Vivimos tiempos de incertidumbre, y las noticias acerca de las negociaciones del acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea (UE) –en adelante, el Acuerdo– dan cuenta de ello. Así, en cuestión de semanas, se pasó de informar que durante la 13a Conferencia Ministerial de la OMC en Abu Dabi (26 al 29 de febrero) se habría de anunciar “el cierre” favorable de las negociaciones, a afirmar que el Acuerdo está definitivamente “enterrado” y bajo las ruedas de los tractores de los agricultores europeos.
Lo último que se sabe formalmente del responsable institucional europeo a la fecha son las palabras en el Parlamento de Valdis Dombrovskis, vicepresidente ejecutivo de la Comisión y comisario de Comercio: “Habiendo escuchado al presidente Macron, pero también a Scholz y Sánchez, quienes son realmente muy partidarios de este Acuerdo, la negociación continúa”. Como se ve, las opiniones, en las altas esferas europeas, están divididas. Pero, además de las “altas esferas”, importa el contexto, y este no es favorable al Acuerdo. Para nada.
Un “acuerdo en principio”, pero sin final
Tal grado de falta de certezas da cuenta de un Acuerdo que, aunque “técnicamente cerrado” entre los gobiernos del Mercosur y la Comisión Europea en junio de 2019 (aquel texto calificado como “acuerdo en principio”), despertó las previsibles resistencias de todo tratado de libre comercio (TLC). Y ello a pesar de que las preferencias comerciales previstas se despliegan en el tiempo e incluyen cuotas para bienes considerados “sensibles”.
Además, el Acuerdo no contiene un capítulo en materia de protección de inversiones ni la ampliación de obligaciones en propiedad intelectual (dejando a un lado el tema de las “indicaciones geográficas”, en el que la UE tiene tradicional interés), dos áreas que siempre son problemáticas y que despiertan legítimas resistencias.
El punto es que aquellas previsibles (y políticamente gestionables) resistencias tomaron nuevas formas y bríos pos 2019, con lo que la burocrática tarea de “revisión jurídica” y “traducción” se transformó en un largo impasse, que es la situación en la que estamos.
Pasada la pandemia y con el advenimiento de Lula en Brasil, los dos temas bajo negociación (a pesar de que habían sido oportunamente objeto de acuerdo y de que, por lo tanto, cuentan con normativa específica en el Acuerdo) fueron los de “compras públicas” (concretamente, la voluntad de Brasil de generar mayores “espacios para política”, es decir, disponer de mayores márgenes para usar las compras públicas como herramienta de desarrollo) y, por otro lado, las nuevas disposiciones que supeditarían el ya negociado acceso preferencial de los bienes agropecuarios del Mercosur a la UE al cumplimiento de pautas ambientales, ya sea vinculadas al Acuerdo de París o a la legislación ambiental interna de la UE, que se desarrolla gradual y sistemáticamente (aunque no sin resistencias internas, como veremos).
Cabe señalar que la ambición de sectores del gobierno de Brasil de “actualizar” el Acuerdo cerrado formalmente en junio de 2019 (particularmente, la pretensión de mayores plazos en la desgravación arancelaria de bienes industriales) no tuvo, desde el principio, andamiento en la mesa de negociaciones.
De acuerdo con la información pública disponible, los reparos europeos a otorgar aquel “espacio para políticas” habrían sido superados: de ello es testimonio el intenso recurso a las “compras públicas” en el plan de “neoindustrialización” lanzado semanas atrás por Brasil. Más complejas son las exigencias ambientales, no tanto las referidas al Acuerdo de París (ya que los países del Mercosur son signatarios), sino las derivadas de la normativa ambiental (y su interpretación y aplicación) que gradualmente se incorporan en el ámbito de la UE.
Como se comprenderá, no parece razonable exigir a los países del Mercosur perder control sobre las ya negociadas preferencias comerciales en función de normativa y decisiones unilaterales tomadas “autónomamente” en el ámbito europeo; o, dicho de otra forma, se trata de una negociación específica que requiere niveles de confianza y voluntad que no parecen estar presentes. Porque, aunque las políticas ambientales tienen poderosas justificaciones y razones específicas para ser desarrolladas e incorporadas en la agenda comercial (en el marco multilateral o en el plano de los acuerdos bilaterales y/o plurilaterales), es cierto que se puede prestar, y se presta, para implementar prácticas neoproteccionistas.
Haciendo abstracción de la peripecia actual de la negociación y, es más, aun suponiendo que se encuentren soluciones “técnicas” (lo que es posible), parece difícil que la Comisión tome para sí la decisión de anunciar que (nuevamente) “cerró” un acuerdo con el Mercosur, y que someta el texto para su ratificación al Consejo Europeo, a meses de las elecciones para una nueva integración del Parlamento. Más bien, todo indica que, en el mejor de los casos, la actual Comisión esperará por el escenario político emergente de las elecciones, del 6 al 9 de junio, del Parlamento.
De dichas elecciones, y luego de negociaciones entre los eurodiputados electos (y entre sus referencias políticas a nivel nacional), emergerá el nuevo presidente de la Comisión (que puede ser Ursula von der Leyen, que se presentará para un nuevo período) y, posteriormente, y también a partir de negociaciones que deben contar con el aval de las formaciones políticas nacionales, los distintos comisarios. Nada indica que en las elecciones europeas se impongan sectores de talante medianamente aperturista, sino más bien lo opuesto.
En cualquier caso, sea que se declare oficialmente el fin de las negociaciones o, más probablemente, sea que se prolongue el impasse hasta que asuman las nuevas autoridades de la Comisión, lo previsible es que “la (tan mentada) ventana del segundo semestre de 2023” (cuando España y Brasil eran respectivos presidentes de sus bloques) para alcanzar un “texto definitivo” (sea cual fuere) se cerró.
Nota al pie sobre las protestas de los productores agropecuarios y el Acuerdo
Detrás de las protestas, además del malestar social que cristaliza periódicamente en uno u otro colectivo (factor de contexto nada menor), las demandas de los productores consisten en tener mayores apoyos de la política agropecuaria común (PAC), menores exigencias provenientes de la política ambiental y “frenar a Ucrania”. Esto último no refiere a una confabulación del régimen de Putin, sino a una consecuencia no deseada del apoyo de la UE a Ucrania. Hace dos años, y para apoyarla en el esfuerzo de guerra, se redujeron aranceles y barreras a los bienes procedentes de aquel “granero del mundo”, y ello tiene consecuencias en los mercados europeos.
Tan es así que el 12 de febrero el comisario Dombrovskis compareció ante el Agrocomité del Parlamento. Luego de consignar que “la UE es el primer exportador mundial de productos agroalimentarios y el tercer importador después de China y Estados Unidos”, se refirió a las decisiones tomadas para contemplar a los protestantes.
La primera es una marcha atrás en la política ambiental: “La Comisión propuso una excepción de un año a las normas de la PAC que obligaban a los agricultores a mantener el 4% de las tierras cultivables como no productivas por razones medioambientales”.
La segunda tiene que ver con Ucrania: en caso de que las importaciones agrícolas provoquen desequilibrios a nivel nacional, “la Comisión podrá tomar medidas correctivas rápidas en el marco del mecanismo de salvaguardia reforzado” (y también se previó “un freno de emergencia para los productos más sensibles”).
Dombrovskis también se refirió a su mandato como comisario de Comercio en las negociaciones de los TLC: “Nuestros equipos hacen todo lo posible para proteger los intereses de nuestros agricultores. Cuando nos enfrentamos a demandas poco realistas, esto tiene consecuencias”, y puso el ejemplo de las negociaciones con Australia: “La celebración del acuerdo figuraba entre las principales prioridades de la Comisión. Pero al final Australia solicitó inesperadamente cuotas para la carne vacuna, ovina y el azúcar, que eran al menos el doble de las cifras que habíamos discutido semanas atrás. Por supuesto, no lo hicimos concluir en esos términos”.
Luego de aludir a negociaciones, renegociaciones y reclamos con relación a los TLC con Canadá, República de Corea y el más reciente con Nueva Zelanda, agregó, en una formulación que le da contexto a la (supuesta) amenaza de un acuerdo con el Mercosur: “En general, en nuestros TLC minimizamos sistemáticamente el riesgo de dañar potencialmente los productos sensibles de la UE como la carne de vacuno, las ovejas, las aves, el azúcar y el arroz. Sólo concedemos a nuestros socios comerciales un acceso muy limitado al mercado, abriendo pequeños volúmenes de cuotas que, para los productos sensibles en nuestras negociaciones clave, no representan más del 1,5% de la producción nacional de la UE”.
Finalmente, se refirió a la normativa ambiental “autónoma”: “La UE ha adoptado recientemente una serie de medidas autónomas, exigiendo el cumplimiento de ciertas normas de producción (“estándar”) también a los productos importados, como por ejemplo cadenas de suministro [de bienes agropecuarios producidos en áreas] libres de deforestación”. Este punto no afecta a los productores europeos, sino a su competencia, los mercosurianos.
En definitiva, Ucrania y la legislación ambiental estuvieron en la base de las protestas de los sectores agropecuarios. Y hay una burocracia negociadora europea que tiene claro el peso “estratégico” del sector agropecuario. Es decir que el Acuerdo puede ser agitado para azuzar la movilización, pero no tiene entidad real como amenaza.
Para delinear futuros posibles del Mercosur con la UE (si existieran), tómese nota de que Ucrania está en proceso de ingreso formal al bloque y que la legislación ambiental, con titubeos, seguirá avanzando. Y que los agricultores europeos –pilar de la identidad nacional al cual “la política”, y los políticos, no va a dejar caer– tienen siempre a mano el recurso de la (ruidosa y efectiva) movilización y, en términos generales, el apoyo de gran parte de la ciudadanía.
Nostalgia de ¿lo que ya no será?
El último de los trabajos técnicos de evaluación del Acuerdo fue realizado, con foco en Brasil, por el reconocido instituto de investigación IPEA (Avaliação dos impactos do acordo de livre comercio Mercosul-Uniao Europeia, 12/2023).
En las conclusiones se establece que “las reducciones arancelarias y concesiones de cuotas de exportación previstas en el acuerdo entre la UE y el Mercosur tendrían un efecto positivo sobre el PIB de Brasil, de modo que, entre 2024 y 2040, el aumento del PIB respecto al escenario de referencia sería de 0,46%, equivalente a un monto de 9.300 millones de dólares a precios constantes de 2023. Entre los firmantes del acuerdo, Brasil tendría el mayor aumento relativo del PIB, mucho mayor que el de la UE (0,06%) y también que el de los demás países del Mercosur (0,20%). En valores absolutos, la ganancia de Brasil sería casi igual a la de la UE, a pesar de que la economía de ese bloque es mucho mayor que la del país”.
Más allá de las ganancias/pérdidas macro y sectoriales, y de las posibilidades de aplicar políticas productivas para maximizar unas y minimizar otras, quizá el valor del Acuerdo para el Mercosur es (era) “invisible a los ojos”. En efecto, para un bloque con tanta normativa común como amplias excepciones, con tantos márgenes para la discrecionalidad, tan carente de reglas (y de órganos que las apliquen), en definitiva, un ¿bloque? tan poco institucionalizado, un acuerdo con un tercero (y más si ese tercero es un socio archinstitucionalizado, como es la UE) es (era) una fantástica oportunidad para ordenarse y disciplinarse internamente. Un ordenamiento interno que sólo puede (hubiera podido) vigorizar el comercio y la inversión intra Mercosur.
Un ordenamiento interno que, además, tendría (hubiera tenido) el atractivo de producirse en torno a prácticas, estándares y normativas económicas y ambientales, como las de la UE, que marcan tendencia a nivel global.
Y, tratándose de un acuerdo con la UE, que ya cuenta con un TLC con Chile (recientemente actualizado), México, Colombia, Perú, Ecuador, y dado que los países del Mercosur tienen también, vía Aladi, distintos acuerdos con ellos, se puede pensar que el acuerdo con la UE puede (hubiera podido) ser referencia y catalizador para un lento y sistemático trabajo de “acumulación” de preferencias, potenciando aún más el comercio y la inversión intra y extrarregional.
Y, si se trata de fantasear, se puede pensar que, dinámicas político-comerciales mediante, una vez ratificado el acuerdo con la UE, la EFTA (Suiza, Noruega, Islandia y Liechtenstein), con la que ya existe un texto acordado, sería el siguiente a ratificar, y luego tocarían la puerta Estados Unidos, China…
Demasiados “quizás”
Quizá un Acuerdo con intereses ofensivos y defensivos tan definidos, potentes y enfrentados –de un lado, la competitiva agroexportación mercosuriana; del otro, la competitiva industria exportadora europea; una y otra enfrentadas, recíprocamente, a resistencias estructurales en los mercados y espacios políticos de destino– nunca tuvo reales chances de ver la luz. Quizá la urgencia climática y la agenda ambiental imponen a los liderazgos europeos y mercosurianos exigencias y ritmos difíciles de balancear en el plano interno y externo.
Quizá los (mal)humores sociales europeos no favorezcan macroacuerdos económicos, percibidos por las ciudadanías como el resultado del frío interés de las élites y tecnocracias supranacionales. Quizá la mentada relevancia geopolítica del Mercosur en el diseño de la “autonomía estratégica” de la UE no existe. Quizá Brasil no está convencido de que su desarrollo requiere, por el momento, mayores, e institucionalizados (y, por lo tanto, irreversibles), niveles de apertura. Quizá los liderazgos políticos son incapaces de gestionar los acuerdos nacionales necesarios para legitimar estas iniciativas.
O, quizá, los grandes acuerdos comerciales están asociados a los tiempos de una hiperglobalización que ya pasó, y haya que hacer una pausa y una redefinición de los acuerdos comerciales hacia formatos menos abarcativos, más flexibles y cercanos a las especificidades nacionales.
¿Y ahora?
Lo cierto es que el Acuerdo, en su forma actual, no está disponible, y por un buen tiempo no lo estará (si es que volverá a estarlo…).
Hay otras “certezas”. Una es que la orientación económica del gobierno de Javier Milei es claramente aperturista. Diría más, es una orientación unilateral e irrestrictamente aperturista. Claro está, Milei tiene, además de sus enfrentamientos con Lali Espósito, prioridades y urgencias macroeconómicas a resolver a nivel interno que, se supone, le impiden, al menos por un tiempo, poner el foco en la agenda comercial “externa”. Y, además, debe gestionar la atención de las urgencias macroeconómicas junto con las restricciones que provienen de la economía política (y de los intereses empresariales y políticos asociados) de la larga experiencia proteccionista argentina.
Pero hemos visto que Milei tiene tan poca paciencia como una fuerte impronta dogmática refundacional. En cualquier caso, es seguro prever que las demandas de “flexibilización” de Uruguay respecto del Mercosur –demandas que, con sus diferencias, comparten anteriores y actual gobierno– deberían ser acompañadas por el gobierno de Milei.
Una segunda certeza es que el gobierno de Lula tiene una orientación desarrollista. Y si bien es clara su ambición de liderazgo regional (si los resultados están a la altura de la ambición es otro tema), queda por ver cuán clara, prioritaria y potente es su agenda mercosuriana. Dos casos. En diciembre de 2023, luego de la Cumbre del Mercosur, y con la presencia de los presidentes Arce y Peña (y sin Lacalle Pou), Lula lanzó la PAC Integración: cinco ejes de obras de infraestructura que atraviesan el subcontinente del Atlántico al Pacífico, con una financiación de bancos regionales y el BNDES de 10.000 millones de dólares.
La pregunta es qué niveles de coordinación tienen estas obras de infraestructura (en sus objetivos, diseño, coparticipación, etcétera) en el Mercosur. No es comercio, pero la infraestructura y el comercio van bastante juntos, ¿no? Más cerca en el tiempo, en enero de 2024, se lanzó el Plan Nova Indústria Brasil: financiamiento de 300 billones de reales hasta 2026, líneas de crédito preferencial para innovación, intenso uso de la herramienta compras públicas para un plan con “metas”, “desafíos”, “áreas prioritarias” y “acciones” para seis misiones. De nuevo, ¿existió algún nivel de coordinación con los socios del Mercosur? Es difícil concebir la tan mentada “integración productiva regional” sin que existan niveles de coordinación en la región a la hora de lanzar tan potente plan de “neoindustrialización”.
Una tercera certeza, vinculada a las anteriores, es que no ha existido, en la historia del Mercosur, otro período en el cual los gobiernos de Argentina y Brasil tengan orientaciones económicas, y en materia de inserción, tan pero tan divergentes. Si esto es así, y más allá de los lazos e intereses generados por el importante (aunque cada vez menos relevante) comercio intrarregional, ¿puede sobrevivir una “unión aduanera” o, más bien, un “bloque” tan poco institucionalizado, con tal grado de divergencia entre las orientaciones de los dos socios mayores? El desafío de supervivencia, y aún más sin contar con acuerdos ancla con terceros en el horizonte, es evidente.
Bajando a Uruguay
Si volvemos a la relación con la UE, es bueno tener claro que Uruguay podría promover la “bilateralización” del Acuerdo. El punto es, quizá, excesivamente especulativo, pero se podría imaginar un escenario en el que los mandatarios firman el texto (con las nuevas exigencias europeas), el Consejo Europeo lo ratifica y el Parlamento Europeo vota la parte comercial, pero sólo para Uruguay (que debería ratificarlo por su lado), mientras que los otros socios del Mercosur no lo ratifican. El escenario es muy improbable, pero echa luz sobre el hecho de que Uruguay está en condiciones de aceptarlo. De alguna forma, es como lo que hizo Reino Unido, pero al revés, cuando luego de salir de la UE “bilateralizó” los acuerdos con terceros que tenía durante su membresía en el bloque.
En cualquier caso, el impasse del Acuerdo del Mercosur con la UE deja aún más baldía la agenda extrarregional del Mercosur. Y eso no es gratis, ni para el cuerpo (la salud económica) ni para el alma (el affectio societatis) de los integrantes del bloque.
En el corto plazo, no es razonable que se le pida a Uruguay que siga aguardando por una agenda extrarregional común que no tiene visos de concretarse. ¿O acaso las negociaciones con Canadá y la República de Corea tienen atisbo de ser finiquitadas?, ¿o acaso hay que suponer que la agenda de negociación con los países de Asia será más expedita? El tiempo que llevó ratificar el acuerdo con Singapur (que ya tenía arancel cero) no lo sugiere.
Luego de los fracasos protagonizados en la materia, se supone que el gobierno ya tiene claro que, para concretar un acuerdo bilateral, o para ingresar en uno preexistente, se requiere que exista interés por parte de una contraparte. Y esa contraparte tiene claro que el socio importante en la región es Brasil. Ergo, Uruguay requiere dejar atrás la fallida “estrategia de imposición unilateral de la flexibilidad” y sustituirla por una negociación y un acuerdo con Brasil sobre los próximos pasos en la agenda extrarregional.
En definitiva, Uruguay tiene por delante opciones, y para todas es necesario que tenga claro sus objetivos y prioridades, y que forje los acuerdos nacionales necesarios.
Gabriel Papa es Economista, y fue asesor en el MEF.