En 2010 la prestigiosa revista Time nombró a Mark Zuckerberg, creador de la red social Facebook, como personaje del año. El medio otorga esta distinción a personajes destacados por los aportes que realizan a la sociedad. El potencial y atractivo valor ofrecido por Facebook a la comunidad en sus comienzos era enriquecer de algún modo la comunicación entre las personas. Alcanzó a generar increíbles historias de encuentros y reencuentros, al menos a través de la pantalla. ¿Quién no se reencontró con un viejo conocido con el que hacía años había perdido contacto? Además con la funcionalidad original de compartir fotos con toda una comunidad. Reivindicó los saludos de feliz cumpleaños, y nos trae nostálgicos recuerdos como testigo oculto del paso del tiempo. ¿Qué podía salir mal?
Hace algunas semanas, la misma revista Time vuelve a llevar a la portada a Mark Zuckerberg. Esta vez muy lejos del prestigioso reconocimiento: invita a borrarse de su aplicación más famosa. ¿Qué pasó en 11 años? El crecimiento económico vertiginoso de su emprendimiento lo ha llevado a tierras lejanas. En ese proceso ha ido incorporando otras plataformas de interacción como WhatsApp e Instagram, creando una especie de monopolio en torno a las comunicaciones y al manejo de datos personales y corporativos, además de los sospechados mecanismos para generar adicción al uso e incrementar el consumo. ¿Dónde están los límites? ¿Quién los decide en economías de mercado basadas en la libre empresa?
Jean Tirole, premio Nobel de Economía (2014), en su libro La economía del bien común, dedica un capítulo completo a tratar los llamados límites morales del mercado, estableciendo una clara diferencia entre dichos límites y las consensuadas fallas del mercado. Recordemos que dentro de las típicas fallas del mercado encontramos aquellas basadas en las asimetrías de información, aquellas que generan externalidades y las internalidades, o sea situaciones en las que los individuos actúan en contra de su propio interés.
Existen pues amplios consensos en la incapacidad del “mercado” para solucionar varios problemas emergentes en la sociedad, y que por lo tanto requieren intervención. Desde la construcción de bienes de uso público, como una plaza, hasta identificar e implementar políticas redistributivas. En cuanto a las internalidades, se transita en zona de riesgo al pretender intervenir el mercado para evitar que un sujeto tome decisiones que van en contra de su propio interés, un trade off entre atentar contra libertades individuales y evitar un mal mayor.
“En el reino de los fines, todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”. Immanuel Kant
Volvamos a los límites morales del mercado que se derivan de posiciones éticas o de rechazo a determinado tipo de actividades. Por supuesto que habrá quien crea, por ejemplo, que Facebook está en todo su derecho de maximizar sus beneficios mediante las prácticas descritas, y estarán quienes crean, por el contrario, que los límites se han traspasado hace tiempo y la sociedad ha tenido demasiada tolerancia a prácticas alejadas de la moral.
Uno de los límites morales que se suele imponer al mercado es la dignidad humana. En el caso del uso y abuso de redes sociales, de las que se sospecha que contienen estrategias aditivas, nos encontramos frente una actividad absolutamente consentida entre el individuo y la plataforma o red. A pesar de esta característica de voluntariedad, no existe mecanismo de protección social alguno para los colectivos potencialmente afectados. Y frente a la ausencia total de estos mecanismos, la contrarespuesta son prácticas abusivas que retroalimentan la adicción.
La condena social, como la hizo la revista Time, es un síntoma sobresaliente del desbarranco moral y un buen instrumento para calibrar conductas. ¿Es suficiente para que agentes económicos y el conglomerado de redes modifiquen comportamientos? Posiblemente no. Hace falta mucho más que un cambio de nombre para cambiar la esencia.
Los límites morales del mercado vienen a decirnos que no hay un “vale todo”. Que no todo se compra y se vende. Aquel inocente ciber reencuentro con algún antiguo conocido no sería gratis. La mercantilización abusiva termina por erosionar la creación genuina de valor detrás de una idea.
Ya no basta con ofrecer un producto o servicio de calidad, ya no es suficiente con satisfacer el apetito de rentabilidad de inversores y accionistas, de las empresas hoy se espera bastante más. Creación de círculos virtuosos, dignificantes y sostenibles. Y de mínima, el respeto consciente a los límites morales, si bien aún subjetivos y difusos, lo suficientemente intuitivos como para no obviarlos.