En el lenguaje de la clase aculturada, la lucha libre es una costumbre grotesca y grasosa, acusada de falsedad y pantomima vacía. “Puro teatro, calculado simulacro”, como dicen. Para la gente de barrio y de las colonias poblanas es el nicho ecológico de quienes gastan felices y memorables días ensayando saltos, torniquetes, cachetadas y acrobacias siderales.
La lucha libre se practica en escenarios que simulan una visibilidad clandestina. En este universo todo destino es posible. Quienes luchan lo hacen por una paga estable y un reconocimiento simbólico importante; se mantiene como un recurso para los sin recursos. Persuadidos por el argumento económico y la necesidad, estos trabajadores de la escena se encienden por un triunfo deportivo y la vocación personal. A manotazos limpios y patadas escurridizas, los enmascarados se van dando paso como celebridades locales.
En la gestión de estereotipos de género aparece fuerte el legado nacional e histórico del macho mexicano. Todo apunta a una misma norma afectiva de lo masculino patriarcal: la violencia. En el escenario de combate estos varones proyectan ilusiones de gloria, trofeos de guerra y una masculinidad que se percibe cristalizada en su rudeza: “¡Queremos sangre!, ¡Dale en su madre, cabrón! ¡Mátalo, acábalo!”.
El escenario de la lucha libre profesional tiene una cualidad generalizable a todo México, que se vuelve viral en el uso de la violencia patriarcal. Territorio de desapariciones, secuestros y asesinato sistemático de mujeres, trans y posiciones femeninas, aquí no hay un espacio de respiro en el continuum de la muerte-violencia. La violencia tiene otra particularidad: es estatal.
La violencia no para
El 16 de febrero de 2002, en la comunidad indígena Me’phaa, en el estado de Guerrero, dos miembros del Ejército (Nemesio Sierra y Armando Pérez) violaron y torturaron a una mujer indígena (Valentina Rosendo Cantú). También en 2002, en la misma comunidad tlapaneca o me’epa, en la Montaña de Guerrero, tres militares armados con rifles atacaron y violaron a la indígena Inés Hernández Ortega en el poblado Barranca Tecuani. Otra escena: 4 de junio de 1994, municipio de Altamirano, ejido Jalisco, estado de Chiapas. Miembros del Ejército detuvieron arbitrariamente a tres hermanas indígenas tzeltales (Ana, Beatriz, y Celia González Pérez) y a su madre, Delia Pérez de González, a quien obligaron a presenciar cómo las golpeaban, torturaban y violaban. De acuerdo con el relato oficial de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), ellas eran integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), motivo necesario y suficiente para detenerlas. El resto es una historia de dilación y encubrimiento durante 25 años, que llega hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Finalmente, el mes pasado, el Estado mexicano pidió disculpas públicas en la plaza del municipio de Ocosingo, aunque esto no supuso consecuencias para los militares.
Las tres situaciones marcan una tendencia de violencia institucional contra las mujeres indígenas en México. Estos episodios no son la excepción, sino la nueva normalidad democrática, su dicción bélica y sus mecanismos rapaces. Lo que traen a la superficie estas escenas es la lengua áspera de la violencia masculina en su ejercicio de violencia patriarcal, la captura y territorialización de lo femenino, el racismo etnocéntrico del Estado blanco, las atmósferas afectivas de miedo y sus climáticas de odio misógino.
También es muestra de los modos de gestión y administración dosificados de la muerte: la tendencia nacional de femicidios ha ido en aumento desde 2015. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, ese año se registraron 411 femicidios. Fueron 602 en 2016, 742 en 2015 y 885 en 2018. Hasta setiembre de este año se registraron 726 casos. Dada la tendencia, se espera que el año cierre con una cifra similar o superior a la de 2018.
¿Qué hay de la lucha libre?
El ejercicio exige mirar el teatro amplificado del patriarcado más folclórico y patriarcal de México que es parte de la lucha libre profesional. Allí se escenifican el goce y los placeres de estas tecnologías masculinas de género, su punto de intensidad y de ritualización espectacularizada.
En cuanto el árbitro da lugar a sus crípticas instrucciones y sus secretas advertencias a los contrincantes, lo que tiene lugar es un combate agónico entre equipos, duetos o individualidades carismáticas. Desnudos de ropa e inmersos en un medioambiente de crispación afectiva, el héroe y el villano ponen en escena el clímax envolvente que sintoniza con los cuerpos-espectadores allí presentes. Iniciado el encuentro, el presentador hace lo suyo con una retórica pomposa y grandilocuente; las reglas del honor y las normas masculinas se hallan desperdigadas entre patadas voladoras, llaves, saltos ornamentales y piruetas aéreas.
Lo que se vuelve teatro amplificado es una transcripción de antagonismos de clase, de género y sexuales en términos de una puesta en escena. Antagonismos, entonces, que pasan por la técnica de la lucha, la apariencia del vestuario, los gestos de complicidad con el público, que atraviesan, de modo constante, los límites performáticos de lo masculino.
La lucha libre tiene otra particularidad: hace honor al espíritu popular de inclusión. Parecería que todas y todos tienen lugar en la lucha. Todos los géneros, todas las orientaciones sexuales, todos los cuerpos. En pareja, en tríos. Todas las categorías se superponen en la lucha.
El wrestling, el catch-as-catch-can, el pancracio o simplemente la lucha libre es una de las mitologías vivas de la cultura pública y de la historia popular de México, al menos desde inicios de la década de 1930. Lo que cuenta es la vitalidad orgánica de su público. Así lo advertía Carlos Monsiváis, cronista mexicano: “Es una fábula realista de nuestra cultura urbana”. En materia de mitos, Monsiváis rescata el carácter folclórico y teatral de la máscara. Allí radica toda su potencialidad temática, la máscara-pose-personaje es un intensificador de fuerzas colectivas porque revela un lugar de expresividad y un amplificador de gestos, entre lo que muestra y lo que oculta, así por el sentimiento que ofrece.
El efecto de la lucha libre es justamente hacer legible ese teatro de la masculinidad como drama social y ritual cultural. La masculinidad en la lucha se sitúa ahí: es el teatro de un cuerpo anónimo, y es la interfaz directa de un escenario común, entre los galenos del ring y lo que se teje en los ánimos colectivos, el espacio de lo público compartido y la tribuna popular.
La normativización de los roles, la masculinidad mexicana y su lenguaje bélico patriarcal, se ve continuamente desbordada en la performance de los enmascarados. Aquí lo que sucede es que los luchadores maldecidos son, en simultáneo, los cuerpos del disfrute. Nótese algo que está a la vista: la lucha consiste en un conjunto de varones (en su mayoría) desnudos, en mallas y en calzones cortos, musculosos y lubricados, que luchan dentro de un cuadrilátero elástico, apretándose entre sí, aplastándose, tocándose y tironéandose constantemente. En cada lucha, los enmascarados exponen otros cuerpos y otras actuaciones.
Pero eso que pasa en el público que rodea el match, entre los cuerpos de los espectadores, sus ánimos y sentimientos, no es una mera identificación mimética con sus luchadores o sus adversarios favoritos. Es el gusto por la lucha, por el enfrentamiento, por la performatividad de la violencia.
Semejante catarsis no es sólo higiénica y exculpatoria, es una exigencia normativa; lo que la gente reclama es encauzar el ritual: “Queremos machos”. En la Arena de México, ubicada en pleno DF, el público envejece y rejuvenece, las victorias y derrotas de los equipos son el desahogo del trabajador, los aullidos casi exasperados son catarsis liberadora de broncas y frustraciones cotidianas, reacciones episódicas, acaso válvulas de escape, sublimación de pasiones y humor pasajero. Es la reiteración de códigos canónicos de género que se encuentran con la fibra sensible del público, que gusta de determinadas masculinidades.
El género narrativo es la tragicomedia, el escenario es lucha agónica y espectáculo circense; se asiste a una “genuina comedia humana”, como escribe Monsiváis, donde se hallan promesas de justicia y sus futuros fantaseados como puntos de circulación que utilizan a la masculinidad dominante como modelo de actuación.
La lucha libre, en todas sus encarnaciones, es fundamentalmente una destreza de los cuerpos sociales: sabe oír los tonos de los pactos y las guerras en los géneros, las prácticas sexuales y los deseos. La lucha libre es ritual pagano de una corporalidad masculina abyecta y popular, sin culpa y sin remedio.
Cuando se da lugar a esta mirada, no exenta de homoerotismo explícito, lo que ocurre es una actuación de lo varonil que se parodia a sí misma.