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Ilustración: Ramiro Alonso

Un video de tu vida entera

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La columna de la autora de El infinito en un junco

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Existe un deporte universal que todos practicamos, por perezosos y poco atléticos que seamos: intentar cambiar la forma de ser del prójimo. Empezamos a foguearnos con los padres y alcanzamos nuestras más altas cotas de entrega y dedicación con los hermanos, amigos, pareja e hijos. Lo que no es obstáculo para exigir tercamente que los demás nos quieran tal y como somos. Estas contradicciones tienden a volvernos belicosos y provocar escenas en bucle: modelar el carácter ajeno es una modalidad de alto riesgo.

Aristóteles afirmó que el rasgo más característico del ser humano es la razón. O sea, querer siempre tener razón. Tras años de adiestramiento hogareño, la escritora Shirley Jackson publicó un breve manual de instrucciones titulado “Cómo disfrutar de una discusión familiar”. Todas las familias, escribe, se transforman alguna vez en grupos de pendencieros gritones. Para participar en la batalla conviene aportar una gran indignación. Es importante usar con agilidad un repertorio básico de recursos: la negación e inmediata contraacusación, la caricatura del contrincante, el historial de agravios y las predicciones alarmantes como amenaza. Sólo los padres están autorizados a decir: haz lo que digo, pero no lo que hago. Una vez se han fijado con claridad estas reglas básicas, la discusión familiar fluye con rapidez y sin esfuerzo.

En este tipo de torneos no hay victoria posible, sólo grados de derrota. En algún momento de la refriega inevitablemente la discusión encalla en un acontecimiento pasado sobre el que existen recuerdos opuestos. Ted Chiang ofrece en su libro Exhalación una solución tecnológica a este recurrente problema del buen drama familiar. Remem es una cámara personal que captura un video continuo de tu vida entera, un accesorio que promete ayudarte a pronunciar las palabras más exultantes de nuestro vocabulario: ¿ves que yo tenía razón? “Remem despliega los acontecimientos en la esquina inferior izquierda de tu campo de visión. Si dices: ‘¿Te acuerdas de cuando bailamos la conga en la boda?’, Remem recupera el video y te lo muestra”. Las grabaciones permiten resolver esas discusiones sobre quién había dicho tal o cual cosa, y así demostrar su error a los demás. Sin embargo, disponer de un registro exhaustivo de lo vivido tiene algunos inconvenientes. Al mirarse a través del ojo impasible de la videocámara, el protagonista debe afrontar descubrimientos inquietantes sobre sí mismo. Casi nada sucedió del todo como recordaba, casi siempre se comportó peor de lo que creía. Así comprende que una de las principales tareas de la memoria es elegir qué olvidar, es decir, suavizar la dureza del pasado –como los filtros o los programas de retoque– para permitirnos seguir caminando.

Hubo una vez un escultor llamado Pigmalión obsesionado por crear una estatua con la forma exacta de sus sueños. Al terminar se había enamorado de ella, y rogó a la diosa del amor –en la Antigua Grecia las competencias divinas estaban ya claramente transferidas– encontrar a una mujer idéntica a ese frío bloque de mármol. Afrodita accedió a su súplica dando vida a la piedra. Desde entonces, esta leyenda simboliza el amor posesivo que necesita esculpir el mundo a imagen y semejanza de sus deseos. En las versiones más modernas del mito, desde la adaptación teatral Pygmalion de Bernard Shaw hasta Vértigo de Hitchcock o La piel que habito de Almodóvar, esas historias suelen tener mal fin.

Desde la perspectiva contraria, el filósofo Epicteto creía que somos nosotros quienes debemos adaptar nuestras expectativas a la realidad, porque la pasión transformadora enturbia nuestras relaciones. Afirmaba que no deberíamos malgastar esfuerzos criticando u oponiéndonos al modo de ser de los demás, así nos ahorraremos el monótono dolor de las decepciones evitables. Las personas que nos rodean son lo que son, no lo que deseamos que sean ni lo que parecían ser. Como sabía incluso Pigmalión, que talló sus anhelos en mármol, modelar a los vivos es imposible. Todos queremos cambiar al prójimo para evitar cambiar nosotros: somos inconformistas que no soportan la insumisión.

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