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Foto: Camilo dos Santos

Formas de la desolación

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“De ningún modo ceder a la tentación de pensar en el tiempo y en lo que el tiempo hace con las personas y con las cosas”

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Tenía que hacer tiempo y caminé por las bóvedas de la plaza Independencia. Todo estaba cerrado, o parecía cerrado, pero acerqué mi cara, miré hacia adentro de cada local y eso alcanzó. Esos comercios para turistas, pensé, esos comercios fijos en el tiempo, eternos, vendiendo siempre las mismas cosas, objetos feos, inútiles, representativos de nada, como un reflejo de sus propios viajes, quizás, de las motivaciones vacías que llevan a los turistas a viajar.

Después crucé y caminé por una de las galerías que están en 18 de Julio, cerca de la plaza Independencia. Un mundo muerto. Los locales mugrientos, las estampitas, las monedas, las chapitas, las calcomanías, las revistas, las botellas minúsculas, tenías que agacharte y acercarte mucho para poder verlas, todo cubierto por una lenta capa de tiempo.

Una peluquería ubicada en la parte en que el brazo de la galería se curva y cierra un poco tiene un tamaño también minúsculo y, sin embargo, un cartel escrito a mano dice en la puerta: “No entrar más de una persona al local”. ¡Pero si no entra más que uno!, pensé, y me reí con lástima.

Salgo de la galería sintiendo ese pequeño golpe, como una reminiscencia. Mi madre y yo, saliendo de esa misma galería hace más de 40 años, buscando algo en la calle, afuera; quizás, la boca de otra galería idéntica, situada allí, a pocos metros de distancia (esa inquietante réplica). Y si salías por el otro lado, podías sufrir ese débil mareo, o una pequeña descompensación temporo-espacial, como si la ciudad se hubiese dado vuelta y la galería nos escupiera por cualquier parte. Pero si te orientabas con rapidez, nada malo pasaba, tu mente enseguida pensaba en atajos, sendas de regreso a casa, migas de pan dejadas por allí un día.

***

Hace poco leía “La felicidad”, un cuento de Guy de Maupassant –el francés que escribió, entre otras cosas, “Bola de sebo”–, y me detuve en un párrafo en el que el narrador expresa de un modo claro y contundente lo que producen ciertos lugares desolados. El personaje es un viajero que se detiene a comer en un sitio solitario, termina y se sienta ante la puerta del lugar para mirar el triste paisaje, una vista que lo envuelve en una angustia conocida. Se trata de uno de esos momentos en los que “parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte”. 

Pero también están esos otros lugares, espacios o imágenes que, sin saber muy bien por qué, nos llenan de alegría y optimismo. Una cúpula, una fachada, la enredadera color verde claro que avanza por aquel contrafrente, enérgica y próspera, redundante; los pilares de un mármol viejo, sosteniendo el antiguo edificio; las bóvedas imprevistas que nos dan sombra un día de verano.

***

Y después están las casas. Esas casas viejas que son demolidas un día, y tres meses o tres años después siguen allí, mostrando, para el que lo quiera ver, los restos de su mundo interior. Sólo cuando hay dinero e interés el proceso es rápido. Un día vemos una casona maciza, de un gris majestuoso, y poco tiempo después nos enceguece el brillo de la alta fachada vidriada.

Las casas viejas se señalan, se marcan, se tapian, se ocultan detrás de altas empalizadas, y recién después se tiran abajo. Cuando queda el hueco del futuro edificio y parte de la estructura general de la casa, podemos detenernos a mirar. Allí están todavía las paredes viejas, pintadas de distintos colores o con variados empapelados, y las marcas que siempre indican algo: la forma de una antigua chimenea, un mueble encastrado, las canillas, el rectángulo blanco donde antes colgaba un cuadro, las hileras de azulejos celestes indicando que aquello fue una cocina o un baño.

Hay dos estrategias que pueden servirnos para contrarrestar los efectos negativos que sufrimos algunos al contemplar esta forma de la desolación. Una es intentar mirar la casa con una curiosidad tibia, de práctico constructor o imberbe arquitecto. Calcular someramente los espacios, la ubicación de las distintas habitaciones, los probables pasillos, la invisible escalera, el espacio aquel, con una enredadera que permanece todavía adherida a la pared, y que nos hace pensar en un jardín o un patio, ubicado al fondo de la enorme casa.

Y si eso no funciona, nos queda la opción de jugar a mirarlo todo con la frialdad del empresario. No imaginarnos a la familia burguesa de uno o dos siglos atrás, viviendo en esa casa, representando cualquier escena doméstica, repetida y superflua (las personas allí, con sus ideas, sus proyectos, sus sueños). No detenernos a pensar en las vidas de los seres humanos, ni en tratar de determinar qué es bueno para ellos, y qué sería conveniente cuidar y conservar. De ningún modo ceder a la tentación de pensar en el tiempo y en lo que el tiempo hace con las personas y con las cosas.

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