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Foto: Pablo Vignali / adhocFOTOS

La política monetaria y la política fiscal: un repaso histórico. Segunda parte

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Reseña del libro Una historia monetaria y fiscal de los Estados Unidos, 1961-2021, un recorrido por la política económica norteamericana durante las últimas seis décadas.

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Ronald Reagan y el problema déficit fiscal

En enero de 1981 asumió la presidencia Ronald Reagan, con una visión clara sobre la necesidad de implementar un significativo recorte de impuestos para estimular la economía estadounidense. Desde el punto de vista de nuestro relato, que discurre sobre la historia fiscal y monetaria de los últimos 60 años, este será otro ejemplo del vínculo disociado que en el pasado tenían ambas políticas económicas.

En ese sentido, según la postura de Reagan, la Reserva Federal (FED) se enfocaría en el combate contra la inflación, mientras que el gobierno sería responsable de reimpulsar el crecimiento económico por la vía del empuje fiscal. La historia demostraría lo problemático de esta visión, en tanto no es posible separar una cosa de la otra y perseguir ambos objetivos simultáneamente. Con el paso de los años, la política fiscal de Reagan fue generando un creciente déficit fiscal, al tiempo que la política monetaria se iba tornando menos restrictiva con la dilución de los shocks de oferta y la moderación de la inflación. En concreto, la brecha entre los ingresos y egresos del sector público llegó a representar 5,9% del PIB en 1983, y solamente fue menor a 3% en uno de los 12 años que le siguieron a 1981.

Para contextualizar lo anterior, debemos tener presente que, antes de que llegara Reagan al poder, entre 1948 y 1981 el déficit se mantuvo por debajo del 3% del PIB, salvo por dos excepciones que tuvieron lugar entre 1975 y 1976, dos años recesivos. En efecto, el déficit promedio para ese período fue de apenas 1,7% del PIB, a pesar de que esos años comprenden a la guerra de Corea y también a la de Vietnam.

El Clinton boom y la crisis “puntocom”

La década de los 90 fue una de las más prósperas en la historia de Estados Unidos, con un fuerte avance de la actividad que se extendió desde 1991 -luego de superada la leve recesión que comenzó en julio del año anterior- hasta 2001, cuando estalló la crisis de las “puntocom”. A este período se le conocería como the Clinton boom, en tanto comprende sus dos períodos de gobierno: el PIB creció por encima de su tendencia, la tasa de desempleo alcanzó mínimos de varias décadas y la inflación permaneció controlada pese al dinamismo de la actividad.

Además del crecimiento y la baja inflación, la mejora de las cuentas públicas fue otra de las características de este período, ya que logró retomar el superávit fiscal tras varios años de déficits acumulados. También lo fue la independencia marcada de la FED, que por ese entonces estaba siendo liderada por Alan Greenspan. “No comentamos sobre lo que hace la FED” se convertiría en su lema luego de que varios presidentes intentaran influir sobre sus decisiones. En efecto, la idea de utilizar la política fiscal de forma discrecional fue perdiendo peso, marcando un cambio en el manejo de la política económica respecto a los períodos previos que fueron analizados.

Sin embargo, no todo lo que brilla es oro, y durante esos años de boom se fue gestando una burbuja que terminaría estallando al comienzo de este siglo. Concretamente, el mercado de acciones había estado sobrevalorando muchas de las empresas tecnológicas que habían emergido con potencia entre 2000 y 2001, un hecho que se corrigió dolorosamente con la irrupción de una nueva crisis, que, además, no sería la última.

La crisis de 2008: causas y consecuencias

Como fue analizado en una columna previa,1 el economista Raghuram Rajan sintetizó las causas que llevaron al colapso financiero de 2008: creciente desigualdad de ingresos, presión política para facilitar el crédito, volatilidad del financiamiento externo, recuperación dispar del mercado laboral y conducción de política monetaria.

En relación a esto, la enorme cantidad de dinero que fluyó hacia hogares de bajos ingresos provocó un aumento desproporcionado de los precios y un deterioro de la calidad de las hipotecas. Al mismo tiempo, los bancos habían asumido una enorme cantidad de riesgos, comprando y vendiendo paquetes de hipotecas incorrectamente categorizadas como de alta calidad crediticia, pero que contenían todo tipo de cosas unidas a través de una compleja ingeniería financiera.

A su vez, una de las principales críticas apuntó al rol que jugó la FED, que mantuvo durante muchos años -hasta mediados de 2004- las tasas de interés en niveles muy bajos, promoviendo el crédito barato para empresas y hogares, y generando incentivos perversos para invertir en instrumentos cada vez más riesgosos. Otros economistas también apuntan hacia la FED, pero no por generar crédito barato, sino por promover la desregulación del sistema financiero y comprometer su estabilidad. A la luz de lo anterior, vale destacar que no hay mayor responsabilidad de la política fiscal en lo que fue la gestación de este episodio.

Más allá de las causas, una vez que la burbuja reventó con la caída de Lehman Brothers, tanto la política monetaria de la FED (llevando la tasa de interés a mínimos históricos y otorgando liquidez) como la política fiscal del gobierno (mediante los paquetes de estímulo desplegados por George W Bush en 2008 y luego por Barack Obama en 2009) actuaron conjuntamente para mitigar el colapso. Obviamente, no lograron impedir la recesión, que sería la más severa desde 1929, destacándose por su magnitud y no tanto por su extensión en el tiempo.

La presidencia de Donald Trump y la irrupción de la pandemia

Cuando Donald Trump asumió la presidencia en enero de 2017, la economía mostraba un ritmo de crecimiento aceptable -aunque por debajo del potencial- y un mercado laboral muy sólido. Sin embargo, pese a la coyuntura favorable, Trump impulsó una política fiscal expansiva a través de un nuevo recorte de impuestos, que fue aprobado por el Congreso con mayoría republicana en diciembre de ese año (esto lo vimos antes, ¿verdad?). Por las razones que ya fueron analizadas, muchos economistas veían este estímulo como innecesario, dado que la economía se acercaba al pleno empleo y podría “sobrecalentarse”.

Pero, en contraste con lo sucedido en otras décadas, esto no fue lo que finalmente ocurrió, es decir, no hubo una escalada inflacionaria producto de un exceso de demanda. Es más, la FED no lograba llegar al objetivo de 2% que se había marcado para la variación de precios; una paradoja si lo analizamos con los lentes actuales.

Por el lado de la política monetaria, la FED tenía que balancear entre los temores asociados al impacto económico de la guerra comercial con China y el hecho de que la economía mostraba solidez por el lado del empleo, pero debilidad por el lado del crecimiento. Esto derivó en movimientos que fueron en direcciones opuestas: en 2017 subió las tasas y en 2019 comenzó a recortarlas levemente. Además, Trump comenzó a ejercer presión pública sobre la autoridad monetaria para que bajara las tasas, primero lo hizo sobre Janet Yellen y luego sobre su sucesor, Jerome Powell.

Considerando lo anterior, y a pesar de la rebaja tributaria, el crecimiento del PIB no cambió significativamente durante estos años, manteniéndose estable en torno a 2,4% entre 2015 y 2019. Fue en este escenario que apareció la pandemia, un “cisne negro” totalmente inesperado. En perspectiva, la contracción económica en 2020 (10,1%) fue la mayor en casi un siglo, superando ampliamente el retroceso observado entre 2008 y 2009. Para comparar, la caída del PIB que tuvo lugar entre el cuarto trimestre del 2007 y el primer trimestre de 2019 ascendió a 4%, mientras que la contracción concentrada en el segundo trimestre del 2020 fue de 31,2%, llevando la actividad al nivel que tenía a comienzos de 2015. El desempleo, por su parte, trepó rápidamente hasta 15%.

Obviamente, ante este escenario, fue necesaria una combinación agresiva y sincronizada de estímulos fiscales y monetarios, direccionados hacia distintos objetivos. Las políticas fiscales brindaron alivio en efectivo, en gran medida a través de recortes de impuestos y transferencias. A modo de referencia, la expansión fiscal combinada entre la administración de Trump y la de Joe Biden sumó alrededor de 6 trillones de dólares, una suma desproporcionada que ocasionó el déficit más alto desde la Segunda Guerra Mundial. Este es, para muchos analistas y académicos, la causa central detrás del rebrote inflacionario que emergió con fuerza a partir de 2021.

Por su parte, en el plano monetario, la política se enfrentaba a dos dificultades. Primero, las tasas de interés ya estaban en niveles excepcionalmente bajos y no había mucho margen para continuar estimulando la actividad mediante recortes adicionales. Segundo, la política monetaria actúa con rezago, es decir, existe un delay entre el momento en el que se toma la decisión y en el que comienzan a operar los efectos sobre el consumo y la inversión.

De esta manera, la FED y el Tesoro estadounidense volvieron a trabajar en conjunto, como lo hicieron durante la crisis financiera de 2008, para evitar un colapso mayor del que terminó teniendo lugar. Un año después, y guerra mediante, el problema pasó a alojarse principalmente en el frente de los precios, con un incremento histórico de los registros inflacionarios que sigue operando como uno de los principales focos de preocupación en el ámbito macroeconómico -además de la situación de las cuentas públicas, dada la exacerbación del déficit generado por los paquetes de estímulos, especialmente el último-.

En síntesis: ¿qué nos deja el análisis de estas seis décadas de política monetaria y fiscal?

Según Alan S Blinder, autor del libro reseñado en este ciclo de dos columnas, entre 1961 y 2021 la política fiscal dio paso a la estabilización monetaria, con un vínculo que no estuvo exento de altibajos durante la extensión de ese período.

En particular, queda en evidencia cómo han ido cambiando las actitudes en relación a los déficits fiscales -desde “lo peor que puede pasar” hasta algo “necesario”-, al vínculo entre la política monetaria y la política fiscal, y a la necesidad de independencia para la autoridad monetaria. En este último caso, se pasó de considerarla como un tema menor e innecesario a valorarla como un aspecto clave y fundamental para llevar a cabo buenas políticas macroeconómicas. En efecto, más allá de las discusiones que han emergido en estos últimos meses, el apoyo a la independencia bancocentralista ha ganado mucho terreno en estas últimas décadas.

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