Isabelino Siede es pedagogo, docente e investigador, y autor de Entre familias y escuelas: alternativas de una relación compleja (2017). Su mirada ayuda a comprender las tensiones, posibilidades y sentidos de la educación contemporánea desde una perspectiva crítica, histórica y comprometida con los derechos de niños, niñas y adolescentes.
A lo largo de su trayectoria, ha reflexionado sobre la construcción del lazo pedagógico entre jardines e instituciones familiares, y sobre el lugar de la infancia en el espacio público. En obras como Familias y jardines: la experiencia del lazo (2015) y La infancia como ciudadanía desde el nacimiento (2020), plantea la necesidad de reconocer a los niños como sujetos de derecho y a las familias como interlocutoras válidas del quehacer educativo.
Con énfasis en la primera infancia, en esta entrevista abordó temas clave, como las ciudadanías infantiles, las relaciones entre centros educativos y familias, y la participación infantil desde el nacimiento.
A lo largo de tu trayectoria te has dedicado a pensar las relaciones entre escuela, familias e infancias desde una mirada crítica y comprometida. ¿Qué te sigue motivando a investigar y reflexionar sobre estos temas hoy?
Lo que me sigue motivando es que, a lo largo del tiempo, he visto que las tensiones en la relación entre escuela y familias no disminuyen sino que se complejizan. En las escuelas, muchas veces se habla de las familias en tono nostálgico, como si existiera una familia “de antes” ideal que ya no está. Sin embargo, cuando miramos históricamente, las familias siempre fueron diversas, conflictivas, tensionadas. Lo que ha cambiado es nuestra capacidad para poner en palabras esas tensiones y trabajar pedagógicamente sobre ellas. Sigo reflexionando porque creo que pensar críticamente estas relaciones es clave para transformar las prácticas educativas y porque cada contexto nos presenta nuevas formas de vínculo, desafíos y aprendizajes.
Ciudadanías infantiles
¿Qué lugar ocupa la participación infantil en la educación desde el nacimiento?
La participación no es algo que aparece de golpe cuando los niños aprenden a hablar o a razonar como adultos. Desde el nacimiento, los niños y niñas expresan deseos, necesidades, preferencias. Participar implica ser tenidos en cuenta como interlocutores, aunque todavía no hablen con palabras. Las instituciones educativas deben estar preparadas para leer esas expresiones, generar espacios donde esas manifestaciones tengan lugar y sentido, y devolver al niño una respuesta que lo reconozca como sujeto.
¿Cómo se traduce eso en las prácticas cotidianas del jardín?
Escuchar a un bebé también es reconocer sus modos de mirar, de rechazar una propuesta, de repetir otra con entusiasmo, de buscar o evitar un vínculo. Las educadoras y los educadores de primera infancia deben entender que planificar no es imponer, sino proponer, y estar atentos a esas respuestas. La participación infantil se construye desde esas decisiones pequeñas: si puede elegir con qué jugar, si se tiene en cuenta su ritmo, si sus gestos son leídos con sensibilidad. Allí empieza una ciudadanía que no espera a la adultez.
¿Qué implica asumir a los niños y niñas como ciudadanos desde el nacimiento?
Cuando un chico ingresa al jardín maternal de la mano de algún familiar, se encuentra por primera vez con un agente público: su maestra. Es en ese espacio público del jardín donde va a empezar a construir sus primeras ideas acerca de en qué sentidos somos iguales, en qué sentidos somos diferentes, qué es lo mío, qué es lo tuyo, qué es lo ajeno, qué es lo compartido, qué podemos hacer juntos y cómo nos organizamos para lograrlo. Esas preguntas fundan el ámbito de lo político, de lo colectivo. Y ese tipo de experiencia, ese tipo de ciudadanía, no puede ser provisto por la familia: es específico de las instituciones públicas, como los jardines.
¿Qué obstáculos culturales o institucionales dificultan ese reconocimiento, especialmente en la primera infancia?
Uno de los principales obstáculos culturales tiene que ver con las representaciones adultocéntricas que aún predominan: la idea de que los niños y las niñas son sujetos en formación, que todavía no están “listos” para participar o decidir. Esto limita profundamente su reconocimiento como ciudadanos desde el nacimiento. Institucionalmente, también hay dificultades: muchas veces las escuelas no están preparadas para abrir espacios reales de participación para los niños, y cuando lo hacen, suele ser de forma simbólica o decorativa. Además, el diseño curricular y los dispositivos de evaluación tienden a enfocarse más en contenidos que en procesos participativos. Superar estas barreras implica revisar profundamente nuestras prácticas, nuestras categorías pedagógicas y también nuestras formas de organización institucional.
Instituciones educativas, centros y familias
En tu libro trabajás figuras como “la cuña” o “la prótesis” para pensar la relación escuela-familia. ¿Qué figuras creés que predominan hoy en los centros de educación infantil?
El primer obstáculo que tenemos al pensar la relación entre instituciones educativas y familias está en nuestras propias representaciones. Muchas veces tenemos una imagen idealizada del pasado, como si las familias hubieran sido siempre armónicas y la relación con las escuelas o los jardines hubiera sido fluida y sin conflictos. Pero cuando uno indaga un poco más en la historia, eso no se sostiene. Las familias han sido siempre estructuras diversas, inestables, marcadas por transformaciones profundas —como las guerras, las migraciones o los cambios económicos—. En Argentina, por ejemplo, el siglo XX trajo una transformación fuerte: la familia dejó de ser una unidad productiva rural para volverse una unidad de consumo urbana, y emergió con fuerza la autonomía de jóvenes y mujeres frente al poder patriarcal.
¿Y cómo ha sido históricamente pensada la relación entre escuela y familia?
Si miramos los modelos pedagógicos fundacionales, aparecen dos grandes enfoques. El primero es el de “continuidad y contigüidad” —como el que proponen Froebel o Montessori—, donde la buena maestra debía parecerse a una buena madre, y viceversa. Había como una especie de espejo entre los dos espacios. El segundo modelo, en cambio, es el de “ruptura y reemplazo”. Sarmiento o Juana Manso planteaban que había que sustituir la crianza familiar porque era inadecuada o peligrosa. Así, la institución educativa debía reemplazar lo que la familia no hacía bien. Ninguno de estos modelos pensaba una articulación real entre roles distintos pero complementarios.
¿Qué riesgos conlleva una mirada escolar que ubica a las familias como carentes o subordinadas?
El mayor riesgo es que se reproduzca una lógica de intervención pedagógica que en lugar de habilitar el diálogo, lo clausure. Cuando desde la escuela se piensa que las familias “no saben”, que “no pueden”, que son deficitarias, se las ubica en un lugar de subordinación que imposibilita una verdadera construcción conjunta. Esto no sólo empobrece el vínculo educativo, sino que niega las trayectorias, saberes y estrategias que las familias despliegan cotidianamente para sostener la vida. Muchas veces, el problema no es lo que las familias hacen o no hacen, sino nuestras representaciones sobre ellas. Cambiar esas miradas es fundamental para construir una escuela más justa y democrática.
Relación entre centros educativos y familia
¿Y qué condiciones debería tener una institución para construir una relación pedagógica con las familias?
Lo primero es dejar de ver la relación como una carga extra o una formalidad administrativa. El vínculo con las familias es parte del trabajo pedagógico. No es sólo para informar, sino para construir acuerdos, escuchar, proponer, revisar. Y eso implica tiempo, disposición, cuidado. También supone revisar nuestras propias representaciones sobre las familias, sus formas de crianza, sus decisiones. Hay que pasar de una lógica de control a una lógica de reconocimiento y de interlocución.
¿Qué sentido puede tener habilitar espacios de participación familiar en la planificación institucional?
Habilitar espacios de participación familiar en la planificación institucional enriquece el proyecto educativo y fortalece los vínculos entre jardín y comunidad. En lugar de convocar a las familias únicamente para ejecutar decisiones ya tomadas, se trata de abrir espacios de diálogo real donde puedan expresarse sus intereses, preocupaciones y saberes. Esto implica también reconocer que las familias tienen algo para decir sobre el qué y el cómo del trabajo pedagógico. Un diálogo curricular con las familias, como el que se fue dando en muchos jardines durante el tiempo de pandemia, es una posibilidad potente para construir jardines más públicos, más democráticos y más significativos para las infancias.
Javier Alliaume Molfino es maestro, magíster en derechos de infancia y políticas públicas, y doctorando en Ciencias de la Educación, docente e investigador del Departamento de Primera Infancia del CFE-ANEP.
En síntesis
A lo largo de la conversación, Siede invitó a pensar las relaciones entre niños, instituciones y familias desde una perspectiva compleja, sensible y comprometida con el presente. Tal vez el mayor desafío esté en movernos desde la nostalgia o el control hacia el reconocimiento del otro como interlocutor: sea niño, madre, padre, educador o directora. En la escucha, en la reflexión compartida y en la construcción de sentido conjunto, se juega el verdadero potencial pedagógico de nuestros vínculos.
- Datos de los libros mencionados: Casa y jardín: complejas relaciones entre el Nivel Inicial y las familias. Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2015; Entre familias y escuelas: alternativas de una relación compleja. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós, 2017; y La infancia como ciudadanía desde el nacimiento. Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2020.
** El entrevistado estuvo en Uruguay para dictar el seminario Educación en la Ciudadanía: Enfoques y alternativas, del Doctorado en Educación de la Universidad de La Plata, en el marco del convenio UNLP - SIDFE.