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Ilustración: Ramiro Alonso

De extravíos, restituciones y regresos

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La cancha y la vida, con San Lorenzo y el Gasómetro como referencia.

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Llego al puerto de Buenos Aires y, por razones que no vienen al caso, nadie está allí para recibirme. Tengo a mi primer hijo en brazos, es invierno y debo trasladarme, de alguna forma, al barrio a donde voy. Estamos en 1998 y la humanidad no se ha sometido todavía al teléfono celular (quizás existan ya, pero sólo para unos pocos). Tomo un taxi y confío en que el taxista sabrá llevarme. Vanas esperanzas; el taxista es nuevo en esto y me confiesa que conoce poco la ciudad. Intento guiarlo, pero lo cierto es que tampoco tengo los conocimientos necesarios, la ciudad es enorme y mi memoria topográfica es mala.

De algún modo llegaremos, pienso. Y mientras me pierdo en ese instante de fe, veo que el taxista no tomó la autopista. “La autopista”, le digo, señalándola, pero ya es tarde y ahora tendremos que ir “por abajo”, ciegos dentro de la gigantesca ciudad. Por un momento desconfío, quizás se esté aprovechando, al menos eso es lo que dicen que hacen los taxistas que lo esperan a uno en el puerto. Sin embargo, todo parece indicar que es inocente y, como prueba, saca de alguna parte un mapa de Buenos Aires (así, como eran los mapas antes, muchos rectángulos de papel plegados, desplegables) y me lo da para que yo me haga cargo. Honestidad brutal, pienso. Desde el asiento trasero y con un bebé en brazos intento desplegar el mapa y comprender algo. No comprendo nada. No logro distinguir ni calles ni barrios ni nada. Estamos extraviados.

Comienzo a desesperarme. Busco una referencia afuera y alcanzo a leer el nombre de la calle por la que vamos: “Avenida General Francisco Fernández de la Cruz”. Algo me hace confiar en ese nombre, algo indefinido y volátil. Sé que puede ser una referencia equivocada, una simple asociación mental, sonoridades que se entrecruzan y nos engañan. Me divago en mi propia inconsistencia cuando por fin lo veo. Una enorme estructura circular, las paredes pintadas de un rojo y azul intensos.

“¿Ese estadio qué es?”, le pregunto al taxista (eso sí debe saberlo, pienso) y él responde: “Es la cancha de San Lorenzo”, y lo dice tranquilo y seguro, como si él mismo la hubiese construido. “Vamos bien”, le digo entonces, y “vamos bien” le digo también a mi hijo, palmeándole con suavidad su diminuta espalda. Respiro aliviada porque recuerdo esa cancha, esos colores, y hasta la injusta historia que la rodea, pero no hago memoria todavía, sólo me aferro a esa imagen contundente y sólida, conocida.

Cuando dejamos atrás el Nuevo Gasómetro (así le llaman al estadio Pedro Bidegain), vemos aparecer los descampados del barrio de Villa Soldati, esa geografía tan particular que comienza a dibujarse a medida que nos acercamos al oeste, alejándonos más y más del centro de la ciudad. De a poco, todos los nombres de las calles comienzan a resultarme familiares y entiendo, casi con felicidad, que estamos llegando a destino.

Después recordaré que esa cancha de San Lorenzo, la que nos salvó de perdernos para siempre a mi hijo, el taxista y a mí, es en realidad la consecuencia de una estafa, un acto delictivo flagrante, uno más de los muchos que cometieron los militares de la última dictadura en el país vecino. Heridas abiertas, que de eso sabemos también de este lado del río.

Historia de una expropiación

Desde París, en aquel exilio obligatorio, Osvaldo Soriano tenía muchas razones para continuar mirando hacia el sur. Una de ellas fue su gran pasión futbolera, el club de fútbol San Lorenzo de Almagro, o el ciclón, como se lo suele llamar. En un artículo fechado en noviembre de 1982, y republicado el año pasado en Página 12, Soriano evoca: “A los gauchos de Boedo les arrebataron el estadio de tablones y les prometieron un monumento de arquitectura en un parque de paraíso. Al país le rompieron los huesos y la fe jurándole una sociedad liberal de avanzada. El uno y el otro, que son la misma cosa, trastabillaron durante años al borde del abismo para precipitarse, al fin, en una pesadilla vil. A cada juramento, una traición. A cada sueño insensato, un despertar horroroso”.

La primera cancha de San Lorenzo, conocida ahora como el Viejo Gasómetro, estaba ubicada en avenida La Plata al 1700, en el barrio porteño de Boedo, un monumento circular, muy parecido a un gasómetro, hecho de hierro y madera. Se había inaugurado en 1916, ampliándose y mejorándose poco a poco, para terminar convirtiéndose en uno de los estadios más importantes de la ciudad y en el centro de la vida social, cultural y deportiva del barrio. Alrededor y debajo de sus tribunas funcionaban instalaciones que permitían la realización de todo tipo de actividades: gimnasia, natación, tenis y básquetbol, canchas de bochas y de bowling, tiro al blanco (¡había un polígono de tiro!), salones para realizar reuniones de vecinos, clases de ajedrez, conciertos, bailes de carnaval y actos políticos, entre muchas otras cosas. Era más que una cancha y, por supuesto, muchísimo más necesario que un hipermercado.

Debe de haber sido por eso que los militares quisieron tirarlo abajo dos veces; en la segunda lo lograron. La primera vez fue en 1971, durante la dictadura cívico-militar de Agustín Lanusse, con el supuesto fin de construir una autopista que partiría la cancha en dos. Gracias a la resistencia de vecinos e hinchas, se logró que esto no pasara. Después, en 1979, cuando el país estaba bajo el mando de la Junta Militar encabezada por Rafael Videla, la cancha fue cerrada con la excusa de que las tablas de madera estaban en mal estado. Según dicen los que saben, el estado de estas no era preocupante, alcanzaba con cambiar 30 tablones.

Pero el intendente de la época aprovechó las circunstancias para terminar de una vez con tanta vida, con tanto barrio, y cerró definitivamente el Viejo Gasómetro. Los terrenos fueron expropiados por la intendencia y vendidos a bajo precio a una “sociedad fantasma”. Fue la empresa francesa Carrefour la que los adquirió y en 1985 comenzó la construcción del hipermercado. El Nuevo Gasómetro, el mismo que me sirvió como punto de referencia en medio de la gran ciudad, se inauguró en 1993 en el barrio Bajo Flores.

Pero allí, entremedio, previo a la expropiación, hay otro hecho importante. En junio del 77, a pesar de la censura y la represión que se vivían en el país, el club abrió las puertas del Gasómetro a las Madres de Plaza de Mayo, para que aquel reclamo por la aparición con vida de sus hijos detenidos desaparecidos pudiera visibilizarse. Dicen que fue una de sus primeras apariciones públicas.

Reparación histórica

“Hicimos dos canchas, vamos a hacer tres”, “La vuelta a Boedo está en marcha”, “Sí a la restitución histórica” y “La historia no se borra ni se vende, se siente” son algunas de las frases que se leen en las paredes del barrio de Boedo. La vuelta al barrio estuvo impulsada por toda la hinchada de San Lorenzo y en particular por dos hermanos, Diego y Adolfo Resnik.

Fue la Subcomisión del Hincha, con Adolfo Resnik a la cabeza, que en 2006 llevó a la legislatura porteña un proyecto de ley llamado “Restitución histórica para el Club Atlético San Lorenzo de Almagro”, cuyo fin era el de expropiar el inmueble (es decir, Carrefour) ubicado en la avenida La Plata. El objetivo era recuperar los terrenos, reconstruir el polideportivo y, por supuesto, la cancha original del club. A fines de ese año se aprobó la ley, pero al año siguiente, con celeridad y eficiencia, el jefe de Gobierno del momento la vetó.

Pocos años después, a fuerza de resistencia y lucha (es histórica la manifestación en Plaza de Mayo en marzo de 2012, en la que más de 100.000 hinchas exigieron la restitución de las tierras), y gracias a la misma ley que el club impulsó, San Lorenzo recuperó 4.500 metros cuadrados. Y eso fue sólo el comienzo. Además de la recuperación de más terrenos, desde diciembre a febrero de este año se llevó a cabo la demolición del Carrefour, y ya se están dando los pasos necesarios para la reconstrucción del Viejo Gasómetro, o del Wembley porteño, como se le solía llamar.

La historia de la vuelta a Boedo, de la recuperación de los terrenos usurpados por los militares, de la futura reconstrucción del Gasómetro y con él de la recuperación de gran parte de la vida y de la identidad del barrio es la historia de una justa obsesión, de una necesaria reparación, fruto de la insistencia de socios, hinchas y vecinos, porque el pueblo se cansa de que le rompan “los huesos y la fe”, y la vida tira, sigue tirando.

De Soriano a Galeano, y el gol de Sanfilippo

“Querido Eduardo:

Te cuento que el otro día estuve en el supermercado Carrefour, donde antes estaba la cancha de San Lorenzo. Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas. Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizos. De pronto, mientras nos acercamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: ‘Pensar que acá se la clavé de sobrepique a Roma en aquel partido contra Boca’. Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice: ‘Fue el gol más rápido de la historia’.

Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: ‘Le dije al 5, que debutaba; no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal’. Yo era mayor, y el chico, Capdevilla se llamaba, se asustó; a ver si no cumplo, pensó’. Y ahí nomás Sanfilippo me señala la pila de frascos de mayonesa y grita: ‘¡Acá la puso!’. La gente nos mira, azorada. ‘La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé, pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ve?’, y me señala el estante de abajo, y de golpe corre como un conejo a pesar del traje azul y los zapatos lustrados: ‘La dejé picar y ¡plum!’. Tira un zurdazo.

Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar. Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo.

Osvaldo Soriano”.*

(*) Correspondencia de Osvaldo Soriano a Eduardo Galeano incluida en el libro El fútbol a sol y sombra.

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