A Ramiro le gusta el básquetbol, y para aquel que no conoce el básquetbol, lo primero a saber es que jugarlo es un festival sonoro. Se escucha por la televisión en la NBA, se cuela por los micrófonos de la radio en la LUB y habita en cada plaza pública donde haya jugadores alrededor de un tablero. Si cierro los ojos, imagino escenarios y cada uno de ellos tiene sonidos distintivos. El rechinar de la goma de los championes en una cancha de parqué, el pique de la pelota sobre un piso flotante y ese mismo sonido, más apagado y rasposo, cuando la cancha es de cemento. Pero el sonido característico del básquetbol, el sonido de la gloria, tiene su onomatopeya, y se escribe: ¡chas!
No hay nada más importante en la vida deportiva de quien juega, ya sea amateur o profesional, que escuchar esa caricia de las redes al balón, y del balón a las redes. La consecución del objetivo, individual o colectivo. Es la ilusión del niño recién iniciado, que con mucho trabajo llega a una cancha cargando debajo del brazo una pelota casi tan grande como su humanidad, esperando escuchar ¡chas! cuando por fin la fuerza de sus brazos sea suficiente para proyectar el lanzamiento tan alto como ese aro lo demande.
Por eso no es raro que Ramiro Pérez sintiera que a los aros de la cancha de Palermo, un barrio que respira el básquet entre tamboriles y siete y tres, le faltaba el alma porque le faltaban redes.
Entonces botija, puertas adentro de su casa, en el patio central, Ramiro se dio cuenta de que él tenía algo que el barrio no. El aro de su casa, en el que podía jugar con su hermano, su viejo y unos pocos amigos más, tenía una red de cuerdas de buena calidad, como la que a su plaza le faltaba.
Le llamaron soñador -en realidad le dijeron loco, que es lo mismo- cuando decidió que sacaría su red privada para disfrute de todos. Y con ese pequeño gesto desató una cadena interminable de acciones transformadoras. Porque cuando le puso la red al tablero de la canchita de Don Bosco, esa que los escépticos le dijeron que se iban a robar en unos días, no sólo le puso música a cada doble, también pintó y reparó ese pedazo de metal que el viento del sur herrumbra a puro salitre.
No mentían, justo es decirlo, los que estaban seguros de que esas redes serían robadas. Pero ni dibujada en una pizarra por Víctor Hugo Berardi -formado en Atenas y glorioso con Welcome- la jugada le podría haber salido mejor a Ramiro. “Durante su tiempo de vida alguien la robó”, recuerda, “pero los mismos usuarios la recuperaron y colocaron nuevamente”. Ese tiro vale triple. “No sé ni quién se la llevó ni quién la recuperó, pero sé que volvió”, redondea su anécdota.
Y bien sabe él, como saben los pibes y pibas de Palermo, que desde entonces la cancha no fue más tierra de nadie, fue tierra de ellos y de sus ganas de compartirla con todos. Así los gurises repararon los tableros y acordaron que nadie volvería a grafitearlos, ni con pintadas de Welcome ni con pintadas de Atenas, los clubes que son identidad en esas manzanas. También pintaron la cancha y hasta le metieron arte al círculo central, como en las canchas de primera. PALERMO, bien grande pintado, fue un mensaje que impactó tan fuerte que cuando Estrella Del Sur, el equipo de baby fútbol que tiene su cancha al lado, ganó el Presupuesto Participativo para mejorar sus instalaciones, el Municipio B incluyó por motus propio el mejoramiento de la canchita de básquet que no tiene club, que no tiene cuadro, que tiene gurises jugando todos los días.
Una cosa llevó a la otra, porque ahora el aro de su casa no tenía red y su padre le armó una de cadenas, como pudo, con intuición. Esa fue la segunda semilla, porque entonces Ramiro recogió el guante y, como se hace ahora, estudió en tutoriales de Youtube las técnicas para fabricar redes de cadenas. “Armé dos redes para donar a la Plaza Seregni, que era algo que tenía pendiente desde hacía tiempo”, cuenta con orgullo, porque siguen ahí hasta hoy. La teoría es sencilla: “Cuando la gente sabe que las plazas están en condiciones van más gurises a jugar”, y a eso se le suma la preocupación, transformada en cariño, cuando “al pasar por otras plazas, al ver una plaza sin red, me daban las ganas de poder hacerlo, y me di cuenta de que no me estaba costando mucho dar una solución que de otra manera no llegaba; me presté a hacerlo y a ayudar”.
El artesano de las redes cuenta su proceso. “Yo compro 50 kilos de cadenas y corto eslabones. Esa red que ves ahí lleva 80 eslabones cortados y lleva desde ocho y hasta once metros de cadenas cada red. Los abrís, los colocás y los cerrás. Es bastante laborioso pero queda bien”. Antes le llevaba varios días hacer una red; ahora en dos horas ya la completa. La práctica hace al maestro. “Es importante tener un aro para usar de molde, y también es importante adaptarse a los aros según la cantidad de enganches que tengan”.
Ahora la gente le pide que ponga sus redes en otras plazas, en otros barrios. A través de su cuenta de Instagram@321chas, promociona las colocaciones y restauraciones de tableros, e incluso hace votaciones mensuales: a la plaza que gana le dona redes. Trabaja para eso junto a su amigo Martín Cabrera, quien además es artista plástico.
“Me apoyé tanto en el básquetbol, que como una forma de devolverle lo que me ha dado hago esto. Me motiva saber que si un día un gurí quiere ir a jugar, va a encontrar una cancha como la encuentro yo cuando voy”, dice.
Hace tiempo se propuso como objetivo colocar redes en todas las canchas del Municipio B, el suyo, que cuenta con 15 espacios públicos con aros de básquet. Presentó un proyecto para que fuera financiado y fue aprobado. Con todo el material comprado y a la espera de que se ejecutaran los fondos por parte del Municipio, comenzaron a aparecer trabas formales, porque claro, Ramiro no era un proveedor del Estado. Entonces dejó de esperar soluciones y, sin financiación externa, en 2021 lo completó, poniendo las redes de las diez canchas restantes en un lapso de dos meses, pagando de su bolsillo el costo de las cadenas.
Además de todo el Municipio B, hay redes suyas en escuelas y liceos públicos, entre ellos el IAVA, en cooperativas de vivienda, incluyendo Covisunca, donde funciona una escuelita de básquet para niños, en la cancha que está fuera del Antel Arena, donde se colocaron antes de la inauguración del estadio y aún perduran, en Solymar, Pando, Las Toscas y también en otros departamentos como Rivera, San José y Colonia. Desde hace un tiempo también colabora con el INAU, recibiendo donaciones de aros viejos que luego restaura para colocar, con redes de cadenas, en hogares donde niños y adolescentes puedan disfrutarlas. Ya no sólo dona: también vende a particulares, porque muchos quieren tener en sus casas el sonido de las cadenas cada vez que anotan un tiro.
Sería una falta de respeto decirle a Ramiro que él es el dueño de los cambios, porque si de algo sabe él es de compartir lo que hace. Pero seguro que es responsable de ese primer gesto de amor hacia la cancha de su barrio, de romanticismo por pensar que aquella red que decidió que ya no sería suya, sino del barrio, iba a durar; y como esa, luego tantas otras. Ramiro se imaginó la cancha en la que quería jugar y, desde entonces, no ha parado de compartir su imaginación con los demás en otras canchas, en otros tableros, con más conocimientos y cerrando, eslabón por eslabón, las cadenas que atrapan los sueños de los niños cada vez que llegan a la placita.