No hay ciencia que pueda medir las emociones, los afectos, las dichas y las frustraciones. Sin embargo, hay comprobaciones fácticas de que los amores de los años felices son para siempre.
En mi laboratorio de los sentimientos lo comprobé el domingo en Escandinavia, en condiciones extraordinarias, mezclando en mi alma elementos añadidos con pipetas y probetas, y finalmente conseguí una medida de mi felicidad en tierras vikingas, donde nunca ha llegado el tronar de tambores de Palermo.
El día del partido por el segundo ascenso consecutivo de Central, desde los andurriales del fútbol de la C a las tahonas de la A, me agarró en Dinamarca yendo para Suecia. Pensé que estaría en Copenhague con sus turbas de ciclistas, que en cada calle parece que van por el premio Sprinter frente a la entrada a Juanicó, pero sin embargo me encontró en Malmö, con su tranquilidad dominical entre antiquísimas iglesias y turistas que hacían footing, trekking y otras “ing” en los senderos de su amplio y verde antiguo cementerio.
Nos pudo haber hallado 300 kilómetros más al norte, en Gotemburgo, pero no creo que estas líneas sean una precipitada y estúpida explicación para Bettina de por qué ese día no nos internamos mucho más en Suecia. ¿Y si no agarro internet en el trayecto? Disculpen que banalice un sentimiento ajeno, el de mi compañera de viaje y de vida, pero ella no está enterada de lo que significaban esas horas para mí, ni de mi dilema de estar en esos fríos mientras en una mañana de Uruguay se jugaba el destino de otro de mis amores.
Puenteando sentimientos
Mientras atravesaba el estrecho de Øresund, que en el mar Báltico une y separa Dinamarca y Suecia, recordaba aquellas carísimas llamadas del gran Gordo Osvaldo Soriano desde la casa de Osvaldo Bayer, en Berlín, diciéndole a Bayer que llamaba a su editor cuando estaba llamando para saber cómo iba San Lorenzo en el Metropolitano argentino.
Pero mucho más me sentía Roberto Fontanarrosa la noche del 26 de octubre de 1988, cuando en un hotel de Colombia amasó con sus sentimientos y dilemas su maravilloso cuento “La observación de los pájaros”, que versa sobre un hincha que no quiere tener el menor contacto con cualquier dato o circunstancia que lo aproxime a cómo va el clásico rosarino entre Rosario Central y Newell’s, pero que su idea primigenia nace de su noche de incertidumbre en Cartagena de Indias, donde el Negro busca en cada cara, en cada trago que el barman sirve, en cada conversación de los mozos con los botones del hotel un atisbo que le demuestre fehacientemente que la lepra no haya sido campeón de América en tiempos en que sólo Isaac Asimov o Ray Bradbury podían concebir la red de redes y su información al instante.
Mientras el tren se escabulle entre el puente y sus túneles en esta maravillosa obra contemporánea que es el puente de Øresund, calculo la hora en Montevideo, justo después de que la Unión Europea atrasara la hora. Ya deben estar en los vestuarios, pienso.
Coloco a estos jugadores de hoy en los cubículos en los que yo me cambié alguna vez, y en los que día a día se cimentó la gloria eterna de 1983 y 1984 en aquel destartalado vestuario de agua fría y champú garroneado, con el agrio gusto de los harapos diarios, de las vendas sucias, del barro hijo de gastados tapones, de la leña de la caldera, de los perfumes baratos con la Borinquen ambientando desde un casete, pero como si estuviéramos atravesando la antesala de algún bailongo del Coco Bentancur. Pero no, no están ahí, ni están en los contenedores desconocidos para mí de la tribuna del velódromo, ahí a 15 escalones del arco en donde grité el gol que más me ha conmocionado en la vida y que me dejó al borde del desmayo, el del tiro libre de César Pereira en la penúltima fecha del Uruguayo del 84, cuando se la puso donde cagan las arañas a Eduardo Pereyra, ese año atajándose todo en Wanderers. Ese gol fue la antesala a tocar el cielo.
Saliendo de la Stortorget, la plaza mayor de Malmö, procuro ubicar en el mapa la escuela a la que asistieron los hijos de los refugiados en los 80 y los 90, para encontrar algún rastro donde quedaron colgados los goles del Sueco Leiva, cuando el adolescente Ricardito llenaba las redes y el gitano Zlatan Ibrahimovic ya estaba por abandonar la escuela, pero nada. No sé con qué atractivo turístico emparentar el puente que separa el gueto de la escuela y el liceo con la cancha donde se peleaba el ascenso. Caminé cuadras y cuadras, hasta que a las 15.09 con aquella nos sentamos en una mesa al lado de una estufa en un restorán de la plaza chica y probé la comida sueca.
Mientras elegíamos, Bettina observaba un cuervito que jugueteaba con unas migas, y otra vez se me viene “La observación de los pájaros”. Pedimos platos suecos: köttbullar, conocido como albóndigas suecas, que se hacen con una mezcla de carne de cerdo y ternera con salsa cremosa y se acompaña con puré de papas, arándanos rojos y pepino encurtido, y otro plato esencial de la comida nórdica, de carne de reno o alce, servido con papines rústicos, una salsa cremosa, verduras y hierbas frescas.
A las 15.30 del frío helado de la península escandinava, calculo que serían las 11.30 en el Franzini, donde debería ir media hora del segundo tiempo. Voy al baño –miento– y me escabullo con mi celular para ver si consigo wifi y saber cómo va Centralito.
Vuelvo a la mesa y ya están los dos platazos y una jarra de agua de flor de sauco, Elderflower, para ir apagando el incendio. –¿Todo bien? –pregunta Bettina. –Sí, todo bien –y freno en seco el “faltan 20 minutos y vamos 0-0; ya casi estamos, pero falta”. Sin postre ni café o té, me levanto a pagar a la barra, pero lo que quiero es saber si terminó, si ascendimos. No sé qué tarjeta pasé, pero el ticket de Mello Yello de Lilla Torg 1 dice que son las 15.57, que hemos pagado 547 coronas suecas y que ya tiene que haber terminado el partido.
No me entiende que quiero la contraseña del wifi, o me entiende y yo no le entiendo, entonces a la mierda campeonato y le meto el roaming de Antel por 4,90 dólares por día, que funciona como bala, y por fin conecto con Uruguay para saber que el partido ha terminado 0-0 y que subimos, que es lo único que importa, porque mi Centralito querido será por siempre mi amor y ya bastante me ha hecho sufrir en el limbo de la B y el infierno de la C, donde se mezclan los últimos cuadros de la periferia con plásticos equipos cuyos apellidos han dejado de ser Fútbol Club para pasar a ser Sociedad Anónima. Uno puede tener el don de la ubicuidad y ser políticamente correcto, pero los dolores y las pertenencias son los sellos del pasaporte de la vida que te marcan de dónde sos y a quién pertenecés. Y soy de Central, desde que la vida me hizo vivir en el Palermo, desde que me puse su camiseta, desde que mis estados de ánimo dependen de lo que pasa con Central. En Escandinavia tuve la misma sensación de enorme alegría y placidez del 83 y el 84, y supe que esto es la vida.