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Carlos Skliar.

Foto: Federico Gutiérrez

Académico considera que se debe poner el foco en cómo enseñar “a cualquiera” antes que en aprendizajes singulares

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El argentino Carlos Skliar considera que la pedagogía “está en la búsqueda de un lenguaje”

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El pensamiento del académico argentino Carlos Skliar es producto de una intersección entre pedagogía, literatura y filosofía. Desde ese punto de partida se preocupa por problematizar conceptos que se ponen de moda, a los que considera “sospechosos” y tratados con liviandad. Por ejemplo, señala que esos son los casos de ideas como la “inclusión” y la “diversidad”, vocablos que critica porque vienen de un lenguaje y una práctica jurídica que está lejos de lo que pasa cotidianamente en los procesos educativos. La semana pasada, Skliar estuvo en Uruguay para participar en un conversatorio organizado por la Maestría en Psicología y Educación y por el Instituto de Psicología, Educación y Desarrollo Humano de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República. En su paso por Montevideo, el docente conversó con la diaria sobre el rol de la pedagogía y los desafíos que los docentes y las instituciones educativas deben afrontar en un contexto de creciente presión sobre ellos.

-En tu obra has problematizado los conceptos de inclusión y diversidad en el sistema educativo.

La diversidad ha servido para modificar parte de las imágenes sobre algunos colectivos, pero al igual que ha pasado con la inclusión, se ha empantanado en un lenguaje y una práctica jurídica. Los educadores no hablamos esa lengua, los filósofos tampoco. Nuestra lengua es una lengua de la conversación, que nunca termina. Creer que los vínculos más esenciales de la vida humana se pueden reducir a una descripción de la diversidad y a una relación de inclusión es no ver la complejidad fundamental de los afectos y de la afección. Siempre bromeo con que esas dos palabras no son utilizadas por nosotros en los momentos más importantes de la vida. Si pongo la educación del lado de la amistad, la fraternidad, la igualdad, esas palabras son impronunciables. De la gente amiga y fraterna uno nunca diría que son diversos, y uno nunca incluye a la gente con la que mantiene un vínculo esencial. La crítica va hacia un posicionamiento ético en vez de jurídico, y allí el lenguaje es otra cosa. Un lenguaje de la responsabilidad, hospitalario, que habilita la conversación, y, por lo tanto, no mantiene relaciones de distancia artificial ni con la gente ni con los vínculos que uno va a tener con la gente. Preguntaría qué tipo de afectos describen la diversidad y la inclusión.

-Esa crítica se vincula con tu planteo de que un punto de partida posible es el de la fragilidad humana.

-Estoy buscando desesperadamente una idea de lo común y no de las asimetrías, los privilegios o las jerarquías. Si no, siempre vamos a estar haciendo promesas y construyendo falsas utopías a propósito de relaciones que comienzan y son desiguales. Pensé en la fragilidad porque [Gilles] Deleuze fue el primero que intentó poner la fragilidad en otra dimensión, que es la de pensarla como una virtud humana y no como un problema. La quitó de la sinonimia con la vulnerabilidad, el empobrecimiento, y la tomó como aquello que constituye de verdad lo humano frente a los aprendizajes más importantes de la vida. De ahí rescato que educar no es solamente un acto cognitivo, informativo, sino que con la educación de verdad aprendemos a vivir. En la formación que transcurre a lo largo de nuestra vida hay algo de ese aprender a vivir y salir al mundo cuyo punto de partida es una fragilidad común: no aprendemos a amar nunca, tampoco a morir, nunca conoceremos el mundo en su vasta dimensión. Frente al aprendizaje fundamental de la vida somos todos frágiles.

-Has dicho que a veces las cosas importantes de la vida no se aprenden en las instituciones educativas. ¿Cómo se encara este problema desde el sistema?

-Quizás defienda una posición antigua o que nunca ha existido, que consistiría en recuperar una idea de educación que no olvide ambos tópicos: salir al mundo y aprender a vivir. Hoy esa frase fue transformada dramáticamente en casi toda la región y el mundo por “salir al mercado y aprender a ganarse la vida”. Eso desdibuja la trascendencia educativa, dándole una importancia utilitaria, mercantil, hipertecnológica, que va a producir –o ya está produciendo– estragos, sobre todo en la infancia, a la que inmediatamente se la capta como futura trabajadora o empleada del mercado. Se deja de lado la formación esencial; lo que igualará a la gente no es que todos sepamos las mismas herramientas tecnológicas, porque eso apenas generará un tipo de conocimiento muy lucrativo, además de la destrucción del planeta. Lo que nos iguala es una formación en la que la igualdad inicial te permita tomar decisiones mucho más adelante a propósito de qué vas a querer hacer con tu tiempo. Por lo tanto, emparento la educación con el tiempo libre, [propongo] que las escuelas sean archipiélagos de tiempo libre, liberados del trabajo, de la carga de ser adulto, del peso del mundo, y recuperar las áreas más sensitivas, artísticas y filosóficas. Después de eso, probablemente ya en la secundaria, se pueden tomar otro tipo de decisiones. Todo lo contrario de lo que se está produciendo ahora. En Uruguay lo he visto en las escuelas de arte y en las escuelas de tiempo completo, hay una preocupación por darle a la infancia otro tipo de instituciones, liberar a los niños del tiempo del trabajo.

-¿Qué rol debe jugar la pedagogía en un momento en que otras disciplinas, como la economía, están disputando el campo educativo?

Cuando pienso que la pedagogía nace de la filosofía, el desarraigo y la tecnificación del campo pedagógico a expensas de lo económico o lo sociológico me da un poco de dolor. Creo que la pedagogía está en la búsqueda de un lenguaje. Mientras tanto, sufre un embate que la deja sin palabras propias. He planteado que si la educación es el bien común, la lengua de la educación tiene que ser común, al alcance de todo el mundo, para que todos puedan tomar la palabra y tener algo para decir. Mientras que la pedagogía se aleje de esta posibilidad, en sí misma será excluyente. En las escuelas hay dos lenguajes en pugna; el lenguaje poético de la infancia y el lenguaje académico del maestro. Está bien que se mantenga esa tensión, como si fuera una conversación entre generaciones, entre diferencias; eso es la educación. El problema está cuando se quiere reducir lo poético a lo académico o cuando lo poético es considerado incorrecto. Entonces la lengua materna, la lengua del arte, de la invención, se va deteriorando y se pierde. No estaría mal que la pedagogía tuviera su propia lengua y que interviniera en esta conversación que llamamos educación, pero no como herramienta infectada de poder.

-¿Como analizás el rol de los docentes en un contexto en el que se ejerce mucha presión a nivel social?

-Hay una paradoja de difícil solución. Se le está pidiendo a maestros y escuelas que resuelvan los dilemas más profundos de la sociedad, se les pide su pacificación, la valorización de los sujetos más débiles, que resuelva cuestiones como la libertad o la igualdad. Pero al mismo tiempo, ese mundo que exige no contribuye en nada o lo hace de manera hipócrita. La precarización de los docentes sería la primera paradoja. De un lado, cargás con el peso de resolver la crisis de la humanidad, pero por otro lado no sos reconocido material ni simbólicamente. En segundo lugar, la presión que hay hoy sobre la capacitación de los docentes está yendo por un lado completamente equivocado, por el lado del emprendedurismo, ligado a las nuevas tecnologías, a la flexibilidad y la apertura hacia el diálogo. Todas expresiones que provienen de cierta forma de entender la economía relacional. Ya no se habla de formación sino de capacitación, se dice que la última generación de maestros es incapaz de protagonizar los cambios que la escuela merece; se hacen burlas a propósito de que hay maestros del siglo pasado en escuelas del siglo venidero. Para recuperar su prestigio, el maestro tiene que hacer algunas cosas por sí mismo, pero hay cuestiones del sistema que hay que revisar profundamente. Cuando uno elogia a otras sociedades en las que los maestros tienen cierta dignidad, tiene que saber primero que [en esas sociedades] la carrera docente tiene prestigio cultural, no simplemente social. Hay que recuperar cierta dignidad, pero no hay que ser tan dóciles con lo que proponen las políticas neoliberales sobre qué significa ser educador hoy. Esa es una figura muy desplazada, muy de intermediación, una figura relegada que está disponible por si el niño necesita algo. En realidad, se sueña con la relación directa entre la máquina y el niño, en la que el maestro es una especie de ayuda ocasional. Todas las figuras adultas han perdido su centro de gravedad, en parte porque se han juvenilizado demasiado.

-En los países de la región se ha instalado la idea de que la educación está en crisis, ¿cuál es tu postura al respecto?

Aparecen definiciones generalizadoras, utilitarias e interesadas de querer cambiar infraestructuras. El propio discurso de la crisis tiene sus seguidores porque produce el ventajismo de poder aprovecharse de ella, en términos de los nuevos capacitadores y recursos delante de eso que llamamos crisis. Desde Platón se habla de crisis en la educación. Si acepto la palabra “crisis” –que no lo hago–, quiere decir que las escuelas no están hechas y hay que hacerlas, que no hay ningún modelo acabado. Las escuelas son lugares nómades que las comunidades van resolviendo, y la propia definición de educación –como ingreso de los nuevos al mundo– te va poniendo permanentemente en estado crítico. Es una pregunta que se renueva constantemente. No le tendría miedo, pero alertaría sobre la gente que se aprovecha de estas crisis para montar sus negocios educativos, privatizando los procesos de formación, de escritura, bibliográficos. Esto lo conocemos muy bien cuando se plantea que ha habido una crisis en los años 90: inmediatamente se nota un nuevo negociado. Desconocer el hecho de que, a pesar de su apariencia sedentaria, la educación es un nomadismo permanente de ideas, de gente, de problemas y coyunturas, sería negar su propia esencia.

-¿Compartís el diagnóstico de que a las instituciones educativas le cuesta atender la individualidad de sujetos que antes no llegaban al sistema o permanecían menos años en él?

-No me voy al extremo de la aparente homogeneización, pero tampoco quiero llegar al extremo de la tanta singularidad. Sé que se producen efectos singulares, que cada uno aprende de una manera particular, pero está planteado en una secuencia incorrecta. Los últimos años han puesto el énfasis sobre el aprendizaje y no creo que tengamos que estar tan pendientes de cómo aprende la gente; hay que crear la responsabilidad del aprender pero también sabemos que eso lo hará cada individuo a su tiempo y a su modo, no en el tiempo y en el modo en que la escuela desea. Nos queda la responsabilidad de enseñar, sobre lo que hay mucho para hablar. No creo que no estemos preparados, como dicen muchos maestros, para educar a cualquiera. No estamos preparados, porque nadie lo estaría nunca, para comprender cómo se da el aprendizaje singular. Pero eso no nos compete, a pesar de que el sistema nos hace crear una competencia que es falsa, porque en el tiempo en el que enseñamos no podemos evaluar los aprendizajes. Volvería a esa idea de que nuestra responsabilidad es enseñar a cualquiera, independientemente de sus nombres, sus cuerpos, sus lenguajes y sus géneros, sabiendo que tendrá un efecto singular en sus vidas. La tarea docente consiste en una permanente reelaboración de esa responsabilidad de enseñar.

-En este sentido, ¿cuáles son los desafíos para la educación de las personas con discapacidad?

-El problema se ha refinado y especializado demasiado, antes dentro de instituciones especializadas, ahora dentro de las instituciones comunes. Cuando hablás con las personas llamadas “con discapacidad” –en términos jurídicos–, que son muy variadas y no hay nada que las generalice, repiten constantemente que les gustaría ser tratadas como a cualquiera. Este es el principio pedagógico que lo organiza todo, y quizás la inclusión no sea otra cosa que tratar a la gente que no estaba allí como tratás a cualquier otro. En eso consiste el arte; es dificilísimo, pero consiste en tratar de que se sienta y participe como cualquier otro. Hay que hacer una pedagogía de la cualqueridad, en este sentido. Me he negado a que la formación en inclusión sea tan específica y esté compuesta de saberes tan particulares: eso va en contradicción con la idea de igualdad educativa.

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