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Otro fetiche del debate educativo

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  1. En el debate sobre la educación se da por admitido que hay que cambiar las metodologías de enseñanza, incluyendo, por ejemplo, más tecnología en las aulas. Así, se ha dicho con insistencia que parte del problema educativo está en el cómo enseñar y no en el qué. El epítome de esta perspectiva puede ser el discurso del ex presidente José Mujica, quien no se cansó de decirlo y, con ello, de despreciar los contenidos y las disciplinas y, desde luego, a los docentes, por eso de que no han sido dúctiles en la captación del deseo de aprender de los alumnos, quizá por la falta de un discurso campechano, a la Mujica.

Así, en el contexto del empuje retórico del que ha sido objeto el Plan Ceibal en las últimas semanas, todo parecería adoptar otra claridad y mostrarnos que el problema está, va de suyo, en los docentes, que no se aggiornan, que se resisten a la inclusión de las nuevas técnicas de trabajo para potenciar lo que ocurre en los salones de clase, para que los estudiantes “aprendan a aprender”, objetivo último, parece ser, de toda educación, principal desvelo de los especialistas en pedagogía, que ven en ello la llave maestra para el éxito en la sociedad.

Aquí, el discurso de las competencias de diverso tipo, entre las que destacan las emocionales, es la otra pieza fundamental de la maquinaria que permite ensamblar el aprender a aprender y el uso de las tecnologías de la información y la comunicación, con el fin de que nuestros alumnos sean más críticos, más “abiertos al mundo”, para que no se aburran y todo “fluya” adecuadamente, para que reconozcan sin dificultad la utilidad de las cosas que se les enseñan.

En resumen, el problema es de didáctica, de técnicas y estrategias que permitan dar con ese objeto tan escurridizo del aprendizaje. Ya es tiempo, suponemos, de dejar atrás las clases tradicionales, conservadoras, que no hacen otra cosa que reproducir al infinito los problemas de la educación y la desigualdad entre los alumnos (y entiéndase que no estoy defendiendo las clases tradicionales, que no me estoy aferrando a modelos conservadores porque no quiero moverme de mi cómoda posición). Qué duda cabe de esto, si todo el aparato sociológico de investigaciones y trabajos de diversa índole nos lo muestra frecuentemente y con elocuencia, tanto más si ya estamos acostumbrados a pensar en términos de porcentajes, de quintiles, de gráficas, etcétera.

Llegado el momento, la decisión se sitúa entre quienes están del lado del cambio, inherentemente asociado a la inclusión de recursos técnicos en las aulas, de nuevos métodos de evaluación que puedan decirnos de antemano qué es el aprendizaje y cómo va a ocurrir, mediante grillas, rúbricas, indicadores de todo tipo; en suma, todo un lenguaje tomado directamente de la economía, de lo que responde a las cambiantes necesidades del mercado laboral, etcétera; y quienes están del lado de los contenidos, de los conceptos (del conocimiento), tan alejados de la vida cotidiana de los alumnos, de sus intereses, y que proponen un mundo abstracto que no despierta el deseo de aprendizaje en aquellos a quienes está dirigida toda auténtica educación.

  1. La didáctica se constituye, entonces, como el dominio de la necesaria convergencia entre el docente y el alumno (todo es, a fin de cuentas, un problema de comunicación; todo puede reducirse a adecuadas técnicas comunicativas que el docente podría implementar para “llegar” al alumno). ¿Por qué esa insistencia de los discursos en la adecuación o pertinencia de los contenidos disciplinares en la vida de los alumnos? ¿Qué son esos discursos sino la reacción imaginaria al mandato pragmático, económico, que exhorta a trabajar con conceptos cercanos a las necesidades vitales de nuestros alumnos, a sus urgencias domésticas? ¿Acaso el discurso tecnocrático no nos dice todo el tiempo que debemos recortar de los programas los conocimientos disciplinares para darle sentido a la educación, dado que los estudiantes no perciben la conexión de dichos conocimientos con la vida que experimentan a diario? ¿No se trata, en último término, de responder a las necesidades del mercado y de su lógica de la velocidad, del enganche de cada sujeto con la lógica económica misma, más que con ciertas mercancías en particular? Llegados a este punto, habría que considerar si la educación no queda, de este modo, convertida en una máquina que expulsa a la política y, por ende, al sujeto. La didáctica, tal como se nos aparece hasta aquí, sustituye el lenguaje por la técnica, la metodología y los recursos tecnológicos que, creyendo descentrar al docente como figura principal de la enseñanza y, en consecuencia, situando al alumno en el centro, no hace otra cosa que diluir la palabra propiamente educativa en beneficio de la comunicación acrítica; reemplaza al sujeto por los indicadores, las grillas o rúbricas de evaluación, por la planificación del hecho educativo como si, mediante la administración previa de lo que puede ocurrir en el aula, mediante el cálculo de cómo estabilizar lo inestable, se pudiera aprehender el aprendizaje, convertido desde antes en una cosa, al estilo de las ciencias positivas.

Pero todo esto es un problema que poco se discute, porque ha pasado a formar parte del aire que respiramos diariamente, de los discursos de políticos, especialistas en educación, sociólogos, panelistas de programas de “debate”, ciertas autoridades educativas, que hablan aquí, allá y acullá, acomodándose a lo que está de moda y mostrándolo como algo que va de suyo, como una evidencia inobjetable ante la que todos los docentes deberíamos rendirnos.

Es que hace rato estamos funcionando en la lógica del cambio irracionalmente incesante, de la fluidez informativa; en la lógica, si se quiere, de las redes sociales, el nuevo mundo en que viven nuestros alumnos y que poco o nada tiene que ver con lo que les ofrece el sistema educativo. ¿Pero el sistema educativo tiene que ofrecerles algo que vaya por ese lado? ¿O más bien tiene que buscar la forma de suspender esa lógica y no ya solamente de adaptarse a ella? Creo que el debate educativo, en los aspectos que he planteado, no puede ofrecer una discusión que se sitúe por fuera de la lógica de la innovación, de las competencias, incluso de cierta extraña lógica con arreglo a la cual se piensa que una posible solución a las dificultades del aula (de cómo hacer para que los alumnos aprendan) se puede encontrar en el liderazgo, en el “empoderamiento” (?) de los docentes, en términos de un coaching a la manera más bien empresarial o del marketing. Así, la relación enseñanza-aprendizaje se juega, parece ser, en el terreno de la gestión, de una adecuada administración de los contenidos y de las técnicas comunicativas para hacerlos llegar a los alumnos, partiendo del vínculo que dichos contenidos deberían tener con la vida misma. Y esto es algo que, huelga decirlo, ocurre en todos los niveles del sistema educativo, desde la escuela hasta la universidad.

  1. Si hoy domina ampliamente el discurso de la innovación, de la creatividad; si hoy el Plan Ceibal se vende como la gran hazaña del siglo XXI que nos puede depositar a la vanguardia mundial en términos de sujetos eventualmente más calificados para el mercado laboral, ¿por qué, entonces, hoy –y desde hace un largo tiempo– nuestros alumnos (en cualquier lugar del sistema educativo en que nos paremos), los innovadores del mañana, los que tendrán el éxito más o menos asegurado, no pueden comprender textos sencillos, sin demasiadas complejidades léxicas y sintácticas? ¿Por qué les cuesta tanto escribir textos coherentes, adecuadamente organizados en párrafos, debidamente puntuados?
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