Nació en Italia, investigó en México y expuso su tesis doctoral en España. En cada uno de esos países dejó huellas. En su país natal colaboró con el Senado para tipificar el delito de feminicidio. Desde la Universidad Complutense de Madrid presentó la tesis Feminicidio y rexistencia: una excavación histórica de las ciudades Juárez contemporáneas (2021), que la coronó como doctora en Estudios Feministas y de Género. Esa investigación, precisamente, analiza los feminicidios en México sobre la base de la interrelación entre las formas tradicionales de violencia ejercida contra las mujeres y lo que ella llama “formas contemporáneas” que se desarrollan en un contexto social, político y económico neoliberal.
Hoy en día, Emanuela Borzacchiello forma parte del comité multidisciplinario e interinstitucional de seguimiento de la Alerta de Violencia de Género de la Ciudad de México, un mecanismo de protección que contempla la ley de violencia de género mexicana para todo el territorio y que, cuando se activa, obliga a las autoridades a tomar acciones de emergencia para enfrentar y erradicar la violencia feminicida.
La investigadora visitó Uruguay la semana pasada para participar en el seminario “De la impunidad a la autonomía”, organizado por El Paso, El Abrojo y el proyecto Autonomías Colectivas contra la Violencia de Género. Fue la protagonista de la conferencia central del evento, que se tituló “Las violencias feminicidas, las telarañas de poderes y las posibilidades de rexistencia”.
Unas horas después, conversó con la diaria sobre estas nuevas formas que adopta la violencia hacia las mujeres y sobre las prácticas políticas feministas que se pueden poner en marcha para contrarrestarla.
¿Por qué hablar de feminicidios en lugar de femicidios?
En México, hay un valor agregado político fuerte que nos interesa resaltar, que es que esos tipos de crímenes de odio contra las mujeres se posibilitan en contextos donde hay una ausencia, implicación o corrupción del Estado, y donde la violencia contra las mujeres y contra los cuerpos feminizados también está social y culturalmente permitida. Además, la categoría feminicidio es muy performática, porque nos permite constantemente abrirla a los desafíos del presente y los cambios que el territorio está viviendo. Por ejemplo, muchas compañeras trans transitaron desde feminicidio a transfeminicidio. A la vez, hemos visto que en México esta categoría se tipificó como delito autónomo. Eso es muy importante, porque no es un agravante de homicidio [como es el caso de Uruguay]. El desafío del presente es, por un lado, crear una palabra común en toda América Latina y el Caribe que tenga el mismo sentido e impacto político, donde todas podemos converger, porque estamos enfrentando una repatriarcalización del Estado y de los territorios donde vivimos, entonces tenemos que tener más fuerza, y esa fuerza tiene que venir también desde las palabras que usamos.
En tu tesis planteás que hay formas tradicionales de violencia feminicida, como la familiar o la sexual, que se “entrelazan” con formas contemporáneas. ¿Cuáles son estas formas contemporáneas?
Los feminicidios a larga escala, las desapariciones forzadas a larga escala y las desapariciones intermitentes. A larga escala significa que estamos asistiendo a un aumento del porcentaje de violencia que vivimos las mujeres. Se está difundiendo más en el territorio y hay una agudización porque las sañas que usan para asesinarnos son siempre más crueles. Es verdad que entre México, Uruguay y otros países de América Latina tenemos muchas diferencias, pero hay puntos en común. Entre esos puntos en común, están las sañas con las cuales nos están matando. La violencia está cambiando rápida y cualitativamente. Además de los feminicidios a larga escala y las desapariciones intermitentes, quiero agregar también el desplazamiento forzado interno por violencia feminicida. El desplazamiento interno forzado se vivía hace poco en contextos como, por ejemplo, el caso colombiano, porque había un clima de guerrilla permanente y de guerra contra el narcotráfico, y las mujeres empezaron a desplazarse. Ahora estamos asistiendo a otro fenómeno: por ejemplo, muchas mujeres huyen de sus lugares de origen porque saben lo que les puede pasar si se quedan. Yo me encontré con una mujer en la frontera norte con Estados Unidos que me dijo: “Me violaron y decidimos huir porque no quiero que a mi hija le pase lo mismo”. Quienes violan no son sólo bandas criminales, sino que es un contexto violento donde violando producen un sistema de masculinidades violentas.
¿En qué consiste esto que llamás “desapariciones intermitentes”?
Tengo que agradecer a Andrea Tuana y Cristina Prego, de la organización El Paso de Uruguay, que fueron grandes aliadas para pensar juntas y conectar territorios, cuando hace unos años hicimos una investigación entre 12 países de América Latina donde estábamos intentando demostrar la relación entre la muerte violenta de niñas y adolescentes y la violencia sexual. Yo estaba estudiando cerca de Ciudad de México que algunas niñas y adolescentes desaparecían por un mínimo de 15 días y por un máximo de uno o dos meses, y después volvían a su domicilio. Empecé a nombrar eso como “desaparición intermitente”. Contacté a las compañeras de El Paso porque ellas me dijeron que también aquí estaba pasando el mismo fenómeno. Estas chicas, cuando vuelven a su domicilio, no hablan por mucho tiempo, porque tienen miedo, porque quien las devuelve sabe perfectamente dónde viven, quiénes son sus seres queridos, entonces viven constantemente bajo amenaza. Pueden desaparecer una, dos, tres veces, no sabemos hasta cuándo. Uno de los casos más graves que encontré fue el de una chica de 15 años a la que desaparecieron tres veces. ¿Por qué la desaparecieron? Para emplearla en sectores de economía ilegales como mano de obra esclavizada, por ejemplo. Hoy en día no es suficiente asesinarnos, sino que, en un contexto de economías fuertemente desiguales y neoliberales, los cuerpos se esclavizan para extraer plusvalía, y después se decide qué hacer con ellos. En el medio hay violencia sexual, porque el sistema de control se activa contra estas niñas y adolescentes sobre todo porque las violan, entonces ellas tienen mucha vergüenza también y, cuando vuelven a casa, no quieren hablar, porque saben que están estigmatizadas y pueden vivir aisladas social y materialmente. Por eso es muy importante hablar de violencia política sexual.
“Hoy en día no es suficiente asesinarnos, sino que los cuerpos se esclavizan para extraer de ellos plusvalía”
Decías que la violencia contra las mujeres está adoptando formas más crueles, algo que también se ha identificado en el último tiempo en Uruguay. ¿A qué se puede atribuir?
A un sistema feminicida que no depende sólo de un actor. Es decir, no estamos sólo enfrentando el crimen organizado. Estamos también enfrentando un sistema que construye una telaraña que es tejida por diferentes poderes: la economía, la política, grupos delictivos.
Durante la conferencia dijiste que tanto las desapariciones intermitentes como la violencia política sexual son “dispositivos para la repatriarcalización del sistema político y económico neoliberal”. ¿En qué sentido?
Porque estamos viviendo un sistema de desigualdad social y económica brutal que, para seguir sustentándose, tiene la necesidad de explotar algunos tipos de cuerpos y, en esa jerarquía de explotación, desafortunadamente están primeros los de las infancias, las mujeres y los cuerpos feminizados. Un sistema que se basa sobre la desigualdad social, sobre el autoritarismo, sobre la derechización de los derechos fundamentales –por ejemplo, de la interrupción legal del embarazo– es un sistema violento, donde también hay una precarización laboral tremenda. Ese sistema, para autorreproducirse, ahora tiene necesidad de ser siempre más violento. Entonces hay una repatriarcalización del Estado porque tiene que atentar más en contra de la autonomía de los cuerpos que mayormente son cuerpos disidentes. Porque nosotras no somos un botín de guerra, somos cuerpos disidentes; cada vez que estamos denunciando una violencia familiar o no familiar, estamos denunciando el sentido mismo que está teniendo la estructura del Estado patriarcal.
En este panorama tan complejo, ¿hay salidas? Y, por otro lado, si el Estado parece ser un enemigo, ¿se puede seguir apostando a la construcción de políticas públicas que transformen nuestra realidad?
El Estado no es el enemigo, el Estado somos cada una y cada uno de nosotres. La ausencia de un Estado de derecho es el enemigo. También el hecho de que no haya una participación activa donde quien sufre violencia no sea también quien toma decisiones y sea llamada sólo para ser escuchada; quien sufre violencia también tiene que ser llamada para tomar decisiones, porque es desde su cuerpo que las cosas empiezan a importar. Entonces eso es el enemigo, no el Estado en abstracto. Lo más importante es que hoy en día, porque hay una repatriarcalización del Estado que se expresa en contra –y esto pasa en todos los países de América Latina y el Caribe–, hay una acción violenta contra las feministas: estamos siempre deslegitimadas, hasta vamos a la cárcel en algunos países y eso pasa porque estamos poniendo en cuestión la estructura misma del Estado. Los feminismos nunca lucharon sólo por la paridad de derechos, lucharon para decir que tenemos derecho a reexistir y a habitar con una vida digna nuestros territorios, queriendo una completa revisión de las estructuras donde estamos viviendo. Siempre decimos que una ciudad segura es una ciudad pensada y estructurada a partir de los cuerpos de las mujeres. Si se pensara en una estructura comunitaria a partir de los cuerpos que sufren mayor violencia, sería un país más libre para todo el mundo. También las propias mujeres y las comunidades diversas pueden activarse por sí mismas. El Estado podría ser un articulador de energías, de sinergias y de prácticas, y no quien decide.
“Quien sufre violencia también tiene que ser llamada para tomar decisiones, porque es desde su cuerpo que las cosas empiezan a importar”
Cuando en tus trabajos hablás de “prácticas feministas de rexistencia”, ¿te referís a esto?
Sí, pero no sólo. Es que, en estos años, no hemos sólo resistido. No hemos sólo resistido a la violencia, no hemos sólo resistido a la Policía que entraba en nuestras casas, no hemos sólo resistido al crimen organizado que nos ha secuestrado a nuestras hijas. Cada vez que estábamos luchando, lo hemos hecho de forma comunitaria. Cada vez que estábamos luchando, hemos inventado desde cero nuevos instrumentos que ahora el Estado, como articulador, está obligado a usar. Por ejemplo, últimamente, en Ciudad de México tenemos una fiscalía especial de feminicidios. Durante muchos años, no hemos sólo resistido a los ataques, sino que ya estábamos creando otra modalidad de hacer comunidades, prácticas políticas e instrumentos políticos. Eso no es sólo resistir; es dar nueva existencia a nuestros cuerpos en nuestro territorio.
Uruguay es el tercer país con la tasa más alta de femicidios en América Latina y las denuncias por violencia de género van en aumento. Como integrante del comité de seguimiento de la alerta de género en Ciudad de México, ¿cómo creés que podría aportar ese instrumento a la situación de nuestro país?
Es un modelo que en México no siempre funcionó, pero que es adecuado para hacer un diagnóstico mucho más verídico de lo que está pasando y activar dispositivos que antes no se tomaban en cuenta. Porque, cuando tú activas la alerta de género, se activa también una comisión donde hay académicas especialistas en el tema, organizaciones de la sociedad civil, colectivas autónomas independientes que tienen que evaluar una vez al mes lo que hacen las instituciones. Entonces, es como un mandato: yo te evalúo y tú tienes que responderme. En la evaluación, te pongo también medidas que tú tienes que revisar y reformar mientras que el proceso está ocurriendo. Son dispositivos que tenemos que poner en el campo. Además, te permite tener muchas más sinergias con diferentes grupos de la sociedad civil y de las colectivas afectadas por la misma violencia, por lo que es un proceso mucho más de participación comunitaria.