Antes que me muera, yo voy a salir
para abrazarme contigo, por haber reconocido
algo que soñábamos de niños.
A las 18.00 de este domingo, 11 de junio de 2023, Uruguay estará jugando la final de la Copa del Mundo sub 20 masculina de fútbol FIFA ante la selección de Italia en el estadio Único de La Plata Diego Armando Maradona. Estos jóvenes uruguayos de 19 y 20 años son ceibalitos, hijos del primer proceso de alfabetización con soporte digital masivo y gratuito, un enorme hito en la educación de los uruguayos del siglo XXI.
Seguro aún no está ni ha estado, pero en esos programas que se desarrollan entre ceros, unos, bits, cuadernos, hojas Tabaré, túnicas, moñas y maestras y maestros comprometidos con sus niñas y niños debería haber algún punto que pudiera iniciar a los ceibalitos de ahora –los que el domingo estarán en un campo de juego representando a su país y los que el lunes, con sus túnicas recién lavadas y las moñas volando de palo a palo entre los pasillos de la escuela sintiéndose Randall o Cepillo– en la historia del fútbol uruguayo, un brazo coadyuvante en la generación y construcción del ser uruguayo.
Fueron 99 años y dos días antes de que nuestros jóvenes jueguen otra final del mundo cuando todo se inició, en el primer campeonato del mundo obtenido por los uruguayos en Colombes, París, el 9 de junio de 1924.
Es posible que sea un emergente del inconsciente colectivo de una nación tan joven que incluso para muchos marca alguno de sus hitos fundacionales justamente ahí: Colombes, 1924, los olímpicos, José Nasazzi, la vuelta, la gloria.
Fue ese día en que los parisinos, enloquecidos por la inigualable forma de practicar fútbol de los uruguayos, no dejaban de saludar parados, quemándose las palmas en aplausos y arrojando sus ranchos de paja al campo de juego como ofrendas, admirados por el desempeño que los llevó a aquel título olímpico-mundial.
Fue en ese momento que el Terrible, José Nasazzi, que apenas tenía 23 años y 15 días de edad, guio a sus compañeros a dar una vuelta al campo en agradecimiento a los agradecimientos y como una forma de expresión de la alegría.
En el anochecer de aquel verano de nuestra naciente vida como nación, los uruguayos caminaron las diez cuadras que separaban aquel majestuoso estadio de su lugar de estadía, el castillo de Argentuil, y en sus valijitas y pequeños paquetes, donde llevaban sus herramientas de trabajo, iban envueltos, en aquellas sudadas camisetas celestes, la gloria finita de aquel éxito y los sueños infinitos de aquella patria, este pueblo que ha hecho del fútbol parte de su cultura y su identidad.
Como expresó el Indio Pedro Arispe: “¿Para qué precisaba yo una patria? Para mí, la patria era el lugar donde, por casualidad, nací... Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba... Pero fue allá, en París, en Colombes en los Juegos Olímpicos de 1924, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba [...] Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha, quienes la levantaron. Despacito... Allá arriba se desplegó, violenta como un latigazo, y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro... Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.
Unos cuantos miles de criollos, tanos, gallegos, rusos, judíos, armenios, polacos y gentes del mundo que habían ido a parar a ese país chiquito sintieron lo que era Uruguay y sintieron que eso, esa camiseta celeste, esa gente, los representaba y era una parte de sus vidas.
Botija de mí país
El 21 de noviembre de 2007, muchísimos años después del último título mundialista en Maracaná, en San Pablo, en un inexplicable partido, Brasil derrotaba 2-1 a Uruguay por las eliminatorias para Sudáfrica 2010 en la primera de las más recordables exposiciones de la selección de Óscar Tabárez. Uruguay jugó un gran partido y fue infinitamente superior a Brasil, que sin embargo ganó.
Aquella noche surgía “Algo que soñábamos de niños”, de Lucas Lessa, que refiere a volver a ser campeones del mundo. Eran los primeros desarrollos del proyecto de “Institucionalización de los procesos de las selecciones nacionales y de la formación de futbolistas” del Maestro Oscar Washington Tabárez, y Uruguay desplegó un juego, preciso, ágil y de muy buena concepción técnica, que dejó entre nosotros la frustración por la injusta derrota, pero la ilusión de que algo grande estaba renaciendo.
Yo, yo sé
que vamo a salir, sí,
de nuevo, yo sé
que vamo a salir campeón del mundo.
Antes que me muera, yo voy a salir
para abrazarme contigo, por haber reconocido
algo que soñábamos de niños
Yo, yo sé...
Cuando Lucas Lessa vio el partido que le hizo sentir “que antes que me muera, yo voy a salir, para abrazarme contigo, por haber reconocido algo que soñábamos de niños”, seguramente se refería puntualmente a ser los mejores, a ser campeones, sino a esa necesidad de recuperar, de que renaciera aquella semilla.
Años caminando, años de vivir
Y en la calle peloteando, los botijas imitando
viejas glorias en tiempos de antaño.
Yo, yo sé...
Y salir a la calle buscando
otros ojos con quien caminar
Ser campeones sin una pelota,
vibrar juntos en este lugar,
pero espero ese gran momento que va a llegar”.
Lo esperamos. Lo esperamos todas y todos. Los ceibalitos que fueron, los ceibalitos que son. Los nietos de aquella gloria recuperada, los que aprendimos a buscar en el camino las recompensas. Los que soñamos con algo que aprendimos desde niños.
Vamo, Uruguay.