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Sin proyecto no hay futuro: en defensa de los exámenes

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La escuela –en sentido amplio, desde las primeras letras al doctorado– se funda en la enseñanza y su consecuencia buscada: el aprendizaje o, si se prefiere, los aprendizajes.

Es justamente por eso que lo escolar es político. Si la escuela construye ciudadanía es porque brinda una enseñanza que permite, al menos eso esperamos, aprendizajes. Esos aprendizajes son los que nos brindan las herramientas y habilidades que permitan leer el mundo y escribir colectivamente un destino.

Si la escuela enseña ciudadanía es porque en ella aprendemos a convivir con los iguales, los parecidos y los diferentes. A intercambiar opiniones y saberes sobre el mundo y sus avatares. Sobre los sentidos de la vida, las formas de organización de la vida social, el trabajo, el cuidado de los más débiles, las maneras de convivir, de buscar siempre lo más justo para la mayor cantidad de gente posible.

Ahora bien, esto no ocurre mágicamente ni por solo efecto de la convivencia. Ocurre porque es una convivencia organizada y ordenada en torno a la transmisión de una herencia cultural y la creación de nuevos saberes. Lo que sabemos, lo que ignoramos y lo que podemos aprender es lo que se pone en juego en la escuela. Ese es su sentido más profundo. Nos hacemos ciudadanos porque aprendemos, y aprendemos en conjunto.

En el desafío de enfrentar lo desconocido, de afrontar el enigma es que reside buena parte de nuestro potencial. En comparar opiniones, maneras, estrategias para descifrar lo desconocido es que nos hermanamos. Nos volvemos colectividad y comunidad porque tenemos una tarea en común. Eso es lo que diferencia al grupo de la horda.

En la escuela, y más específicamente en la enseñanza media, lo que ha de ser enseñado se torna crucial. Nuestra pedagogía registra varios debates que desde la confrontación de modelos diferentes (Vaz Ferreira y Grompone) derivaron en la conformación de un instituto dedicado especialmente a la formación de profesores y profesoras de enseñanza media.

Y ello ocurrió justamente en el momento en que la “secundaria” dejaba de ser una sección de la universidad para convertirse en un ente autónomo. ¿Para qué enseñar a nuestros liceales? Es un tema de debate desde hace al menos 90 años. Seguramente muchos más.

Aprender es, ante todo, una tarea que todos emprendemos. Para aprender, hay que tomarse el trabajo de hacerlo. Estudiar, leer, mirar documentales, películas, pensar, resumir lo leído, intercambiar con nuestros pares, descomponer ideas complejas en sus partes más simples, reunir ideas simples en una síntesis, escribir lo que uno entiende. Lo que varios en conjunto comparten luego de trabajar en comprender. Son horas de trabajo que uno se toma para aprender. Esas horas también dan sentido al aprender.

En las instituciones educativas, cada tanto, debemos dar cuenta de lo que venimos aprendiendo. Por eso tenemos pruebas, parciales, exámenes. Por eso hacemos presentaciones. Porque también en esas instancias los docentes hacen devoluciones, señalamientos, nos indican dónde podemos mejorar.

Porque la educación es, social e individualmente, siempre un proyecto. Una idea, un deseo puesto en marcha dirigido hacia un fin. Y el proyecto es lo que nos mueve.

Los exámenes, las evaluaciones, no son otra cosa que mojones en el camino para que cada quien pueda dar y darse cuenta de lo aprendido, de sus propios avances, de su proceso.

En una entrevista publicada por El Observador, el director de Políticas Educativas de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), Antonio Romano, sostiene algunas cuestiones que debieran ser probadas, por ejemplo: “Está instalada la idea de que calidad educativa es sinónimo de los resultados obtenidos en pruebas”, o que “hay una cuestión de autoprotección: un estudiante que se siente que fracasa una y otra vez, porque eso es lo que se siente, prefiere evitar esa experiencia”. Esas dos frases pueden hacernos caer en una falacia terrible, que resumo provisoriamente como “los docentes creen a rajatabla en las pruebas y los estudiantes, agredidos por pruebas inaccesibles, huyen de estas casi como una cuestión de supervivencia”.

Falta que los docentes pidamos perdón a los pobres adolescentes estresados por nuestra maldad intrínseca… ¡Vamos!

El director de la ANEP dice que deberíamos suspender los exámenes porque el mercado no reconoce especialmente el logro del bachillerato. Es decir, como los empresarios (la abstracción “el mercado” remite siempre a empresas y empresarios de carne y hueso) insisten en explotar y sobreexplotar a hombres y mujeres, mejor evitemos tomar exámenes y someter a los adolescentes y jóvenes a un estrés tan brutal. Erramos feo el análisis si avanzamos en esa dirección.

Propongo poner la mirada en la brutalidad de la sobreexplotación. Incluso creo que tal vez sería más interesante pedagógicamente cuestionar el capitalismo como única forma de organización de la vida, pero mejor no hablar de ciertas cosas.

Los exámenes, las evaluaciones no son otra cosa que mojones en el camino para que cada quien pueda dar y darse cuenta de lo aprendido, de sus propios avances, de su proceso. Mojones que, de hecho, no sólo permiten que uno compare lo que sabe ahora con lo que sabía antes, sino que también compare con los demás los resultados obtenidos. Momentos para ver cómo una misma idea puede a veces expresarse con mayor claridad o precisión, también para ver cómo a un resultado se puede llegar de varias formas, que a veces conviene explayarse en una idea para comunicarla mejor y no dar una respuesta telegráfica.

Mojones que en última instancia dan cuenta de un proyecto colectivo. El de formarnos como ciudadanos en torno a la tarea de aprender. De dar fundamentos, de buscarlos o construirlos. De frustrarnos cada tanto cuando los resultados no aparecen. De, llegado el caso, también aburrirnos y buscar las maneras de volver a relanzar el deseo.

Eliminar los exámenes no hace más que anular la propia idea de camino como construcción. Como resultado de un trabajo realizado por cada uno y por todos. Si el liceo se transforma en un sitio al que ir sin que importe qué se aprende, pronto dejará de importar qué se enseña, o si algo es enseñado.

Entonces se volverá una actividad tan vacía como mirar reels en un celular, en algo que puedo hacer a solas en mi casa. Eliminar las evaluaciones –individuales, estresantes, a veces frustrantes– parece ser el camino más sencillo para eliminar la vida colectiva dotada de un sentido en el liceo. Si pasar de año es un asunto de vivir un año más, el liceo puede transformarse en un presente continuo del que se esperará que por milagro (o la intervención de alguien con un superpoder) aprendamos a ser ciudadanos.

Los exámenes, las evaluaciones de aprendizaje, como la enseñanza misma que organiza la convivencia escolar, no son otra cosa que el mejor proyecto de la modernidad. Aquel que nos enseñaron nuestros mayores: libertad, igualdad, fraternidad.

Si vaciamos las evaluaciones, o las eliminamos en nombre de un posible bienestar presente, estamos atacando el futuro. Porque cuando eliminamos la evaluación, estamos atacando la noción de proyecto. Y sin proyecto no hay futuro.

Edh Rodríguez es licenciado en Educación, escritor y docente efectivo de Pedagogía y Pedagogía Social en el CFE.

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