A pesar de ser una “narrativa” –término muy de moda para suavizar el más pertinente “persuasión coercitiva”– cómoda porque nos sumerge en un estado de aprensión paralizante que permite que el supercapitalismo haga más aceitadamente lo que quiere, siempre es aconsejable redimensionar el grito milenarista, a su vez parte de la estrategia: ¿para qué moverse para contrastar algo con un grand finale tan previsible y previsto y, sobre todo, tan final?
De todas maneras, resulta igualmente imperioso ver cómo estos tiempos de cambios radicales que vivimos están minando el terreno del arte que es, justamente, la arena simbólica donde muchas de las ideologías en juego toman sus formas y colores. En años de conflictos tensísimos, el arte, ya sea el contemporáneo que se vive y nos define (guste o no al público), el que se preserva (como ejemplo modelizante) y el que se vende (con un mercado también centro de cismas y reajustes), está lejos de jugar un rol pasivo.
Make Art Great Again
La implacable administración Trump está atentísima a lo que pasa en museos, galerías y centros culturales. El cliché del ricachón grosero que rellena sus propiedades de cualquier cachivache kitsch, por una vez, funciona a la perfección: entre réplicas de Renoir colgando en su avión presidencial y la mueblería y mampostería rococó posmoderna que ¿adorna? sus edificios, Trump está lejos de ser un connaisseur, pero sí entiende la fuerza de las imágenes y de las ideas canalizadas por la producción artística. Es suficiente ver el retrato oficial que recientemente eligió para ser colgado en la Casa Blanca: una foto un poco sombría, que no quiere parecerse demasiado al mugshot de su detención de 2023 –como sí el anterior retrato exhibido en enero– y que, sin embargo, en su médula, sigue representando la idea de sí que más le gusta: la de tipo duro y desafiante.
Al conocer bien el impacto que los productos artísticos pueden tener sobre la población, vale decir, en el mejor de los casos despertar un poco las conciencias, en los primeros días de su mandato Donald Trump cortó brutalmente, con el apoyo de su “ex” bestfriendforever Elon Musk, el presupuesto del Fondo Nacional para las Humanidades, implementando una reducción de personal de más del 70%, y también maniobró su motosierra de memoria mileiana para mutilar fondos destinados al Instituto de Servicios de Museos y Bibliotecas.
Asimismo, emprendió una batalla campal contra lo que identifica, como buen supremacista blanco, como funesto, vale decir, la cultura woke (demostrando una vez más cómo los débiles que no pueden aguantar nada dialécticamente y simplemente censuran o reprimen con la fuerza son ellos y no los “liberales”). En una movida tan autoritaria y arbitraria que Adrian Horton, de The Guardian, no titubeó en comparar con las políticas culturales del Tercer Reich, Trump se autonombró director del John F Kennedy Center for the Performing Arts de Washington DC. Según su declaración “oficial” en los socials, lo hizo para “los dragshows u otra propaganda antiestadounidense”.
En esta misma cruzada se pueden contar la demolición de un mural “reparador” dedicado a George Floyd en la capital, para aplastar simbólicamente el movimiento Black Lives Matter, y un bloqueo de fondos para que el Museo de Arte de las Américas no llevara a cabo dos exposiciones dedicadas, respectivamente, a artistas negros de todo el continente americano y artistas queer canadienses; además de varios roces con el Smithsonian Institute, que, empezados meses atrás y centrados en la “ideología divisiva y centrada en la raza” que promovería la antigua institución, siguen hasta el día de hoy e incluyen la muy reciente renuncia “obligada” de Kim Sajet, director de la smithsoniana National Portrait Gallery.
El arma prevalente es claramente el dinero; no podría ser otra, dado el personaje. Retenerlo o apretar/suspender fondos para hundir todo lo que no es Trump-normativo, tal como pasa con Harvard y otras universidades. Pero hay también una escalofriante faceta propositiva. Por un lado, el multimillonario retomó algo que había empezado con su primera administración, una especie de regulación arquitectónica para los edificios federales, que “deben ser visualmente identificables como edificios cívicos y respetar el patrimonio arquitectónico regional, tradicional y clásico para elevar y embellecer los espacios públicos y ennoblecer a Estados Unidos”. Vale decir, imponer un neoclásico que prohíbe cualquier tentativa de acercarse a todo lo que pasó en arquitectura después del siglo XIX. Por el otro, la construcción de un aberrante Jardín Nacional de Héroes Americanos para albergar 250 estatuas de figuras sobresalientes en la historia del país (con notorias discriminaciones y un elevado grado de aleatoriedad) sigue siendo sólo un proyecto, por suerte, pese a haber sido concebido ya en 2020.
Obviamente, todo esto podría parecer un problema interno del país, pero al tratarse de Estados Unidos, cada decisión, especialmente las económicas, tiene repercusiones globales. Por ejemplo, la desaparición de becas abiertas a extranjeros, la interrupción del flujo migratorio de artistas, la suspensión de compras de arte de “países emergentes” (y no tanto) por parte de coleccionistas estadounidenses, espantados por los nuevos aranceles (todavía no fijados para los objetos de arte, pero que amenazan llegar al 25% o más). Esto, sin contar el desprecio por cualquier forma artística que lo cuestione, o cuestione su visión de una “América” (por ende, un mundo) a medida de millonarios, y que se ha vuelto moneda corriente entre los nuevos autócratas derechistas. Hace poco Javier Milei vetó una exposición colectiva de arte argentina a punto de abrir en la embajada de su país en China, porque en ella participaba Verónica Gómez, culpable de haber pintado dos cuadros, el año pasado, en los que ridiculizaba la figura del mandatario ultraliberal.
Monumento al duque Richelieu, Odesa.
Artecidio
Frente al diluvio de noticias aterradoras que llegan diariamente desde Gaza acerca de las atrocidades perpetradas por el ejército israelí contra la población civil, bajo el silencio o la hamlética aflicción de gobiernos que se fingen preocupados y no hacen nada (incluido el uruguayo), hablar de arte podría parecer trivial. Y tal vez lo sea frente a la pérdida de vidas humanas o traumas irreparables que sufren los palestinos si no fuera porque la destrucción del patrimonio artístico y cultural de un pueblo forma parte de aquel paquete de acciones que cada vez más instituciones y personas califican, justamente, como genocidio (hasta el ex primer ministro israelí Ehud Olmert la calificó hace poco como “una guerra de devastación: matanza indiscriminada, ilimitada, cruel y criminal de civiles”).
Desde el 7 de octubre de 2023, Israel ha bombardeado o dañado alrededor de 200 sitios arqueológicos y de interés cultural de la región, de los 316 existentes, reduciéndolos a polvo o perjudicando gravemente su estado de conservación. Entre ellos, el puerto de Antedón, que ya había sufrido daños en 2013 por su uso para entrenamiento de Hamas. Israel devastó toda su área, cuyas estratificaciones griegas y romanas se apoyaban sobre capas del 800 a. C., cancelando para siempre un sitio que formaba parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Muchos otros, por ejemplo, Tell al-Sakan (3300-2300 a. C.), la primera colonia egipcia del Levante, y Tell al-Ajjul (2000-1500 a. C.), una de las ciudades antiguas más importantes del Levante meridional, han sufrido ingentes o irremediables daños, por lo que se puede ver del satélite.
Asimismo, entre los 50 millones de toneladas de escombros producidas por la demolición total o parcial de más del 90% de las unidades residenciales y de otros tipos de edificios en Gaza, están los de perlas artísticas como la Gran Mezquita Omari, que hospedaba la más importante colección de libros antiguos de Palestina y cuyas paredes y minarete se derrumbaron por completo, o la Iglesia Bizantina de Jabalia, totalmente destrozada (aunque, aparentemente, quedan intactos los maravillosos mosaicos de su piso). También decenas de bibliotecas y museos han sido blanco de bombas, fuego y excavadoras. Cito sólo algunos de los que fueron completamente destruidos: la biblioteca de la Universidad Islámica de Gaza, la biblioteca de la Universidad de Al-Israa y el contiguo Museo Nacional, la biblioteca y editorial Al-Kalima, el museo Ibrahim Abu Sha’ar Heritage Diwan, el museo de Rafah.
No obstante este panorama calamitoso, las autoridades palestinas y muchos arqueólogos están tratando de recaudar fondos para empezar una suerte de restauración de lo que queda en pie. Otra forma de resistencia es la de los artistas visuales vivos (entre los fallecidos en los ataques se puede nombrar a Mahasen Al-Khateeb, Heba Zaqout y Mohammed Sami Qariqa): hace un año, 60 artistas palestinos –algunos que viven en la Franja, otros en el exterior– fundaron la Bienal de Gaza, que trata de organizar exposiciones en diferentes galerías del mundo para mostrar piezas y sensibilizar sobre las condiciones inhumanas que viven los gazatíes en este atormentado territorio. Hace unos meses se abrió una edición en Londres, mayoritariamente con videos de obras que, por obvias razones, no pueden viajar. La Bienal de Gaza busca espacios internacionales para ser exhibida, así que los museos y galerías uruguayos quedan invitados: estaría muy bien hospedarla.
Quedándonos en la región, el bombardeo israelí sobre Irán, respaldado y coadyuvado por Trump, puso en peligro no sólo a la población, sino también cientos de museos y sitios arqueológicos. De hecho, el Ministerio de Cultura iraní cerró, ya en las primeras horas del ataque, varias instituciones artísticas (entre ellas, el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán, que alberga una de las más notables colecciones de arte occidental fuera de Occidente, además de arte local) y trasladó las piezas más valiosas a lugares seguros.
Monumento de Taras Shevchenko en Járkov.
Foto: S/D autor
Si bien hace pocos días se logró una “tregua”, declarada como fin del conflicto, es evidente –por la extrema fragilidad de este alto el fuego– que la mayoría de los 840 museos del país y las decenas de sitios culturales permanecen expuestos a posibles daños (y estamos hablando de restos de la civilización persa, una de las más refinadas y antiguas del mundo). Y, por supuesto, el peligro de destrucción de sitios culturales israelíes también es potencial y dramáticamente alto, aun con la superior defensa antimisilística del gobierno de Benjamin Netanyahu.
Si bien el frente ruso-ucraniano representa otro tipo de conflicto –ya que lo de Gaza no puede considerarse una guerra, dado que no existe un ejército palestino, y el intercambio de misiles entre Irán e Israel se realizó “a distancia”–, también allí el desastre cultural es abrumador. Según la ONU, desde el principio de la invasión, en el país esteeuropeo resultaron dañados o derribados 485 lugares destacados culturalmente, incluyendo 149 sitios religiosos, 257 edificios de interés histórico-artístico, 34 museos, 33 monumentos, 18 bibliotecas, un archivo y dos sitios arqueológicos (aunque, como es difícil relevar daños en zonas de combate, podrían ser más).
Fotos de monumentos públicos protegidos con bolsas de arena y otros materiales circulan mucho en las redes, pero nada se pudo hacer por otros sitios. Entre los más perjudicados están el museo-biblioteca de Hryhorii Skovoroda, filósofo del siglo XVIII, el museo de la artista ucraniana Maria Prymachenko en el pueblo de Ivankiv, cerca de Kiev, y el Museo de Arte Kuindzhi de Mariúpol (además, obviamente, de una gran cantidad de teatros y bibliotecas).
Empero, más allá de la cultura reducida, literalmente, a cenizas, la otra acción rusa preeminente sobre los bienes artísticos ucranianos es el saqueo sistemático de obras, empezando por el muy querido “oro escita” aparentemente sustraído del museo de Mariúpol (la noticia apareció recién empezada la guerra y no tuvo mucho seguimiento). Se trata de arte y joyas elaboradas con oro por los escitas –civilización nómada que dominó las estepas euroasiáticas entre el siglo IX a. C. y el siglo I d. C.– que una rama de la tradición rusa, que Putin ha revivido, ve como la etnia originaria de su pueblo. Sea como fuere, no hay duda de que muchísimos artefactos han sido desvalijados por el ejército ruso: según The Art Loss Register de Londres, “de las 6.000 piezas ucranianas registradas, el 15% está confirmado como robadas o desaparecidas, mientras que otras siguen en riesgo en territorios ocupados o zonas de guerra activa”. Aquí también es evidente el deseo de anulación identitaria del enemigo.
Hay, por supuesto, muchos más casos, menos mediáticos, pero igualmente desesperantes. Uno por todos: la guerra civil de Sudán, también con varios museos y sitios derribados y una colosal cantidad de arte robado, especialmente del importante Museo Nacional, que cubre todas las épocas de la historia sudanesa, de la Edad de Piedra al Reino de Kush, junto con las presencias egipcias, cristianas e islámicas en la región.
Por razones de espacio y, sobre todo, exceso de amargura, dejemos los conflictos hasta la próxima nota.