En un rincón de Kazán, sabedor de que ese mismo rincón puede ser el que pisaron Lenin o Tolstoi cuando estudiaban en esta ciudad, hay un argentino que le dice a otro argentino lo que no está seguro de que le pueda confesar a cualquier argentino:
–Cuando salió Mbappé, lo aplaudí.
El argentino es argentino y, como muchos argentinos y a diferencia de muchos argentinos, es dueño de una memoria. En este caso, de una memoria de cancha. Mbappé, ese pibito, metió dos de los cuatro goles con los que Francia despachó 4-3 a la Argentina en la Kazán que hace un montón surcaron Lenin y Tolstoi. Mbappé dejó parados, sentados, en diagonal y desconcertados a los mediocampistas, a los defensores, al arquero y a los hinchas argentinos en una tarde de sol ruso. Mbappé hizo del fútbol una suma de artes, de audacias, de asombros y de eficacias y se le ocurrió juntar todo eso justo frente a la selección argentina.
Mbappé, un crac aunque ni de las actividades ni de los tiempos de Lenin y Tolstoi, condujo al argentino y a miles y miles de argentinos rumbo a la tristeza, a una de las tristezas breves pero intensas que suscita el fútbol.
–Lo aplaudí. Lo aplaudí, pero ni lo pensé.
El argentino que oye al argentino que aplaudió a Mbappé quiere entender pero no entiende. No entiende el aplauso y no entiende que haya sido un aplauso no pensado.
–Ni lo pensé, de verdad. Creo que si era por mí, por mi cabeza, por mi corazón, por lo que sabía que estaban sintiendo mi papá, mis hijos y mis amigos, no lo aplaudía.
–¿Y entonces?
–Fue como si las manos no me preguntaran y decidieran solas.
Después, el argentino que aplaudió a Mbappé le hace una segunda confesión al argentino que le escucha las confesiones: ya cambió el boleto y deja Rusia para regresar a Buenos Aires, a la existencia de todos los días, a las oficinas y al campeonato de cada domingo, a la vida sin Mundial.
Y ahí termina. No se dicen ni confiesan ni se escuchan nada más.
O sea que eso es todo.
Todo: en medio de la tristeza de una derrota, en el instante en el que se afirma la certeza de que una ilusión deja de ser una ilusión, en la hora en la que alguien toca el timbre para avisar que el Mundial de Rusia es pasado y no futuro, en la inminencia de algo que el argentino pretendería suprimir de la historia hay que tener mucha pasión por lo que se tiene pasión, o sea por el fútbol, para corresponderse con lo justo, con lo noble, con lo moral, con lo ideológico y con lo deportivo, y entonces, aplaudir a Mbappé.
Difícil intuir qué pensarían Lenin y Tolstoi, en Kazán o en donde sea, de Mbappé. De ese argentino estarían orgullosos.