La hiperglobalización, si la entendemos simplemente como aquella dinámica en la que el porcentaje de las exportaciones respecto del PBI, medido a escala global, crecía a tasas significativas –como sucedió en el período que va de principios de los 90 hasta 2008-2009–, quedó atrás.
Ahora se trata de discernir si, como dicen algunos, transitamos hacia una “deglobalization”, estamos en una menos dramática “slowglobalization”, o más bien se trata de una evolución en la globalización, cuyas características hay que discernir.
Lo cierto es que enfrentamos un nuevo escenario global que se ha ido conformando, desde la segunda década del siglo XXI, a partir de poderosos vectores de cambio.
Los pilares del nuevo escenario
Veamos el primero. La creciente insatisfacción con sus condiciones de vida y expectativas de movilidad social de las clases medias de los países desarrollados generó un clima de malestar social que emergió y se consolidó a partir de la crisis financiera de 2008, y que continúa. Por otro lado, los países emergentes, incluyendo China e India, que lograron reducir sustantivamente sus niveles de pobreza, aspiran a continuar progresando y no están dispuestos a aceptar arreglos institucionales globales (ya sea que provengan de la cada vez más intrascendente OMC, de instituciones financieras internacionales tradicionalmente bajo control de las grandes potencias occidentales, o de otros espacios de poder) que, de acuerdo con su criterio, los puedan perjudicar.
Una de las consecuencias del nuevo clima de opinión es el cultivo, urbi et orbi, por parte de casi todos los liderazgos políticos de importantes niveles de “nacionalismo económico”, lo que se refleja en “el retorno de las políticas industriales” y en políticas más o menos proteccionistas a nivel del comercio exterior. Y, junto con ello, el empantanamiento del multilateralismo comercial y, en algunos casos, también de los TLC, especialmente cuando son percibidos como una amenaza para el empleo y el ambiente, en sociedades que están especialmente “alertas” al respecto.
En segundo lugar, y también de manera gradual a partir de comienzos de la segunda década del siglo XXI, se intensifica la rivalidad entre la Unión Europea (UE) y, principalmente, Estados Unidos con China, con la consiguiente dinámica de “guerra comercial” y, principalmente, tecnológica (y competencia por la provisión de minerales críticos). Si bien no se verifica un “decoupling” (desacople) entre los tres grandes polos, ni estamos en tiempos de una nueva Guerra Fría, es cierto que la UE, Estados Unidos y China despliegan crecientes incentivos y estimulan vínculos con terceros países (calificados como “amigos” o aliados) para asegurar(se) niveles de seguridad (“derisking”) y “resiliencia” en sus cadenas de suministro.
La pandemia, por su parte, dejó en evidencia, parafraseando al escritor francés Paul Valéry, que “nosotros, la civilización, ahora sabemos que somos mortales”. Esto puso a las élites en la responsabilidad de “tomar el control” a nivel nacional de ciertas actividades juzgadas como “estratégicas” (en principio fueron insumos y equipamientos médicos y vacunas, lo que se extendió rápidamente, frente al cierre de fronteras, a tantos otros productos y actividades).
La pandemia pasó, pero los liderazgos políticos deben dar respuesta, en el espacio nacional o, alianzas mediante, a nivel regional, a la inestabilidad, a la incertidumbre y a las tensiones que atraviesan el campo productivo, laboral y la propia convivencia social frente a las, cada vez más intensas, irrupciones y disrupciones que se derivan de la revolución digital-científico-tecnológica permanente.
El cuarto vector de cambio es el (pleno) “retorno de la geopolítica”: a las crecientes tensiones generadas por la rivalidad Estados Unidos-China se agregaron las derivadas de la invasión de Rusia a Ucrania –y otros conflictos, como entre Azerbaiyán y Armenia, o entre países africanos– y, más recientemente, las del conflicto entre Israel y Palestina. Las tensiones geopolíticas se reflejan en el escenario global, y si a principios del siglo XXI se postulaba aquello de que “el mundo es plano”, ahora ya no más.
Es así que se pasó, gradual y sistemáticamente, de la hiperglobalización de los tiempos de la “pax estadounidense” poscaída del Muro y la primacía del orden mundial liberal, de las cadenas de producción localizadas a lo largo del globo para la búsqueda de menores costos y mayor eficiencia y la integración virtuosa de China al capitalismo global, a otra globalización, una que convive con importantes niveles de fragmentación geoeconómica.
El cambio climático, y la consiguiente respuesta a nivel de la transición energética, es otro de los vectores de cambio que llegaron en los últimos y recientes (¿demasiado recientes?) años, y que generan nuevas áreas de negocios, condicionamientos de política y alineamientos a nivel regional.
Y si la hiperglobalización de corte neoliberal estuvo lejos de cumplir con la promesa de un futuro venturoso para las clases medias de los países desarrollados y, a pesar de los avances, para las grandes mayorías de los países más pobres, tampoco creamos que la fragmentación geoeconómica traerá la bonanza.
Al respecto, el informe “Fragmentación geoeconómica y el futuro del multilateralismo” (FMI, enero de 2023) concluye que “el costo de la fragmentación geoeconómica puede ser muy grande, especialmente para los países y poblaciones vulnerables. Los intentos de aprovechar el nuevo diseño de las cadenas de valor mundiales, o de imponer medidas discriminatorias contra los competidores extranjeros, podrían dar lugar a contramedidas, lo que podría desencadenar una carrera hacia abajo en áreas críticas, como (retrocesos en) la mitigación climática, (el establecimiento de) impuestos y aranceles (distorsivos) y (la competencia por vía de) los tipos de cambio. En un entorno así, los “espectadores inocentes” y las naciones vulnerables se verían desproporcionadamente afectados”.
Nuevos, y renovados, paradigmas
Las nuevas dinámicas que conforman la globalización requieren, y generan, nuevos enfoques a nivel de las relaciones económicas internacionales, así como en los abordajes económicos.
Respecto de las relaciones internacionales, y en línea con el segundo vector de cambio (el de la construcción de mayores niveles de seguridad a nivel de las cadenas de suministro), transitamos tiempos de “friend-shoring”. Para definirlo, qué mejor que recurrir a Janet Yellen, secretaria del Tesoro de Estados Unidos: “La estrategia de friend-shoring de la administración Biden apunta a profundizar nuestra integración económica con un número importante de socios comerciales confiables. Y pretende generar redundancias en las cadenas de suministro para reducir los riesgos que corren nuestras economías” (“Comercio resiliente”, diciembre 2022).
Agregó que “creemos que es importante no llevar adelante un comercio que sólo busque las cadenas de suministro más baratas, sin considerar otros factores como la concentración, la geopolítica y la seguridad, así como los riesgos para los derechos humanos. Al hacerlo, generaremos una mayor certidumbre y confiabilidad para productos clave e insumos críticos para nuestros consumidores y empresas”.
Para Yellen, “el friend-shoring es una refutación para quienes sostienen que la seguridad económica se puede alcanzar sólo a través del proteccionismo. Apunta a alcanzar resiliencia económica y, simultáneamente, llevar a cabo las eficiencias económicas del comercio. No buscamos producir todo nosotros. Tampoco pretendemos limitar el comercio a un pequeño grupo de países. Eso sería dañar sustancialmente la eficiencia del comercio y afectaría la competitividad y la innovación en Estados Unidos. Más bien, nuestro objetivo central es no comerciar con países riesgosos, ni operar con cadenas de suministro concentradas”.
Para la administración Biden, el friend-shoring toma, por ejemplo, la forma de la Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas (APEP), que Uruguay integra, y por otro lado la del Marco para la Prosperidad Económica del Indo-Pacífico (IPEF, por su sigla en inglés). Cabe subrayar que, en línea con aquello de la promoción de ciertos niveles de “proteccionismo”, estas asociaciones no implican beneficios de acceso al mercado estadounidense en términos de preferencias arancelarias.
Tal enfoque es consistente con “nuevos” y más amplios enfoques económicos. Para graficarlo, podemos recurrir a la conferencia que en abril de 2023 dictó Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional de la administración Biden, bajo el sugestivo título “El nuevo Consenso de Washington”, aludiendo al reemplazo de aquel otro que se desplegó en los años 90 del siglo pasado.
Sullivan parte de la base de que “este momento nos exige un nuevo consenso”, y define como retos que enfrenta Estados Unidos “reconstruir la base industrial”, “asumir la competencia geopolítica y de seguridad” que implica China, enfrentar la “aceleración de la crisis climática y la urgente necesidad de una transición energética justa y eficaz”, y, finalmente, el reto de “la desigualdad y el daño que causa la democracia”. Y agrega que es necesaria una nueva “política exterior para la clase media”. Sullivan dice que la estrategia (con los socios) debe ir más allá de los acuerdos comerciales tradicionales, y agrega que “es equivocado definir la política comercial como aquella que se propone, simplemente, bajar aranceles”, apuntando a las asociaciones tipo APEP e IPEF mencionadas más arriba.
Similares reflexiones y enfoques respecto de los desafíos de la globalización y las estrategias para insertarse exitosamente en ella están presentes entre los gobernantes, políticos y think tanks europeos. Si los decisores públicos tienen claro la necesidad de construir nuevas estrategias para enfrentar los nuevos desafíos internos y externos, también ello sucede a nivel académico. Por ejemplo, entre muchos otros, el reconocido economista Dani Rodrik (que hoy, jueves 7, participa junto a Eduardo Levy Yeyati en una actividad organizada por Ágora sobre la búsqueda de “nuevos paradigmas” de política económica) plantea que “la política industrial vuelve a estar en la agenda y requiere un replanteamiento audaz. No basta con orientar las inversiones en la dirección deseada; también es necesario garantizar que los beneficios se compartan lo más ampliamente posible. Las condicionalidades son una herramienta poderosa que los gobiernos pueden utilizar para coconfigurar la inversión y cocrear mercados junto con el sector privado. De hecho, la política industrial puede conducir a la transformación (productiva), sin condicionalidades; por el contrario, ello podría significar, simplemente, subsidios, garantías y salvatajes para que las empresas subsistan. Pero la transformación (productiva) puede estar en el centro de una estrategia de desarrollo, especialmente para aquellos países que experimentan cierta inercia en la inversión empresarial” (“Política industrial con condicionalidades”, Mariana Mazzucato, Dani Rodrik, 2023).
¿Y por casa?
Cuando el actual oficialismo era oposición, sostenía que, una vez instalado en el gobierno, habría de mejorar rápido y sustantivamente el acceso a los mercados. Es así que se propuso cerrar TLC bilaterales con Estados Unidos (carta a Pompeo, secretario de Estado de Trump, ya en enero de 2020), con China (carta al embajador Wang Gang en julio de 2021), con Turquía, con los países del CPTPP (diciembre de 2022). Todo bajo el postulado, enunciado por el entonces ministro Bustillo, de que “Uruguay no le hace asco a negociar con nadie” y que no existía impedimento alguno a nivel regional.
Lo cierto es que no se alcanzó acuerdo bilateral alguno, y parece claro que la estrategia de “imposición unilateral de la flexibilidad” no es la adecuada. Y no es porque existan impedimentos jurídicos (la famosa cláusula 32/00), ya que el Mercosur ostenta una extremadamente débil institucionalidad y es, en lo sustantivo, un acuerdo de facto. Es que, como reconoció recientemente el propio presidente Lacalle Pou, la opinión de los socios del Mercosur (y en particular de Brasil) respecto de la conveniencia, o no, de negociar bilateralmente con nuestro país es un factor relevante para los potenciales candidatos para un TLC bilateral. La expresión de resistencias por parte de los socios tiene un poderoso y previsible efecto inhibidor.
Mientras tanto, la relación con Estados Unidos, que, como vimos, no negocia aranceles (tampoco en el marco de aquellas iniciativas de legisladores estadounidenses que, entre otros aspectos, implicaban dar a Uruguay el mismo estatus que otorgan a países de Centroamérica y el Caribe, lo que no parece viable), tiene buenas perspectivas de la mano de los ya vigentes TIFA y el tratado de protección de inversiones, junto con los beneficios que pueden derivar de la APEP de Biden, así como de la potente exportación de servicios. De hecho, de la mano de la revolución tecnológica, el sector de los servicios –por sobre el de los bienes– es uno de los principales motores de la etapa de la globalización que transitamos, y allí Uruguay ostenta buenas fortalezas.
Por otro lado, y habiendo quedado demostrado que no es razonable insistir en el camino de una negociación bilateral de un TLC con China que cuente con la oposición de Brasil (que es un gran socio comercial, económico y geopolítico de China, y aún más con el gobierno de Lula), el presidente Lacalle Pou ha demostrado pragmatismo, transitando el camino marcado por anteriores gobiernos para consolidar y profundizar vínculos y mejoras largamente negociadas.
De hecho, es posible pensar en una estrategia que siga obteniendo beneficios de la rivalidad geopolítica entre las superpotencias, siempre, eso sí, dando las garantías de un país maduro y responsable que entiende tanto las posibilidades como los límites que se derivan de aquella rivalidad.
¿Y qué pasa con la UE? Hasta hace pocos días las expectativas estaban planteadas en que las partes podrían alcanzar un acuerdo en torno a los compromisos ambientales (de forma que satisfacer la demanda europea sin que ello signifique una espada de Damocles pendiendo a discreción sobre el potencial flujo comercial hacia la UE), una actualización razonable para el mejor desarrollo de la industria del automóvil eléctrico en la región y la concesión de espacios de política adicionales para la gestión de las “compras públicas”.
Pero no, todo parece indicar que el mejor escenario será una hoja de ruta con una indicación concreta de los obstáculos a superar en los próximos meses. Ni la presión de la geopolítica parece haber sido suficiente como para que las autoridades europeas se atrevan a conceder posiciones y defender el acuerdo frente a sus siempre descontentos ciudadanos, ni, por el lado de Brasil, parece haber sido suficiente la evidencia de que el acuerdo es una oportunidad (¿la última?) para emprolijar y solidificar el propio Mercosur, dar credibilidad a la agenda de negociaciones extrarregionales del bloque y procesar impostergables aperturas.
Debería quedar claro, por cierto, que si se llega a la convicción de que el acuerdo Mercosur-UE no tiene perspectivas de cerrarse, por la razón y responsabilidad de quien sea, le será muy difícil al gobierno de Lula seguir negando reconocer a nuestro país márgenes de flexibilidad.
Y en eso llegó Milei, cuyo gobierno tendrá una clara orientación aperturista que debería concretarse, para sí mismo y para los demás, en posturas pro-flexibilidad a nivel del Mercosur. Eso sí, tal orientación aperturista deberá ser gestionada junto con las tensiones que surgen de los enormes desequilibrios macroeconómicos y de las tensiones que se derivan de su propia agenda hiperliberalizadora.
Dejando de lado aquella estrategia de “imposición unilateral” es necesario, y posible, negociar espacios de flexibilidad en el seno del Mercosur: Uruguay precisa mejorar sustantivamente su inserción extrarregional, y no es razonable que se le imponga esperar a que Argentina resuelva primero sus graves desequilibrios macroeconómicos (y encuentre caminos para procesar una apertura en el marco de su compleja economía política) y/o que Brasil concluya exitosamente el proceso de “neoindustrialización” en el que está embarcado Lula.
Sin plantear ridículos ultimátums (como lo fue el Plan de Flexibilización de abril de 2021), ni hacerlo “a los gritos” en las cumbres y pretendiendo hacer pagar a Brasil un elevado costo reputacional, se trata de negociar acuerdos marco que permitan avanzar a distintas velocidades en la negociación y/o, directamente, agregar excepciones y especificidades a la situación existente, opciones que se pueden resolver técnicamente y que el Mercosur, en su actual estado, debería poder tolerar.
Mientras tanto, y en línea con las tendencias globales, se trata de potenciar aún más a Uruguay como exportador de servicios de base digital, potenciar el perfil sanitario de nuestros productos (especialmente los de base agropecuaria) de acuerdo a criterios cada vez más exigentes (y que los productores deben asumir plenamente), potenciar la agenda de energía verde (siempre sujeta a criterios ambientales), seguir trabajando el espacio de las “finanzas verdes”, y todo ello sin el inconducente lamento del “pecado de hacer las cosas bien” (Lacalle Pou dixit), sino de la comprensión, permítase reiterar, de las tendencias globales.
Queda la tarea de mejorar sustantivamente la institucionalidad que hace a la negociación del comercio exterior: ¿un elenco negociador específico en la cancillería, con estatuto funcional diferenciado?, ¿otro balance de competencias RREE-MEF-Presidencia?, ¿más potentes espacios institucionales de análisis y prospección en la materia?, ¿una institucionalidad específica para el comercio exterior?, ¿reconstruir y potenciar espacios de coordinación entre ministerios y agencias en el marco de una institucionalidad de desarrollo productivo? Pero esa es otra discusión, otra historia.
Gabriel Papa es economista, fue asesor del Ministerio de Economía y Finanzas (2011-2020) e integra Fuerza Renovadora.