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Déborah Rodríguez, Emiliano Lasa y Andrés Silva, en la pista de atletismo Darwin Piñeyrúa, el domingo 2 de mayo.

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Domingo en casa

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Las historias en una pista de atletismo pueden medirse en silencios. Cada momento tiene su silencio. Hay uno que es propio de los instantes previos a una largada. El ambiente se apaga, como si un sonidista oculto lo trabajara desde su consola, hasta que la calma se interrumpe con un disparo seco. Después, el griterío de los presentes o, en las grandes competencias, el rugido de un estadio.

Hay otro silencio que se instala en los vuelos. El vuelo de un saltador hacia la arena, de una saltadora hacia el colchón, de una jabalina de viaje eterno y potente hasta quedar estaqueada en el pasto. Este tiene fases. Primero, la expectativa, gradualmente convertida en asombro. Habitualmente será interrumpido por un murmullo de sorpresa y el aplauso que le sigue.

El silencio fatal es otra de las formas en que se nos presenta esta ausencia de ruido. La caída de un competidor sobre la pista, una lesión inminente, una actuación defectuosa. Los presentes callan. Compasión y respeto, además de ese sentimiento opuesto a la envidia; “no quiero estar en tus zapatos en este momento”, se adivina en el pensamiento de las decenas o miles que estén presentes.

Si las grandes competencias son un concierto de masas, el Campeonato Nacional de Atletismo en la pista Darwin Piñeyrúa en plena pandemia fue, el domingo 2, una función exclusiva con acceso por invitación, un ensayo calificado o una prueba de admisión. La sutileza dominó el panorama sonoro.

Se pudo escuchar al detalle la respiración de María Pía Fernández cuando corría sola delante del resto de sus rivales, el pedido de agite de Emiliano Lasa previo a su último salto, las exhalaciones agitadas de Déborah Rodríguez tras ganar en los 800 metros y el zapateo de Andrés Silva en la recta final, que quedó matizado por el golpe contra el piso de una valla en un carril contiguo. Los aplausos sin público son de los rivales y compañeros, la camaradería expresada entre palmas amistosas.

Hay un silencio final: el de la hora en que las competencias se terminan. El domingo, la conversación de tres campeones, viejos conocidos dentro de ese óvalo, lo interrumpió. El viento de una tarde cálida de otoño se llevó las voces de paseo al parque. Era el aviso de que el encuentro en casa se había acabado. Ahora habrá que salir a conquistar otras fronteras para conocer, este año sí, cómo suena un silencio japonés.

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