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Los jugadores de la selección uruguaya y el trofeo de campeón de la Copa América, junto al público presente en el estadio Centenario, el 23 de julio de 1995.

Foto: David Leah, Mexsport, AFP

Uruguay, el más ganador de América

7 minutos de lectura
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A 25 años de la conquista de la Copa América de 1995: el éxito en todos sus términos, una sensación única e imperecedera.

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La pandemia, la paralización de actividades públicas y el propio ejercicio de la cuarentena obligaron al mundo a hacer uso de una reserva que, aunque sabía que tenía, nunca utilizaba, y sospecho que la despreciaba: rever el pasado próximo.

Los emisores, a falta de acciones nuevas para transmitir, para comentar y hasta para torcer el destino más conveniente, debieron echar mano a acontecimientos que estaban en la esquina de Olvido y General Estoyapasó. Mientras preparábamos las perillas para el día después de la nueva normalidad, la urgencia de contenidos hizo que no repararan en la oportunidad –o tal vez pensaran en la extensión de la emergencia– y, por ejemplo, en Uruguay los canales privados ya en marzo se dispararon a repasar los partidos de la selección en Sudáfrica 2010, siendo que justamente por estos días llegaría una necesaria y hasta gustosa repetición de aquellos eventos diez años después.

Aquella necesidad disparó una revisión del pasado próximo, en muchos casos ejecutada con sentido comercial, pero que asimismo planteó la necesidad oportuna de pensar y analizar procesos y acontecimientos a partir de una mirada analítica del pasado.

Además, y coincidente con la vuelta de la visualización de partidos de fútbol que nos son ajenos –pero nos los imponen en la agenda virtual de nuestras vidas (con y sin cuarentena)–, el éxito sólo medido restrictivamente en triunfos y derrotas símbolos de fracaso absoluto volvió a tener un fraterno encontronazo cuando esta parte del mundo se vio sacudida por el ascenso de un equipo de la B de Inglaterra. El éxito de Marcelo Bielsa, el entrenador de Leeds, ahora en el triunfo, ayer en la derrota, permitió, a través de la filosofía de vida del rosarino, conectar con otras variables que hacen inconmensurable el éxito, aun cuando esté construido de ocasionales derrotas.

Exitorama

Pleno de recuerdos, plagado de epopeyas, muchísimas copas, unos cuantos éxitos y una forja casi imperecedera de fútbol y futbolistas que hace de nuestra sociedad constructora de aquella cultura, el fútbol uruguayo del siglo XX puede ser mensurado, de acuerdo a las exigencias y los cánones del utilitarismo, como un ganador, como un gran ejemplo a seguir.

Sin embargo, esa cantidad de éxitos medidos sólo por triunfos no tenía en buena medida un sostén, un método, un ejercicio y hasta una filosofía de trabajo que permitiesen extender o perpetuar otros éxitos, de los que no salen en las portadas de los noticieros ni son tapas de los diarios, y que los editorialistas y los tertulianos viven ensalzando: el éxito de hacer las cosas bien, generando con eso un ámbito de desarrollo, crecimiento y buenos niveles de competencia extendidos en el tiempo

Para los accionistas de la bolsa de valores que miden sus acciones en triunfos, aquel Uruguay del pasado era un referente del éxito. Pero ¿aquellos uruguayos lo veían así?

Entre el 14 de octubre de 1917, cuando por primera vez se alzó la Copa América en el Parque Pereyra, y el 23 de julio de 1995, en Uruguay, y más precisamente en Montevideo, se jugaron siete torneos continentales, y en todos el ganador tuvo camiseta celeste. Pero hay más: en ninguno de los partidos disputados a lo largo del siglo en el Parque Pereyra, en el Parque Central y en el Centenario Uruguay perdió, por lo que el invicto celeste jugando por la Copa América en nuestro país llega hasta nuestros días.

En el fútbol moderno, tal como lo entendemos ahora, con selecciones que compiten a lo largo de todo el año con futbolistas que juegan lejos de los países que representan, con técnicos que deben ir trabajando a futuro con jóvenes que cuando sean fijos en las selecciones mayores ya estarán en otras canchas del mundo, la filosofía de preparación y competencia determina la necesidad de procesos de trabajo para afrontar los torneos con expectativas de éxito.

El arte de combinar

En Uruguay costó muchísimo esa adaptación. Tanto, que por años se hizo una cuestión si los seleccionados debían ser quienes jugaban acá o los mejores que estuviesen en ligas extranjeras. Lo indiscutible hoy se puso en discusión por los acontecimientos de su génesis, en el Mundial de 1974, cuando varios de los campeones con clubes locales hacía unos años vinieron por primera vez del exterior para formar la selección que no pudo avanzar en Alemania, y que además se vio sorprendida y avasallada por la Holanda del fútbol total de Rinus Michels.

En 1983 Omar Borrás, más allá de lo controversial de sus formas, fue el primero en tomar una idea de proceso de preparación de la selección. Su proceso –siendo el entrenador en el tiempo y no porque viniera una competencia– terminó tras la derrota ante Argentina en México 86, con un dato no menor: la mayoría de los que habían empezado en 1983 estaban en la selección del Mundial tres años después.

La celeste pasó más de un año sin jugar hasta que Óscar Tabárez empezó su primer ciclo en 1988, que le hizo atravesar el Sudamericano de 1989, las Eliminatorias y el Mundial de Italia 90. Otra vez el concepto de éxito sólo determinado por un resultado en la cancha. Perdimos con Italia y empezó la campaña para no renovar con el Maestro y perfilar la figura de Luis Cubilla como entrenador celeste. La etapa de Cubilla, con su enfrentamiento con Paco Casal y, por baranda, con los jugadores a los que representaba –casi toda la selección anterior–, trajo años penosos para la celeste que desembarcaron en su salida en plena Eliminatoria

Pichón de Cristo

Hoy, 23 de julio de 2020, hace 25 años de la final de la última Copa América en Uruguay. Ustedes la recordarán por la fractura de Tabaré Silva, por el golazo de Pablo Bengoechea, por el hombro sacado de Enzo Francescoli, por el penal de Álvaro Gutiérrez, por el gol de campeonato del Manteca Sergio Martínez o simplemente porque para muchas generaciones fue la única oportunidad que han tenido de ver alzar la Copa América frente a la Torre de los Homenajes. Yo también lo recuerdo por eso y por mucho más, porque fue hasta estos días el acontecimiento más maravilloso que pude vivir con la celeste sobre mi pecho. No, yo no jugaba; apenas era el jefe de prensa –el primero y por concurso– de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Aún apreto sobre mi pecho la dorada medalla de los campeones.

Tal vez por eso debo eximirme de valorar o enjuiciar a aquella maravillosa selección de la que me hicieron parte. Pero, sin embargo, no extenderé mi restricción para contarles sobre Héctor Núñez.

El Pichón, que asumió en octubre de 1994 y ganó la Copa Parra del Riego en Lima ante Perú, ya en su segundo partido hizo debutar en España al Chino Álvaro Recoba. Núñez, que había sido un técnico destacado en España, estaba pensando en un plantel que se erigiera sobre las figuras indiscutibles, pero que además incorporara a jóvenes con los que ir amasando el colectivo.

Una idea, un plan, flexibilidad y sensibilidad fueron sus herramientas de arranque, sus argumentos para firmar un contrato por cuatro años con un objetivo: hacer la Copa América el primer gran escalón. “Tenemos necesidades de primer orden ante nuestra rica historia que respetamos y ante nuestra afición que veneramos. Necesitamos imperiosamente consolidar nuestros anhelos y para ello es imprescindible la gran comunión entre todo el mundo deportivo uruguayo”, escribió Pichón en una carta abierta para lograr la comunión de los aficionados.

A la vuelta del último amistoso en el Atilio Paiva Olivera de Rivera, en medio de una parada, dio la noticia de la desafectación de Darío Silva, Osvaldo Canobbio y Marcelo Tejera. Aquel plantel tenía enormes jugadores, pero el hongo atómico de la pelea Cubilla-Casal, que terminó siendo la de la selección de los con hambre contra la de los que estaban afuera y sólo pensaban en la plata, nos había quemado bastante.

Héctor estaba seguro, convencido. Con Fernando Morena y el profesor José Tejera galvanizaron un equipo de dirección que moldeó de manera perfecta al grupo, donde todos tenían su lugar y sus oportunidades. Los médicos Carlos Voituret y Pedro Larroque eran mucho más que doctores, y con esa fuerza, en combinación con los deportistas y demás integrantes de la delegación, la llama quedó encendida. Cada mañana de aquellas tres semanas se sentía en el ambiente esa extraña combinación de sueños, responsabilidad, confianza y respeto.

El plantel estaba compuesto por Fernando Álvez, Gustavo Méndez, Eber Moas, José Herrera, Silva, Edgardo Adinolfi, Diego Martín Dorta, Bengoechea, Guti Gutiérrez, Gustavo Poyet, Daniel Fonseca, Manteca Martínez, Francescoli, Marcelo Otero, Ruben Sosa, Nelson Abeijón, Óscar Aguirregaray, Ruben da Silva, Marcelo Saralegui, Diego López, Óscar Ferro y Claudio Arbiza.

Arrancó ganándole 4-1 a Venezuela, aseguró la clasificación al derrotar en el segundo partido a Paraguay 1-0, y terminó primero en el grupo empatando en un partido histórico por varias circunstancias con México 1-1.

En cuartos de final tocó el partido con los bolivianos, los mundialistas de 1994, el que seguramente debe ser reconocido como el mejor seleccionado boliviano de la historia. Fue triunfo 2-1 y pasaje a las semifinales.

Con Colombia, sin Daniel Fonseca, lesionado en el partido anterior, pero con delanteros de enorme categoría en el plantel, Núñez sorprendió a todos colocando a Edgardo Adinolfi en la mitad de la cancha. Adinolfi, por aquellos días un jovencito lateral izquierdo, se enteró en la charla técnica de que jugaba él. Fue 2-0 el triunfo contra aquella gran selección colombiana.

Les dije que no haría valoraciones críticas de aquellos días, pero me reservo una anécdota de la final porque Héctor Núñez significó muchísimo para muchos de nosotros. Él daba alas otorgándonos voz en acciones impensadas, abriéndose a la discusión, demandando respuestas y pareceres.

El día de la final con Brasil en el Centenario, mientras los futbolistas se aprontaban para el calentamiento, Pichón sacó su habano de cada partido, preguntó cómo iba mi tarea, me agarró del hombro y me llevó hacia afuera de los vestuarios, a una zona alejada y recóndita de la América. Del bolsillo interior de su sobretodo sacó su Zippo grabado con sus iniciales, realizó ese complejo ejercicio de prender un habano, echó el humo y me inquirió:

–¿Y? ¿Qué te parece el equipo?

–Bien, Héctor, bien.

–¡Joder! ¡No me respondas chorradas! Te pregunto para que me contestes lo que piensas, no para agradarme.

–Bien, Héctor. Me gusta el equipo.

Volvió a pitar, aspiró, sopló el humo denso y perfumado, y volvió a agarrarme el hombro para contarme confiado: “Cualquier cosa para el segundo tiempo pongo al Petiso y nos soluciona todo”.

El petiso era Pablo Bengoechea.

Uruguay perdía 1-0 con gol de Tulio, en la misma acción en que Tabaré Silva se quiebra el brazo. Cuando Tabaré ya está en el sanatorio, en el entretiempo, Héctor le dice a Pablo que ahora juega él y que juegue como sabe.

A los cinco minutos del segundo tiempo, una falta de Aldair contra Marujo Otero dejó servido un tiro libre para Bengoechea. También estaba Francescoli, pero le pegaría Pablo Javier, el Petiso, para cumplir el plan de Héctor Núñez. Fue gol, claro que sí.

Después todo se decidiría en los penales y ahí, cuando el Manteca Martínez metió el definitivo, sufrí una conmoción emocional que me enciende cada vez que evoco lo que es ser campeón con la celeste.

¡Uruguay nomá!

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