“Ahora sí puedo declarar que las mujeres de Abya Yala nos reunimos en Migues”, dice a lo alto la escritora y poeta Mónica Puleri. Son las diez de la mañana del domingo 4 de setiembre, un día antes de que se conmemore el Día Internacional de la Mujer Indígena, y es la segunda jornada del Encuentro de Mujeres Indígenas de Abya Yala, en la localidad de Migues, ubicada al noreste del Canelones rural.
Mónica Puleri, de pelo negro, raya al medio y una trenza que le hizo su marido horas antes, está sentada en una de las 35 sillas blancas que conforman un círculo en medio de la plaza de Migues. A un lado, el busto de José Gervasio Artigas, al otro, una wiphala gigante, la bandera de siete colores de los pueblos originarios. En el centro del círculo, el fuego que nunca se apaga, y a su alrededor las caracolas, las plumas, los tambores, los cuernos, el agua y los pétalos de caléndula, las hierbas carqueja y marcela. Una piedra obsidiana, negra, pasa de mano en mano con el “poder de abrir la palabra”. El humo del sahumerio que recorre los cuerpos, el sol brillante, y las mujeres indígenas que vienen de Paysandú, Maldonado, Montevideo, Canelones, Tacuarembó, Salto, Rocha y Corrientes (Argentina) toman la palabra de a una. El resto escucha.
Para algunas, es su primer encuentro entre mujeres indígenas ‒“hermanas”‒, pero otras ya tienen un recorrido hecho. Mónica Michelena tiene más de tres décadas en la militancia charrúa, integra la comunidad Basquadé Inchalá y es parte del Consejo de la Nación Charrúa (Conacha). Ella se remonta al comienzo de los encuentros entre mujeres indígenas en Uruguay, en 2004, cuando 13 mujeres charrúas ‒entre ellas mujeres de Entre Ríos, Argentina‒ se encontraron en Tacuarembó y conformaron la Unión de Mujeres del Pueblo Charrúa (Umcha). Lo repitieron en 2010 y en 2012.
Para 2017 y 2018, trasladaron a la Intendencia de Montevideo los encuentros, en los que también participaron mujeres de organizaciones que no estaban afiliadas al Conacha. En esas fechas, las integrantes del Umcha formaron Hum Pampa, una organización exclusivamente de mujeres que existe hasta la actualidad. En 2019, antes de que la pandemia por covid-19 paralizara todo, lograron realizar otro encuentro en la casa de Lilia Castro, la Ñata, una referente histórica del movimiento charrúa. En febrero de este año, Puleri y Michelena se pusieron de acuerdo en que debían generar otro encuentro. Convocaron a la organización a Paula Padilla (Hum Pampa), Paula Suri (Clan Choñik) y Ana María Barbosa (Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa). Así organizaron uno de los encuentros más largos de este recorrido, que durante tres días convocó al menos a 50 mujeres y que cuenta con el apoyo de la alcaldía de Migues.
Según Michelena, decidieron que fuera de tres días para tener tiempo y espacio para profundizar en las conversaciones y en los talleres. A los temas más recurrentes como “identidad indígena” y el “derecho de la mujer indígena” le sumaron otros: “defensa del territorio y cuidado de la vida”, y “saberes tradicionales para la salud”. “Escucharnos entre nosotras y escucharnos más; escuchar a las jóvenes que vienen. Que la lucha por nuestros derechos salga de nuestras necesidades. No queremos sólo volver a vernos el 5 de setiembre del año que viene. Queremos consolidar el empezar a caminar organizadas, es la única forma de poder avanzar y ayudarnos”, explica Michelena sobre las bases que cimentan este encuentro.
“Somos mujeres de muchas pieles”
Michelena está sentada al sol dispuesta a contestar algunas preguntas cuando se le acerca, sigilosa, Luna. Esta niña de nueve años ‒pelo negro, lacio y largo; de ojos curiosos y pestañas tupidas‒, explica que su nombre en lengua originaria es Guidaí. Ella es una de las integrantes más pequeñas del clan Rua La-At (“vientos bravíos”), del que Puleri ‒su abuela‒ es la vocera. Un clan charrúa conformado oficialmente hace un año (aunque lleva 30 años de existencia), con 36 integrantes dispersos por todo el país, y que tiene su “familia cabeza” en Migues, la anfitriona de este encuentro de mujeres indígenas.
Sin proponérselo, Luna aborda a Michelena con lo que podrían ser dos preguntas clave para el movimiento indígena en Uruguay: “¿Cuándo descubriste que tu familia es indígena?”. Mónica le responde: “A los 18 años. Vos tenés suerte que de chiquita ya sabés”. Luna hace otra pregunta: “¿En la escuela te hacían bullying por tu aspecto, por ser indígena?”. La pequeña charrúa dice que ella supo que es indígena desde que su abuela se lo dijo, y que cuando lo cuenta en la escuela sus compañeros piensan que está “loca”. En sus palabras: “Cuando estaba en tercero, yo dije en la clase que soy indígena y me empezaron a decir que no podía ser porque tengo nueve años y los indígenas están muertos”.
La frustración de Luna hace eco en las emociones y en las experiencias que comparten las mujeres en el círculo de presentación, y en el de identidad indígena. De a poco van contando por qué llegaron al encuentro y cómo ha sido su recorrido identitario. “Lo mío fue raro. Bueno, raro no, parecido a lo que han contado todas”, dice una de las mujeres. Sentirse “loca”, “rara”, “sola”, “que algo no encajaba”, fue lo que le pasó a la mayoría antes de conocer la existencia indígena en el país y de hurgar en su propia ascendencia. Antes de saber que no sólo tenían bisabuelos españoles o italianos.
“Hace mucho tiempo que estoy haciendo una búsqueda de mi identidad que fue expropiada. Siempre fui la hippie, la que le habla a la luna. Empecé un camino doloroso en el que conecté con que nos robaron la identidad, la memoria, arrancaron a nuestras mujeres del territorio. Tenemos el deber de resignificar a esas abuelas que estaban en las estancias”, dice otra.
En este encuentro hay desde niñas de cuatro años hasta una anciana de 83 ‒Lilia Castro‒, por lo que la retroalimentación intergeneracional es permanente. En palabra de una de las jóvenes: “Las nuevas generaciones estamos encontrándonos y reconociéndonos gracias a las que vienen luchando hace años”. Así también, muchas tienen claro que este proceso tiene beneficios para las generaciones futuras, “hacerle más liviano el camino a mi hijo”, como explica una mujer de Rocha. O, como plantea Puleri en la discusión sobre la reconstrucción de la lengua originaria con vocablos de las lenguas charrúa, chaná y guaná: “Quiero que mis nietas aprendan la lengua aunque yo nunca la vaya a saber”.
El deseo de encontrarse, hablarse, compartir experiencias y reconocerse se hace explícito en cada conversación, en cada mirada. “Estaba deseando y proyectando la hermandad indígena que tanto nos cuesta”, dice una mujer mientras sostiene el bastón de la palabra con las dos manos. Natalia, que viajó unos 400 kilómetros desde el Cerro de la Ventana en Tacuarembó para estar presente, explica por qué es importante para ella el encuentro: “Siempre que se arma un círculo de mujeres indígenas es bien importante encontrarnos porque nos fortalecemos. Estos círculos son únicos, nos nutren, nos llenan, nos sanan, nos hermanan más. Siempre que puedo participo en uno”. Es en la complicidad del encuentro donde sostienen que “es momento de decir que somos indias y que estamos juntas”, dice una mujer con la mirada firme en sus “hermanas”.
El territorio y la identidad
¿Qué implica ser una mujer indígena en el siglo XXI? La identidad es un aspecto de la vida de las mujeres indígenas que “nos ocupa desde que nos levantamos hasta que nos acostamos”, al decir de ellas. Entienden que la identidad se construye, y que puede ser un camino doloroso y complejo, pero también emocionante. Un camino que cada una ha vivido desde su lugar, por lo que no hay una forma única de ser mujer indígena. “Con el tiempo vamos cambiando la forma de cómo concebimos lo indígena. La identidad no es estática, es como un espiral que se va construyendo y reconstruyendo hasta el infinito. La identidad y la cultura son construcciones colectivas que se van recreando a sí mismas”, explica Michelena.
Es en esta construcción de lo identitario que las mujeres que llevan un recorrido más largo, inevitablemente, se comparan con las más jóvenes. Por ejemplo, Stella Vidal, una mujer de pelo largo y blanco que vive en la zona de Pan de Azúcar, explica que su “generación estaba más en el silencio”, y que entiende que “las jóvenes hacen una búsqueda diferente”. Construir la memoria en la época de la posdictadura, a partir de 1985, hizo que la generación de Michelena y de Vidal fuera “la generación de la memoria prohibida, del silencio como sobrevivencia”. “No nos atrevíamos a ser charrúas, eramos ‘descendientes de’...”, agregan.
Ellas entienden que las nuevas generaciones vienen con “otra seguridad”, que se “empoderan enseguida”. Quizás sea por el momento histórico y vital que les toca, y por el camino ya trazado de las más veteranas, que las jóvenes tienen planteos como este: “Tenemos que darle un propósito a nuestra lucha, defender el agua”. En el taller de defensa del territorio y cuidado de la vida, cada una de las mujeres expone con qué amenazas debe lidiar en su entorno y qué estrategias está adoptando al respecto. Muchas de las preocupaciones sobre el territorio en el que viven tienen que ver con el uso de agrotóxicos que “envenenan los cuerpos y los cursos de agua”, con “las empresas extranjeras extractivistas que hacen perforaciones en el acuífero guaraní”, con “la mugre que escupe el Río de la Plata”, con el impacto negativo de las “plantaciones de eucaliptus para las papeleras”, con que “ya no podemos tomar agua de los arroyos”. Frente a la desesperanza que las rodea, vuelven al encuentro, a caminar juntas, como dice una de las participantes: “Me quiero llevar toda la energía de este círculo de mujeres para la lucha en mi territorio”.
“Somos hijas de la luna”
Antes de finalizar el encuentro en Migues las “mujeres del Abya Yala” elaboran una declaración que reúne lo discutido y compartido en los tres días. Ellas se saben “guardianas de la naturaleza y del territorio”; reivindican su “existencia y preexistencia a este Estado” y la “continuidad indígena posterior a las campañas genocidas”. A su vez, se declaran “presentes en todo el territorio nacional, organizadas en comunidades, clanes y otras formas de organización indígena”.
Por eso exigen “la urgente ratificación por parte del Estado uruguayo del Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo, así como el cumplimiento de las normativas internacionales ya ratificadas por Uruguay como el Convenio de la Diversidad Biológica, el Tratado de Escazú y el Protocolo de Nagoya”. Denuncian “el envenenamiento de las aguas, el aire y la tierra que constituyen una amenaza sobre nuestras vidas y la del resto de las especies, manifestándose en enfermedades respiratorias, distintos tipos de cáncer y afectando a la salud mental”.
También exigen “el respeto a nuestros derechos culturales y espirituales, a nuestra educación, a nuestra medicina, a nuestra forma de habitar el territorio y a nuestra manera de nacer y de morir”. Sobre la “discriminación de género, etnia y clase social” que sufren a diario, exigen “la eliminación de todas las formas de discriminación y que se cumpla con el marco legislativo que nos ampara”. Por último, “en el decenio de las lenguas indígenas declarado por Naciones Unidas, manifestamos la necesidad de la recuperación y reconstrucción de nuestras lenguas originarias. Proponemos la inclusión de este conocimiento, con su adecuada metodología, a los programas de educación inicial, primaria y secundaria”.