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La educación “contenidista” y la escritura: en defensa del saber y de la política

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1.

Muchos “actores de la educación” (“actores” principales y secundarios; “actores” sindicales e integrantes del viejo y nuevo Consejo Directivo Central de la ANEP; “actores” que interpretan demasiado bien su papel) han señalado que no hay verdadera oposición entre los contenidos y las competencias; que esta dicotomía es, en realidad, una falsa oposición. Creo que se equivocan. No sólo hay oposición, en el sentido más trivial del término, sino que, además, la oposición es radical: estamos ante el antagonismo entre una ontología que pone el saber en el centro y, con este, el deseo, la disciplina, la crítica, la subjetivación ideológica de los sujetos, la complejidad de la naturaleza humana, y una ontología que piensa las cosas en términos de habilidades sin deseo, sin opacidad, sin amor por el concepto ni afecto por la inteligencia ni, mucho menos, por la felicidad del acontecimiento educativo.

Así pues, en el primer caso –el caso que es preciso defender– encontramos el saber, en el que aparece conjugado, modulado, anudado y articulado, de diversas maneras, el afecto, esa dimensión de lo sensible que suele quedar de lado en la crítica a la enseñanza como “enseñanza asignaturista/contenidista”, porque se conciben las asignaturas o los contenidos desprovistos del deseo y de los afectos o las afectaciones que ocurren en los sujetos. Es evidente que, para una posición como la que sostiene la perspectiva competencial, posición esencialmente técnica, tecnocrática, administrativa, gestionaria, o sea, económica, la idea de contenido está totalmente independizada del continente, al que, como vemos, precede, al que espera, pacientemente o no, para encontrar la forma de su expresión. Del mismo modo, la perspectiva competencial está ciega ante la dimensión afectiva del saber.

Vale decir, la crítica dirigida a la enseñanza como “enseñanza asignaturista” parte de la base de que el continente sólo funciona como envoltorio del contenido –lo verdaderamente importante–, lo que conlleva el olvido del hecho de que lo de adentro está conformado de y por lo de afuera, como el vacío central de la vasija está compuesto de y por la forma que esta va adoptando a medida que se va construyendo. De manera semejante, decíamos, el modelo competencial parte de la base de que el contenido no tiene relación alguna con los afectos que se ponen en movimiento en torno de la producción disciplinar del saber, de su circulación, de su transmisión y de su puesta en cuestión. Así, todo parece funcionar como si obtener un contenido luego de haberlo desprendido de aquello que lo contiene fuera la forma fría de un conocimiento intocado, e intocable, por las emociones y, sobre todo, por el deseo del sujeto que se relaciona con los objetos de ese saber y, a través de esa relación, se relaciona consigo mismo como sujeto que desea saber, y como si el saber no tuviera que ver con el planteo y la construcción de problemas de distinta clase, cuya solución está siempre abierta y articula la inteligencia con el afecto.

En este marco, defiendo la idea de que la enseñanza calificada de “asignaturista” es una enseñanza que, en tanto pone en funcionamiento el hablar de los sujetos en torno de los conceptos, los temas, las tramas teóricas de que se trate, así como de su historia y los problemas suscitados, etcétera (esta es, si se quiere, la resignificación que debemos construir, la vuelta de tuerca que tenemos que darle a la cuestión), es esencialmente un tipo de enseñanza hecha de pasiones, de las implicaciones profundas que cada hablante tiene con aquello de lo que habla en términos de un deseo de saber y del saber, ligado a eso que el lenguaje ha provocado en el humano, convirtiéndolo en zoon politikón: su desvío o su torcimiento respecto de las determinaciones que la biología ha impreso en el código genético de la especie.

Por estas razones, creo que, rigurosamente hablando, hay un auténtico antagonismo entre el saber disciplinar, tachado peyorativamente de contenidista, y las competencias o el llamado modelo competencial. Es más, el saber disciplinar, también peyorativamente juzgado como enciclopédico (otro elemento a defender y resignificar: la enciclopedia), muestra que la constitución de lo propio está definida, en esencia, por lo ajeno, por lo distante, por lo extranjero, en suma, por lo impropio y por nuestra relación problemática con eso que, desde “afuera”, nos constituye como lo más íntimo. En consecuencia, el saber disciplinar es una apuesta por una universalidad –por ello, es una apuesta política– ausente en el modelo competencial, centrado en lo singular de cada contexto, de cada comunidad, de cada territorio, más allá de algunos elementos generales que hacen a un campo de competencias compartido o deseado, sobre todo, por el mercado laboral o las necesidades de la vida más inmediata. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la competencia comunicativa, que, en muchos aspectos, parece prescindir de otros saberes relativos a la lengua y su funcionamiento, caso de la gramática (¿para qué enseñar gramática si no sirve, se ha dicho, para aprender a leer y a escribir mejor?) y la literatura (en este último caso, lo que la competencia comunicativa plantea reduce notablemente el acontecimiento de la lectura literaria, los efectos que esta lectura es capaz de producir y provocar en los lectores, en nuestras formas de relacionarnos con las cosas del mundo, en nuestra sensibilidad).

Sostengo que es a esto a lo que, sin dudas, responde (aunque sea en parte) el hecho de que la alfabetización, la idea misma de alfabetización, sólo pueda aparecer, hoy día, adjetivada: “alfabetización digital”, “alfabetización académica”, “alfabetización socioemocional”.1 ¿Por qué no hablar lisa y llanamente de alfabetización? ¿Qué hay ya de extraño o de anacrónico en hablar lisa y llanamente de alfabetización? La cosa tiene que ver, para mí, con el testimonio de un fracaso que nos golpea fuerte y que debería dolernos en lo más hondo de las entrañas: la imposibilidad de un proyecto educativo universal y universalizante, es decir, en esencia, político.

El saber disciplinar es una apuesta por una universalidad –por ello, es una apuesta política– ausente en el modelo competencial, centrado en lo singular de cada contexto, de cada comunidad, de cada territorio, más allá de algunos elementos generales que hacen a un campo de competencias compartido o deseado, sobre todo, por el mercado laboral o las necesidades de la vida más inmediata.

2.

Un segundo y último apunte, que quisiera enganchar con el antagonismo contenidos (con continentes)/competencias, porque entiendo que, en algún aspecto, si no en varios, expresa una forma de “victoria” del modelo competencial sobre la enseñanza enciclopédica.

Recuerdo a cierta autoridad educativa de Secundaria que se pronunciaba sobre el sempiterno escrito (podríamos decir, “el escrito”) y que lo hacía menoscabando su reputación en beneficio de prácticas de otro tipo, que incluían, esencialmente, evaluaciones orales u otras variantes de trabajos que no tenían el carácter serio, imponente del escrito, porque podían sustraerse también, supongo, al efecto aplastante del sentido jurídico de la expresión “el escrito”. A fin de cuentas, ¿qué tiene que ver la enseñanza con la escritura como para que el escrito ocupe un lugar tan preponderante?, ¿por qué privilegiar la escritura por sobre la oralidad? Aquella autoridad, huelga decirlo, era literaria.

¿Qué se jugaba en ese vilipendio y esa defenestración del escrito? ¿Por qué la necesidad de su desplazamiento o de, en buena medida, su renuncia a él? Si intentamos dejar de lado, en el caso de que fuera posible, claro está (y eso aún está por verse), el sentido jurídico mentado, podemos quedarnos con la idea de que el escrito es, obviamente, escritura, que trae consigo una teoría acerca de sí misma y de eso que llamamos oralidad, dado que esta, como sabemos, no puede tener una conciencia teórica sobre lo que ella es (la oralidad no se sabe oralidad: es la escritura quien la nombra). ¿Qué se jugaba, pues, como se sigue jugando, en el ataque frontal a la escritura a través del ataque al escrito? ¿Por qué darle ese protagonismo a la oralidad, protagonismo que, por otro lado, ya campea hace rato en todas las partes y los niveles del sistema educativo uruguayo y, últimamente, cada vez más, por ejemplo, en Formación en Educación, la otra “pata” fundamental de Secundaria y Magisterio? Se jugaba y se sigue jugando la constitución de la polis, el problema de cómo el orden doméstico ampliaba o es capaz de ampliar sus fronteras comiéndose el espacio del orden político, dejando en el pasado, digámoslo así, la “ideología de la lengua” para hacerle lugar a la “técnica de la comunicación”.

Después de estos cortes más bien gruesos, pero que son, en el fondo, en cierto modo, finos, termino con esto, igualmente grueso: escribir es pensar. La alfabetización, definida como una práctica y un efecto políticos del mundo letrado, no hace referencia a otra cosa que a los poderes y la potencia de la escritura, entre los que se cuentan muy especialmente los poderes y la potencia de la lectura, en la senda contraria a la “abstracción concreta” de las competencias promovidas por el modelo competencial (anacronismo mediante, podemos pensar que Platón odiaba la escritura porque esta suponía, como supone, una ontología opuesta a la de la oralidad, o sea, la posibilidad de pensar la constitución del orden social de otra manera, de una manera profundamente crítica que no se deja atrapar por las perspectivas técnicas y económicas). Atacar, pues, al escrito es atacar, haber atacado, a la política; es ponerse, haberse puesto, en la vereda de la consagración demagógica de la vida doméstica.

Santiago Cardozo González es maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español y doctor en Lingüística, y se desempeña como docente en la Universidad de la República.


  1. Remito aquí al artículo de Agustina Craviotto Corbellini, Andrés Riso Thomasset y Camilo Rodríguez Antúnez: “Legislar lo sensible: la educación emocional uruguaya revisitada”, recientemente publicado en la revista Pedagogía y Saberes, Nº 63. 

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