“El universo es el almuerzo gratuito definitivo”, escribió Stephen Hawking en Breves respuestas a las grandes preguntas, su último libro de divulgación científica. Eso no parece algo tan malo, después de todo. Un almuerzo gratis y definitivo (¿será un problema de traducción?). Me lo pregunto un mediodía cualquiera mientras hago los mandados, las compras necesarias.
Llego a un pequeño almacén en esquina y me detengo a mirar la oferta de frutas y verduras que hay en dos o tres cajones colocados afuera. El empleado del local sale y reacomoda las naranjas y las paltas porque hacerlo es parte de su trabajo. Alguien se lo dijo el primer día y ahora él lo hace con excesivo cuidado. Estoy tentada a agacharme un poco, acercarme a su cara y explicarle lo del almuerzo gratuito y definitivo, esa idea loca del universo, esa desatinada idea de regalarnos algo. Y decirle también lo que el propio Hawking señaló al afirmarlo, que estaba yendo en contra del postulado que había aprendido de niño en época de austeridad, durante la posguerra: “Nunca se obtiene algo a cambio de nada”.
“Nada es gratis”, repito, mirando al empleado. Pero él ya lo sabe. Lo ha vivido en carne propia. Lo vive cada día de su vida. Nada se obtiene si no es perdiendo algo. Es así el intercambio. Y a veces es justo, y la mayoría de las veces no. La mayoría de las veces es un salto al vacío. Pero qué podemos exigirle a la vida si es que nos fue dada de manera gratuita, a cambio de nada (y siguiendo esa lógica: qué podríamos hacer con el mundo, más que usarlo hasta agotarlo).
Hawking utilizaba una imagen más para explicar el origen del universo: la analogía de la colina. Para construir una colina en un terreno plano, es necesario hacer un pozo y utilizar la tierra sobrante para hacer la colina. Hawking señala que “el lado positivo de las cosas, la masa y la energía que vemos hoy, es como la colina. El hoyo correspondiente, o el lado negativo de las cosas, se extiende por el conjunto del espacio”.
Sólo eso. Un simple pozo y una simple colina; nada más.
Quisiera no pensar más en Hawking, hacer mi compra, mi elección atinada, y seguir mi rumbo. No pensar en el empleado y su justo o injusto intercambio, ni repasar teorías racionales y sensatas sobre el origen del universo. Me apuro a concluir mis movimientos de supervivencia, camino dando pequeños saltos, como si pudiera elevarme un poco del suelo; miro alrededor, los inocentes árboles.
“Si uno pudiera ser piel roja”, suena como una música que llega para salvarme. Si uno pudiera “vivir siempre alerta, cabalgando a todo galope a través del viento y los obstáculos sobre un caballo inalcanzable, saltando sobre la tierra percutida por los cascos, hasta arrojar las espuelas porque ya para nada se necesitan las espuelas, hasta arrojar las riendas porque ya no se necesitan las riendas, bastaría advertir que lo que se tiene por delante es un campo raso, para que desaparecieran las crines y la cabeza del caballo”.
(“El caballo de hierro cruza ahora sin miedo/ desiertos abrasados de silencio”, agregaría Leopoldo María Panero, en su versión personal, esa en la que el título del texto de Kafka, “Deseo de ser piel roja”, se vuelve leitmotiv.)
Solo quedan esas palabras allí, dichas como quien canta o se queja, como quien ríe o maldice, soportando ese devaneo sutil, pero con alegría (con ese tipo de alegría), si es que todo nos fue dado a cambio de nada.