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Ilustración: Ramiro Alonso

La lenta revelación de lo deseado

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Crónica de un retorno en dos tiempos.

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Colonia de vacaciones: la niñez desbocaba a sus anchas. Algo en esos niños parecía recrear una escena del libro de Donoso. Una autonomía recién descubierta, un goce en esos gestos a largo tiempo de ser adultos, pero ya en ellos, como un otro ser que les crece por entre los huesos breves y la piel acolchonada. Los cuidaban un par de adultos, pero que no estaban ahí del todo. Sombreros azules, el único uniforme. Buscaban cosas en las mochilas. Chillaban metálico. Corrían por un patio pleno de piernas torpes, deseosas de velocidad y de roces. Cuchicheaban, condenaban, reían de boca demasiado abierta y sonrisas agujereadas. Dejé a mi hijo entre sus semejantes y hui de aquel patio. Cuando subí a la bicicleta, todavía sentía la ajenidad y un hueco en el estómago. A la noche, soñé que él ya era adolescente, de la nada.

***

“Volta e meia”, como dicen en portugués, recuerdo la vuelta a Australia. Fue a fines de diciembre. Volamos primero de Montevideo a Santiago de Chile. Después viajaríamos en línea recta hacia el océano, le avisé al niño de la familia. Pero no. Al rato de salir, seguíamos sobre trozos de tierra firme. Observé: sobrevolábamos el lago General Carrera, amplio y turquesa que daba gusto. La Patagonia polvorienta lo rodeaba, como si fuera a beberlo entero. El avión seguiría bajando paralelo a la cordillera, anunciaba en ese momento el capitán, para recién entonces sobrevolar el Polo Sur y luego, tras muchas horas, subir hacia la isla continente. La tierra anaranjada. En el momento del anuncio me volvió una foto en la que, con mi hermano y nuestro padre, sonreímos junto a una carpa en las márgenes de aquel lago. Era enero de 1992. La preadolescencia erupcionaba, como también lo había hecho el volcán Hudson hacía pocos meses. Sobre el paisaje reinaba una gruesa capa de ceniza que todo lo sepultaba. No se veían los alambrados de aquellos campos infinitos. Tampoco las ovejas, que habían muerto en masa, explicaban los adultos.

***

Ayer una amiga me dijo que volver es también retornar a nuestras almohadas, nuestros cajones, nuestras ventanas y sus vistas, nuestras canillas y sus modos de regularlas. Por la ventana, un olivo cargado. La ducha rota, hasta nuevo aviso. Una bañera rosada con azulejos negros se erige como alternativa. Sus canillas gotean durante la noche, imposible cerrarlas. Al volver, recuperé objetos que creía perdidos. Estaban en el cajón del escritorio. Un llavero con la inscripción del apellido de mi abuelo. El pase del cine. Libros pendientes. Sin querer, enero se fue en textos cuyas tapas eran azules o anaranjadas, tan a tono con el entorno. The Songlines, de Bruce Chatwin. Bluets, de Maggie Nelson (olvidable), y Theory and Practice, de Michelle de Kretser, sobre una joven, ella quizás, en el Melbourne de los 80. En cierto pasaje, es el cumpleaños de la novia de su amante, quien debe pedir un deseo (hermoso tratado sobre los celos, por cierto). Desde el futuro, la narradora escribe: “Muchos años tuvieron que pasar para que me diera cuenta de que la vida no consiste en que los deseos se hagan realidad, sino en la lenta revelación de lo que realmente deseamos”.

***

Abajo, la esquina sur del continente se desgranaba en islas y canales. El avión seguía ronroneando rumbo al futuro. Como quien no quiere la cosa, pronto empezamos a volar sobre el campo de hielo patagónico sur. “Campos de hielo”, qué linda manera de nombrar esa masa monstruosa de agua congelada. Este en particular vomita casi 50 glaciares. Lenguas gélidas. Lagos y mar las reciben. Miré, desde el aire, el hielo blanco-azulado, la textura casi de espuma de la acumulación inmemorial del mundo en el centro y las manchas negras de barro en el desplome de los bordes. Creí reconocer el glaciar Perito Moreno y las Torres del Paine. Coincidencias asombrosas entre recuerdo y mapa aéreo desde la ventanilla. Demasiados datos. En ese momento, miraba fascinada aquello que había sido un viaje en auto y que, ahora, más de 30 años después y desde una altura que no era distancia emocional en absoluto, se transformaba en la imagen de Sudamérica, en retirada. Y del futuro, claro, futuro… No sorprendió, pues, que en poco rato aparecieran los icebergs, flotando plenos en los desgarros.

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