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Qué fue de la vida de la alfabetización? Sostener la escritura a toda costa (parte II)

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Decía en el artículo anterior que alfabetización designa una idea y un ejercicio políticos que la escuela ya no puede sostener, pero, sobre todo, designa algo que la escuela, de alguna manera, ya no está interesada en sostener. La lectura y la escritura han sido el lugar en el que se ha venido dando esta silenciosa claudicación, lo que equivale a decir, a mi modo de ver, que la escuela ha dejado de plantearse la enseñanza de la lectura y la escritura como una forma de ejercicio de la política (alguien dijo, no hace tanto tiempo atrás, que la lectura y la escritura son, antes que marcas de sabiduría, marcas de ciudadanía). Este hecho se puede ver, con toda claridad, por ejemplo, en el modo en que la noción de oralidad (o algunos de sus antecesores, como la idea de lengua hablada), en los años 90, ganó terreno en franco desmedro de la escritura (la comunicación, venida sobre todo de los territorios anglosajones de la enseñanza del inglés como lengua extranjera, venció a la gramática, aunque esta, hoy día, por diversos medios y razones, ha vuelto un poco por sus fueros o al menos por algo que todavía resta esclarecer).

¿Qué se está jugando en esta escena litigiosa entre la escritura y la oralidad, entre la lengua escrita y la lengua hablada, escena que trastoca, de alguna o de muchas maneras, la escena mitológica fundacional de la escuela pública, la que llamamos vareliana, la escena de la alfabetización original que parte en dos nuestra forma de leernos como nación, como sociedad, y que define modos distintos de entender las nociones de ciudadanía y de democracia? (Creo que, en muchos sentidos, es preciso defender el significante vareliana; sin embargo, habría que estar atentos a qué se hace referencia cuando este adjetivo aparece en los discursos, sobre todo en el de aquellos que han tenido a su cargo la educación de nuestro país: ¿qué se estaría reivindicando, si este fuera el caso?, ¿están diciendo o pensando que hay que volver a alfabetizar como una forma de llevar a la práctica la laicidad, la obligatoriedad y la gratuidad? Me parece interesante pensar esta relación, la que se obtiene entre los tres principios de nuestra escuela pública, la vareliana, y la alfabetización como política, aunque no necesariamente como política educativa).

El desplazamiento semántico del que fue objeto la noción de alfabetización pareció sostenerse en cierta sospecha ideológica y cierta caducidad del saber letrado, al tiempo que coincidió con la impugnación que el mundo doméstico comenzó a hacerle a la escuela, en el sentido de que esta caminaba un poco de espaldas a los contextos cotidianos de sus alumnos y a las necesidades y los intereses que estos, se decía, expresaban (esta fue la tónica general de los 90 en la enseñanza). Sin embargo, cabe preguntarse de dónde provinieron y cómo se configuraron aquella impugnación y esta demanda de atender a estos nuevos contextos. Entonces fue dicho: provinieron del afuera de la escuela, ese afuera económico que le asestaba a la institución escolar una puñalada cuya cicatriz aún sigue supurando mercado laboral por todas partes.

Asimismo, comenzó a prosperar la idea de que la noción de alfabetización, sostenida en la enseñanza de la lectura y la escritura, rechazaba o negaba los saberes que se cocinaban fuera de la escuela como saberes no teóricos, no letrados, no institucionalizados, sino amasados en la experiencia de vida. De esta manera, el orden doméstico, en su más amplio sentido, que incluye, desde luego, la economía como equivalente al mercado y a sus exigencias y necesidades (oikos es, a fin de cuentas, la raíz griega de la palabra economía), le torció el brazo a la alfabetización y, como efecto de esta torcedura, la lectura y la escritura cedieron tiempo y espacio a la enseñanza de la oralidad (esto equivale a que la escuela en tanto corte temporal y espacial con la casa empezó a domesticarse o, al menos, puede ser planteado de esta forma).

¿Cómo fue posible que pasáramos de interesarnos en la lectura y la escritura de textos literarios (diversos, pero siempre buenos, reconocidos como buenos), argumentativos y semejantes, de cierta creciente complejidad, en los que la interpretación es la operación de lectura fundamental, a interesarnos en textos elementalmente utilitarios como los afiches, las recetas de cocina, los manuales para armar tal o cual cosa, los dorsos de las cajas de salsa de tomate, la factura de UTE, las esquelas, etcétera? ¿Qué sucedió con la concepción de la lectura y la escritura y sus múltiples relaciones con la interpretación, la crítica, con el pensamiento filosófico, histórico, literario, en suma, con la política propia que pone en juego interpretar? ¿Por qué esos nuevos textos consagraron su lugar en la enseñanza bajo el argumento de que representaban el contexto o el entorno inmediatos de los alumnos y, por ello, respondían con mayor adecuación a sus necesidades e intereses?

Algo del orden de la economía contra la política había empezado a verse con claridad, aunque todo pareciera jugarse en el nivel técnico o tecnocrático de la pedagogía, de la didáctica, de las políticas educativas diseñadas por los gobiernos y de los saberes supuestamente neutros de las disciplinas involucradas para definir los conceptos a trabajar en las aulas, como la lingüística, la psicología o la sociología, entre otras.

Este movimiento doble – por un lado, desplazamiento semántico del concepto de alfabetización y, por otro, desplazamiento de la lectura y la escritura a manos de la oralidad y del mundo doméstico de los alumnos– puede advertirse, con triste elocuencia, en el libro de Lengua de sexto año escolar editado en 2000: Entretextos (y, claro está, no sólo en él: aquí lo tomo como referencia en la medida en que funciona como un síntoma de los tiempos en que fue producido y de los tiempos que habrían de venir). En este libro, en determinado momento, por ejemplo, cuando se define lo que es un adjetivo (es decir, cuando el libro tiene que hacerse cargo de la lengua y de su gramática, ese saber defenestrado con insistencia), coloca un papelito pinchado (así aparece diagramado) en uno de los márgenes exteriores de las páginas y despacha la correspondiente definición. En cambio, en el centro de estas mismas páginas refulgen textos pertenecientes a diferentes géneros, como si de esta manera se diera cuenta de la complejidad del mundo y se fuera, así, más genuinamente democrático, porque se estaría más cerca de la realidad en cuanto tal, en toda su complejidad escandalosa de voces. Ahora bien, ¿de qué nos está hablando esta marginalización de la lengua a través de ese abierto desprecio por la gramática y de ese canto a los cuatro vientos que celebra la diversidad de las prácticas comunicativas humanas?

En mi opinión, habla de la domesticación de la escuela como figura política que ha definido sus fundamentos en la escritura, una domesticación que funciona en relación de sinonimia con la despolitización de la enseñanza, punto central de esta serie de artículos.

Pero ¿de qué otra manera o en qué otros fenómenos podemos ver esta despolitización?

En la cuestión abierta por las diferentes preguntas formuladas aquí, miremos por arriba, en el ámbito de Primaria, la entrañable revista El Grillo (publicada oficialmente por el Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal), revista que murió sin pena ni gloria: su deceso activó el recuerdo que pasó a engrosar la memoria melancólica de que ciertos tiempos pasados fueron mejores que los actuales (sin lugar a dudas, en este aspecto, la revista El Grillo fue mejor que los libros actuales, y lo fue en varios sentidos: en primer lugar, en el sentido de la hechura verbal de los textos; en segundo lugar, en el sentido plástico, enciclopédico, afectivo, material, etcétera).

Estamos sobre el final de la década de los 50, particularmente en agosto de 1958 (Año IX, Nº 44 de la revista). En determinado momento, enmarcado en el tema “Geografía del Uruguay”, particularmente “El río Santa Lucía y su cuenca”, podemos leer el siguiente texto: “El río Santa Lucía se inicia en la Cuchilla Grande del Este, en un terreno provisto de manantiales y en parte anegadizo, donde prosperan algunos sarandíes, en las cercanías del cerro Pelado, del departamento de Lavalleja. […] Ramas de la Cuchilla Grande delimitan la cuenca santalucense, la que abarca el área recorrida por el río y todos sus tributarios, y que comprende apreciables porciones de los departamentos de Lavalleja, Florida, Canelones, Montevideo, San José y Flores. Por la margen derecha recibe el aporte de los ríos Santa Lucía Chico y San José, y de numerosos arroyos, entre ellos el Soldado, el Casupá y el de la Virgen; por la margen izquierda le llegan los arroyos San Francisco, Tala, Canelón Grande y Colorado” (p. 5).

Podemos decir, me arriesgo, que el texto es bello de leer y, a la vez, es potente desde el punto de vista de lo que la Geografía pretende enseñar (o es potente precisamente porque es bello de leer, porque su referencia está hecha de poesía, porque no hay una referencia en sí que, después, es embellecida por la lengua: eso de lo que se habla está construido por el modo de decirlo). Podemos agregar –arriesgo una tesis fuerte– que esta forma de concebir la escritura construye un lector que bien podríamos llamar político, porque lo produce en el juego de una particular relación entre la lengua y el mundo, en el juego de una sensibilidad o de una estética que crea sus propios lectores como sujetos que deben interpretar lo que están leyendo mucho más allá de su comprensión superficial. Lo que está en juego, me parece, no tiene que ver con una cosmética del decir, con la decoración de un discurso para darle más belleza a la referencia al mundo; tiene que ver, por el contrario, con la producción –discúlpeseme la insistencia con esta metáfora tan económica– de una sensibilidad específica (la propia realidad referida), de una forma singular de relacionamos con el mundo por el efecto de nuestra relación con la lengua. A esto es a lo que podemos llamar, para el caso (y no sólo para este), política.

El desplazamiento semántico del que fue objeto la noción de alfabetización pareció sostenerse en cierta sospecha ideológica y cierta caducidad del saber letrado, al tiempo que coincidió con la impugnación que el mundo doméstico comenzó a hacerle a la escuela.

Miremos ahora este pasaje de Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges: “El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución, y donde laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con su avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia”. Creo que resulta posible reconocer cierto parentesco literario o poético entre la escritura de este notable pasaje (notable es todo el libro de Borges) y el fragmento seleccionado de El Grillo, un parentesco que habla por sí solo, aunque sea necesario, siempre, hacerlo hablar para mostrar el carácter político de lo que estamos discutiendo, para argumentar por qué se puede criticar la confección de los manuales escolares elaborados a partir de los 90 atendiendo especialmente a su hechura verbal (por supuesto). ¿Quiere esto decir que si los libros de texto de escuela se escribieran de otra manera estaríamos haciendo política? En parte sí, aunque no hay una relación de necesidad entre una cosa y la otra.

Sin embargo, no cabe duda de que la escritura de la revista El Grillo (en todos sus números) es poética, en el sentido fuerte del término (Jacques Rancière dice que somos animales políticos porque, ante todo, somos animales poéticos), aun cuando el tema del que se está hablando sea de Geografía (esa bella disciplina que, en las aulas escolares, fuera capaz de forjar nombres como mapa mudo, cuyo efecto poético y político sigue pasando, generalmente, inadvertido). Y digo “aun cuando” porque “ser un tema de Geografía” podría llevarnos a pensar que el texto en el que se habla de aquel (el río Santa Lucía y su cuenca) debería construirse según un principio de referencialidad dominante con el propósito de generar un efecto de objetividad, de neutralidad, de cierta transparencia en la relación entre la lengua y el mundo, como si este pudiera hablar por sí solo, como si nada del orden de los sentidos que producen la lengua y el discurso tuviera que ver con su postulación e interpretación.

En esa poesía del río Santa Lucía y su cuenca se juega, entonces, la política que sigue amenazada en y con los desplazamientos sufridos por la noción de alfabetización. Por ello, es preciso que el nuevo reparto de las cosas (este reparto tan doméstico, tan insulso, tan instrumental) sea impugnado en nombre de una nueva relación a pensar entre los principios de la escuela vareliana y la alfabetización, es decir, entre la escuela pública y la lectura y la escritura. O, para decirlo de otra forma, entre la política y lo imposible.

Santiago Cardozo González es maestro, profesor de Idioma Español (IPA) y docente en la Universidad de la República.

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