La primera vez que pensé en la palabra “presente” de la Marcha del Silencio como la respuesta a una maestra que pasa lista fue el 20 de mayo de 2023, en el pueblo Gregorio Aznárez. Nos habían invitado vecinos del municipio de Solís Grande, que nosotros, meros montevideanos, sólo conocíamos por los balnearios de la ruta 10, esa línea azul de costa que comienza en Solís y se extiende hasta Piriápolis y que para nosotros significaba íntegramente playa. Sin embargo, en esa ocasión descubrimos que el municipio, que sobre la costa abarca hasta Las Flores, tiene como su centro urbano agroindustrial un pueblo con vida propia tierra adentro: Gregorio Aznárez, una localidad de alrededor de 1.000 habitantes, a la que se accede a la altura del kilómetro 89 de la ruta 9, ya lejos del mar, y por eso ignorado por nosotros.
Ese 20 de mayo, a las 14.00 (porque era sábado, y porque al anochecer ya comienza a ponerse helado en el descampado), fue algo tan íntimo y recogido que pude sentirme un poco más parte del momento como para permitirme una interpretación propia. Siempre me ha azorado la marcha en Montevideo, ese silencio grave y denso que logra su propósito de solemnidad, concentrando toda la intensidad del caminante en la garganta. Pero esa tarde de 2023, al aire liviano y fresco de aquel paraje, fui más libre de observar e interpretar lo que me rodeaba de maneras que nunca antes había explorado.
Éramos unas 50 personas, una buena convocatoria según quienes habían organizado, y una instancia bastante nueva en el pueblo, como evidenciaba la presencia de niños y perros que salían de las casas a mirarnos al borde de las callecitas de grava, como quien asiste a un desfile de carnaval. Todo el mundo llevaba algo en las manos: el cartel con la foto de un empecinado rostro, la cartulina de una margarita incompleta, o un papelito con cuatro o cinco nombres para ir leyendo por turnos a voz en cuello, tras lo cual los demás clamaban “presente”.
Las miradas de los niños eran tan curiosas y solemnes que me dio por imaginar cómo interpretarían esta procesión pintoresca. ¿Les recordarían tal vez, nuestras voces, al comienzo de una clase, cuando la maestra pasa lista? Fue entonces que entendí que eso es lo que hacemos: se pasa la lista, pero hay gente que no está, por lo que voces solidarias cubren su ausencia para que no se lleven la falta. En la escuela y el liceo a veces se intentaba hacer esto, sin esperanzas de que resultara, porque en los grupos más o menos acotados en que los docentes conocen a sus estudiantes, la trampa quedaba fácilmente al descubierto; solía hacerse, por eso mismo, en tono de broma. Pero en la facultad sí que lo hacíamos. Allí la presencia se computaba firmando, y las faltas ya no se arreglaban con cartitas de madres amorosas explicando el dolor de panza; en la facultad todo era más serio; muchos trabajábamos, algunas tenían familias a cargo, a quienes cuidar sin ser cuidadas, y un garabato solidario podía salvar a alguien de la inhabilitación al examen. Eso era: un gesto de entera solidaridad con la situación de alguien que en algún momento podría llegar a ser una misma. Eso imaginé metiéndome en la cabeza de esos niños, y creo que estuve muy cerca de lo cierto: cada uno de nosotros, nacidos más allá o más acá en las coordenadas de espacio y tiempo, con convicciones más o menos firmes, podríamos resultar siendo, en algún momento de la historia, quien no puede hacer constar su presencia.
Entre esos vecinos del municipio de Solís Grande conocimos a Darío, maestro jubilado que, a diferencia nuestra, estaba entre los que gritaban “presente” y no entre los nombres de la lista, no por cuestiones de lugar ni tiempo, sino por pura suerte y casualidad; alguien cuya salud había resistido más que la de otros, alguien con quien no se les había ido la mano.
En encuentros posteriores supimos que Darío tenía innumerables historias que contar. Había sido maestro rural en esos tiempos. Nos contaba que cuando se recibió en el Instituto Normal de la ciudad de Tacuarembó, en 1970, podría haber elegido cualquier escuela urbana, pero con sus dos compañeros flamantes egresados habían elegido aquella escuelita abandonada de la mano de Dios porque los inspiraban los relatos y lecturas sobre la primera misión sociopedagógica de 1945, que había tenido lugar justamente allí, en Caraguatá, departamento de Tacuarembó, orientada por el maestro Julio Castro.
Los tres maestritos fueron los primeros verdaderamente graduados en llegar a ese lugar recóndito. La gente de la zona estaba encantada, porque nunca habían tenido un “maestro de verdad”. Siempre ocupaban el puesto personas con cierta instrucción para poder llevar adelante la tarea, pero “maestros-maestros” nunca. Eligieron ese rincón del país, dormir en el galpón-escuela, helados en invierno o derritiéndose bajo el zinc en verano, por seguir la obra del maestro Julio Castro, a quien nunca habían conocido en persona. En esos años y con esos sueños, ninguna otra cosa habría tenido sentido.
Darío nos contó decenas de anécdotas sobre su pasaje por aquella escuela, antes de que la dictadura comenzara a vigilarle cada paso y lo pusiera al borde de integrar la lista que hoy se lee en la marcha. Una pobreza inaudita vieron sus ojos; manos de niñas y niños endurecidas y deformadas por el trabajo en el campo, el blandir de herramientas demasiado grandes para sus huesitos, los músculos hipertrofiados de horas y horas de ordeñe. Pero también, allí, pasaban cosas de niños, emocionantes y risueñas, de las que conforman las memorias de cada persona adulta, y que merecen la mirada atenta y experta de maestras y maestros con la formación específica para comprender, acompañar, explicar, pulir.
Y otra vez resuena en la memoria el pasaje de otra lista, más amorosa, menos trágica. Era uno de los primeros días de clase, en aquel marzo de 1970, y Darío y sus colegas se encontraban en el “galponazo” de techo redondo, un espacio curiosamente adaptado para la enseñanza, dividido por biombos que separaban las tres clases. Este lugar, podría decirse que improvisado pero lleno de vida, resonaba con los murmullos y risas infantiles de cada sección. Darío se encargaba de los más pequeños, niños entre seis y siete años, mientras que Juan dirigía a los medianos de ocho a nueve años, y Carlos a los más grandes. Pasaban la lista, a la que algunos respondían, con sus vocecitas que atravesaban los tabiques, “acá, maestro”. De pronto, un evento insólito rompió la rutina: como impulsados por una señal invisible, todos los niños, de las tres clases, en un movimiento prácticamente sincronizado, se levantaron y corrieron hacia las ventanas del costado del galpón. Amplias y situadas a la altura de la cintura de los niños, esas ventanas, abiertas al sol aún de verano, se convirtieron en una suerte de vía de escape. Uno tras otro, los alumnos saltaban al exterior, abandonando el salón en un éxodo frenético. Los maestros, paralizados, observaban la escena con incredulidad.
No conocíamos al vecino que le tocó gritar el nombre de Julio Castro el 20 de mayo de 2023 en aquellas callecitas de Gregorio Aznárez. Pero no importaba, porque aquella pequeña multitud clamaba al unísono por todos aquellos que ya no lo podrían hacer. No pueden hacerlo con su propia voz, pero sí con su legado.
Los niños más grandes no sólo corrían alejándose de la escuela, sino que ayudaban a otros a escapar por las ventanas, y algunos trepaban a los árboles cercanos, desde donde vigilaban el escenario como centinelas. En el clímax de este caos, cuando uno de los niños más robustos, después de haber ayudado a otros más pequeños a salir, se disponía a abandonar el salón por último, Darío logró recuperar su voz para preguntar, desconcertado: “pero ¿qué es esto?”.
El niño, antes de dar su salto final, se volvió, y con una mirada seria y respetuosa explicó: “La envacunadora, maestro”. Con esas palabras, dejó atrás la escena, dejando a Darío y sus colegas en medio del silencio que pronto se transformaría en risas.
En los primeros días de clase, el rumor ya había calado entre los niños: era habitual que durante la primera semana apareciera una camioneta del Ministerio de Salud Pública para llevar a cabo la vacunación. La estampida se había desatado cuando algunos de los niños percibieron el sonido lejano de un motor, un presagio que disparó una reacción en cadena. Convencidos de que el ruido anunciaba la llegada de la temida “envacunadora”, se miraron unos a otros y, mediante silbidos coordinados, iniciaron el escape del inminente pinchazo.
La anticipación se reveló infundada cuando el vehículo resultó ser de un simple proveedor que llegaba a la escuela con suministros de papelería. De más está decir que los niños finalmente aprendieron que se decía “vacunar”, para qué servían las vacunas, cómo funcionaban, cómo la ciencia había llegado a ellas, y por qué no había que temerles, sino al contrario.
Julio Castro, inspirador sin saberlo de aquella lección pintoresca, se convirtió en uno de los ausentes siete años después, en agosto de 1977, cuando fue detenido en la calle, cerca de su casa, según el informe de la Comisión para la Paz de 2003. Sus restos estuvieron desaparecidos durante casi 35 años, hasta que fueron encontrados en un predio lindero al Batallón de Infantería Paracaidista 14 el 21 de octubre de 2011. No conocíamos al vecino que le tocó gritar su nombre el 20 de mayo de 2023 en aquellas callecitas de Gregorio Aznárez. Pero no importaba, porque aquella pequeña multitud clamaba al unísono por todos aquellos que ya no lo podrían hacer. No pueden hacerlo con su propia voz, pero sí con su legado.