadosa planificación, Ludvig pretende volver productivas esas llanuras áridas. Hace todo bien, pero lo hostiga Schinkel, el ricachón que tiene pretensiones sobre el territorio, y la cosa termina estallando en violencia.
Más allá de esos ingredientes, no esperen el tono fresco de aventura que supo caracterizar aun a los westerns más ambiciosos. El ritmo moderado, la evitación de una resolución plenamente satisfactoria, la gravedad nórdica, el relieve totalmente llano y los caballos que nunca sobrepasan un trote generan un aire mucho más de drama de época. La película termina más cercana al cine de arte, con sus claroscuros pictóricos, sus palacios, los óleos dieciochescos, las pelucas, los silencios espesos, la música incidental discreta y clasicosa, las caligrafías elegantes a punta de pluma.
Basada en una novela de la prestigiosa Ida Jessen, El bastardo es una coproducción entre la venerable Nordisk (la cuarta productora más antigua del mundo, que protagonizó el primer momento de prestigio y éxito del cine danés, el de August Blom y Carl Dreyer) con la mucho más reciente Zentropa (fundada por Lars von Trier). Se puede decir que una línea muy esparcida y atenuada de cine de acción puede servir de facilitador testosterónico para un sesudo drama nórdico.
Se puede objetar que Schinkel es medio villanesco demás: alcohólico, castiga a su siervo hirviéndolo en agua, tira a la mucama por la ventana, viola a sus empleadas, ni siquiera busca ocultar de las personas cercanas sus pretensiones ilegítimas. Quiere casarse con una bella noble noruega, pero la muchacha lo rechaza, y aunque las convenciones sociales le impiden pasar a mayores con Kahler, queda claro que lo quiere a él. Es un artificio medio barato de la narrativa para erigir a Kahler como héroe: él es el que tiene todas las condiciones personales para ser el verdadero macho alfa, y si no ocupa esa posición en los hechos es porque no tuvo, como Schinkel, el privilegio de heredar una fortuna de su papá.
La textura visual tranquila, de planos clásicamente compuestos, con la cámara estable y encuadres renacentistas, a cada tanto se rompe, en forma no demasiado armoniosa, con algunos énfasis de tipo más hollywoodense: grandes angulares llamativos, contrapicados extremos y amplios movimientos de cámara (por ejemplo, cuando Ann Barbara descubre el cuerpo de su marido muerto, o en la presentación de Schinkel con el oso embalsamado).
Hay aspectos bien interesantes. No se busca construir el heroísmo de Kahler con criterios morales de hoy día. Admiramos su obstinación, su propósito sencillo y constructivo, su posición de David contra Goliath, su habilidad física y su sabiduría de militar experiente. Frente a las desventajas que arrastra desde la cuna (es un hijo bastardo enviado por el padre al ejército), su actitud tiende a lo conformista: “Son las reglas”. No duda en explotar personas con dificultades para que trabajen para él en condiciones laboralmente pésimas, le pega al empleado que omitió capturar a una niña ladrona y luego le pega a la niña misma. Una vez que decidió albergar a la pequeña tatere, la pone a trabajar, y cuando los colonos alemanes le hacen problema por la mala suerte que puede atraer la cercanía de esa “niña diabólica” (es decir, de piel oscura), se resigna a entregarla a un convento para que haga de criada allí, estilo Cenicienta.
Quizá un poco por los límites autoconstruidos por esa especie de coraza que lo aparta de la condición de persona buena, ninguno de los triunfos de Kahler parece llegar a tiempo ni en forma totalmente satisfactoria. El personaje sólo gana con la expresión increíble de Mads Mikkelsen, uno de esos actores a la antigua capaces de hacer estallar la pantalla con su mera presencia, y evocar emociones complejas e intensas tras unas mínimas inflexiones de la musculatura facial (que condicen con la prudente contención, dureza y firmeza del personaje).
Cambio de carril
No leí la novela de Jessen, que es relativamente reciente (2020), pero la historia, al menos tal como se volcó en esta adaptación, logra introducir algunos importantes tópicos feministas. Por un lado, el showdown lo va a operar, por sí sola, una mujer, y no el héroe masculino. Más importante y curioso es el hecho de que el eje de la película cambia de carril.
Pasamos casi todo el metraje apegados a un personaje que tiene ciertos objetivos muy firmes y loables y que lucha con tenacidad por alcanzarlos, enfrentándose a un villano repugnante, y de pronto nos vamos dando cuenta de que lo que él fue aprendiendo es que esos valores asociados a la masculinidad –el triunfo económico y social, la conquista del territorio, la disputa por el predominio ante otros varones poderosos– importan menos que la fidelidad de los prójimos, las felicidades domésticas, las distintas formas del amor. Nos pasamos toda la película efectivamente distraídos por la línea “western”, pero se va colando por los costados, en forma cada vez más contundente, la moraleja de que las verdaderas gracias de la vida pasan por otro lado. Es todo un triunfo cuando vemos la primera hojita de papa, pero lo que más nos queda en la memoria es la sonrisa preciosa de la pequeña Anmai Mus cuando la descubre.
El bastardo (Bastarden), dirigida por Nikolaj Arcel. Basada en novela de Ida Jessen. 127 minutos. Dinamarca / Alemania / Suecia, 2023. En salas de Cinemateca y Alfabeta.