Pese a que todavía seguimos atravesando el largo túnel de la pandemia, los impactos económicos que ha tenido desde su comienzo ya han disparado episodios de descontento social y protestas en múltiples lugares del planeta.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la llegada de la covid-19 puso en pausa el incremento del número de “disturbios, huelgas generales y manifestaciones antigubernamentales” que se extendió durante la década previa a 2020. De acuerdo con el último Índice de Paz Global –elaborado por el Institute for Economics and Peace y otras instituciones–, estos episodios aumentaron 244% durante esa ventana de tiempo.
Sin embargo, tras esa interrupción, asociada a las medidas de confinamiento y al miedo a los contagios, el fenómeno está cobrando un renovado impulso, en línea con el descontento que ha generado la gestión de la pandemia –vinculado a los resultados alcanzados, pero también independientemente de ellos– y con el deterioro de las condiciones socioeconómicas registrado en el último año y medio.
Como fue analizado meses atrás (ver el artículo “La resaca de las pandemias: consecuencias y posibilidades de construir futuro”), la literatura identifica que las pandemias proyectan una larga sombra de repercusiones sociales cuyo impacto lesivo sobre la cohesión y el desempeño económico puede extenderse durante años.1
En efecto, las epidemias tienden a revelar o a profundizar las grietas que son propias a la mayoría de las sociedades, evidencian los huecos que tienen las mallas de protección social, tensionan las instituciones, desafían las capacidades de los gobernantes y dejan en evidencia que la solidaridad y la cooperación entre las personas no son tan inherentes a la dinámica de la vida en sociedad como en tiempos normales podemos llegar a pensar –o nos gustaría pensar–.
De acuerdo a una investigación realizada por el organismo, “los costos económicos a corto y mediano plazo de la tensión social pueden ser de hecho bastante pronunciados, sobre todo en las economías de mercados emergentes y en desarrollo”. A este respecto, y en promedio, el PIB cae un punto porcentual luego de 18 meses de una protesta importante. Por ejemplo, esta fue la magnitud del impacto asociado a las protestas en Hong Kong en 2019 y a la de los chalecos amarillos en Francia en 2018.2
Al margen de estos casos concretos, lo anterior representa un resultado promedio, por lo que esconde disparidades importantes entre países, grupos y regiones. En ese sentido, la investigación destaca que el “impacto adverso de la tensión suele ser mayor en países con instituciones débiles y margen de maniobra de la política económica limitado”.
Además, el impacto económico suele variar en función del tipo de evento: “Las protestas motivadas por inquietudes socioeconómicas dan como resultado contracciones más profundas del PIB, en comparación con las asociadas principalmente con la política o las elecciones. Los impactos más importantes los generan las manifestaciones desencadenadas por una combinación tanto de factores socioeconómicos como políticos”.
En este punto cabe –volver a– recordar la situación que atravesó nuestra región durante los últimos compases de 2019, con múltiples episodios de inestabilidad estallando a lo largo de su extensa geografía.
A la luz de todo lo anterior, es clave poder anticiparse para mitigar el daño adicional que las convulsiones sociales pueden suponer una vez que logremos salir de este túnel; la resaca será lo suficientemente dolorosa de por sí. Lograr esa anticipación requerirá acciones en un sinfín de frentes, que tendrán que estar apoyadas en un “amplio diálogo social sobre el papel del Estado y sobre cómo financiar de forma sostenible la presión sobre el presupuesto [...] Los gobiernos deben escuchar y responder, pero también, intentar anticipar las necesidades de la gente con políticas dirigidas a proporcionar una oportunidad justa de prosperidad para todos. Impulsar el empleo, frenar el impacto a largo plazo de la crisis y proteger a quienes se han quedado atrás deben seguir siendo prioridades”.3