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Hitchcock en el living

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Desde que ingresó al Panteón por antojo de esas absurdas listas de las mejores películas de la historia del cine que lo colocan en primer lugar –Vértigo desplazó a Citizen Kane, de Orson Welles, que a su vez había destronado a El acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein–, Alfred Hitchcock se convirtió en un ídolo fuera del tiempo y del espacio comunes. Sea como objeto de sabias exégesis –alimentadas, en lo principal, de psicoanálisis– o consagrada a un fetichismo cinéfilo, su obra cortó amarras con las circunstancias que la vieron nacer, los contextos que suscitaron su surgimiento, las confrontaciones de las cuales procedía, etcétera. Los museos hicieron de ella un objeto de exposición, la industria hollywoodense produjo remakes de sus éxitos (interpretación por Brian de Palma, reproducción maníaca por Gus Van Sant). Su vida fue escarbada en deferentes o “escandalosas” biografías. Su dominio de los mecanismos del suspenso lo consagraron como maestro del género y, además, se llegó a ver en él a un metafísico.1

Si no todo es erróneo en los trabajos académicos y sus sucedáneos, a pesar de su carácter un poco repetitivo –algunos, como Leonardo Quaresima, profesor en la Universidad de Udine, llegaron a preconizar una moratoria sobre los estudios hitchcockianos–, esta abundante literatura deja de lado, sin embargo, varios aspectos de la obra y de la trayectoria del cineasta.

Lo que se sabe

Hitchcock, británico de nacimiento, comienza a filmar en Reino Unido. Continúa su carrera en Estados Unidos. Al recorrer su período inglés (1919-1939), descubrimos un autor ecléctico –prueba todos los géneros y no se limita al thriller–. Descubrimos también un cineasta comprometido, a la vez que presenta sus propias obsesiones, con la lucha por la independencia de Irlanda (Juno y el pavo real, 1930, adaptación de la obra del dramaturgo irlandés Seán O’Casey), la política de no intervención de Múnich (La dama desaparece, 1938) o la denuncia del nazismo (El agente secreto, 1936). Es cercano al militante comunista Ivor Montagu, su editor, cofundador de la London Film Society, que invita a los cineastas rusos Vsévolod Pudovkin, Dziga Vertov y Eisenstein. Filma dos películas preconizando la resistencia al nazismo con Francia como destino y, vuelto a llamar por Hollywood (se instaló allí justo antes de la Segunda Guerra Mundial), supervisa la edición de un documental británico sobre los campos de concentración nazis, que quedará sin terminar: debido a la Guerra Fría, Alemania Occidental ya no es más el blanco de las críticas. Este Hitchcock “de su tiempo” aparece aún con mayor fuerza en su obra para la televisión estadounidense que debuta en 1955 y cuenta con más de 300 títulos, rara vez comentados.2 En internet, la enciclopedia colaborativa Wikipedia les consagra tres líneas sobre una docena de páginas...

A través de su propia compañía Shamley Productions, produce 268 obras de 28 minutos de la serie Alfred Hitchcock presents (dirige 17 episodios), y luego 93 obras de una hora de la serie The Alfred Hitchcock Hour (dirige uno) (3). Además, en 1957-1958, produce diez episodios de una hora de la serie Suspicion (dirige uno de ellos). Hasta ahora, no se retenía de esta actividad “secundaria” más que los ingresos que le procuraba –permitiéndole financiar por sí mismo una película como El hombre equivocado (1956)–. Se llegó a sostener, por otra parte, que esta actividad televisiva tenía un impacto sobre sus largometrajes cinematográficos, al hacer de Psicosis, en particular, una película televisiva para la gran pantalla... Se trataba de abordar esta producción televisiva “a partir del cine”. Se trata, de ahora en más, de abordar la cuestión “a partir de la televisión”, un vuelco de perspectiva que se revela de lo más instructivo.

Lo que se quiere saber

En primer lugar, esas películas para televisión deben ser vistas en función de su lugar en el dispositivo televisivo: cada una es precedida de una presentación, y seguida de un epílogo, en el que Hitchcock juega el rol de presentador (él mismo insistió en el hecho de que se dirigía directamente al telespectador mirándolo a los ojos); cada una se enfoca hacia un público que se encuentra en su entorno familiar; cada una toma lugar en el conjunto, la seguidilla de programas del canal, mezclando ficciones, talk-shows, noticias, etcétera; cada una, finalmente, forma parte de una serie. Estas diferencias con respecto a la proyección en una sala, en donde el espectador se sumerge en la ficción, son capitales. Aislar tal o cual episodio haciendo de este una “película” sería una reducción, incluso una mutilación de esta producción.

Además, la contextualización de la entrada de Hitchcock a la televisión es apasionante: hace referencia tanto a la competencia entre la industria del cine y la de la pantalla chica como a la controversia acerca de la “esencia” de la televisión, que estalla en la segunda parte de los años 1950. En efecto, la industria hollywoodense, preocupada por conservar su preeminencia apostando a innovaciones técnicas espectaculares (Scope, 3D, color, estéreo), busca en paralelo convertirse en la proveedora de programas filmados para el nuevo medio de comunicación. El productor Samuel Goldwyn hace, sobre este tema, una impactante declaración según la cual el cine entró en su tercera época, la de la televisión, con la cual la confrontación será “titánica” si no se hace una alianza con ella. De hecho, las ficciones transmitidas en directo son de forma progresiva suplantadas por programas filmados. Al mismo tiempo, el centro de gravedad de la producción televisiva pasa de Nueva York a Hollywood. En 1959, 80 por ciento de los programas televisivos se producen allí. Los productores David Selznik y Walt Disney lanzan sus propios programas, le siguen Warner, Fox, Metro Goldwyn Mayer (MGM); cineastas, guionistas y actores “de cine” migran de un espacio al otro: King Vidor, William Wellman, Ben Hecht, Lauren Bacall, Joseph Cotten; más tarde, John Ford, Jerry Lewis...

Hitchcock está en la confluencia de estos dos sectores y se va a implicar de manera muy seria. Adopta, con sus colaboradores –en primer lugar, su productora, Joan Harrison–, criterios precisos para la elección de las historias, su estructura dramática y su adaptación. Estas películas cortas, dirigidas en condiciones de rapidez muy alejadas de aquellas del cine, constituyen pequeñas ficciones con desenlaces inesperados, que parten todas de situaciones de la vida ordinaria que viven personas ordinarias: relaciones en el trabajo, en el marco de la pareja, con los niños, accidentes automovilísticos, agresión, acoso, violación, asesinato. Es el mundo del suceso cotidiano y policial, que asegura una máxima identificación. El rol de Joan Harrison –que trabajaba con Hitchcock desde 1933, y que lo siguió a Estados Unidos–, es central, también en el tratamiento de ciertas temáticas y, en la introducción, parece ser, de un cierto número de novedades –aceptadas por Hitchcock–, particularmente un woman’s angle (“perspectiva femenina”) que controla los ajustes de las noticias que serán adaptadas.

Lo que interroga

Hitchcock asume la transmisión en vivo, asegurando a cada instancia la presentación en persona, de manera tal que no deja de interrogarse sobre la televisión, al mismo tiempo que hace televisión. En un primer tiempo había elaborado, con el rodaje rápido y en continuidad de La soga (1948), una especie de prototipo de la película televisiva, pero luego abandonó ese modelo para combinar televisión y cine distinguiendo presentación, epílogo y narración. Y allí está lo innovador: este enfoque le permite desarrollar un discurso acerca de la televisión misma y su dependencia de la publicidad, pero también sobre la sociedad y la cultura estadounidenses. Interviene en cuestiones que agitan al país y movilizan a sociólogos, psiquiatras y políticos –las de la violencia (juvenil, familiar, conyugal), del fácil acceso a las armas, de la desigualdad social entre los sexos, de las relaciones patrón-empleado, hasta de los accidentes viales y del alcoholismo–.

Sólo las cuestiones raciales y políticas son dejadas de lado. Al final de un episodio que relata una simple historia de robo (“Coyote Moon”), Hitchcock-presentador le dice al telespectador: “Espero que no le haya molestado que no haya habido ni asesinato ni agresión sangrienta [...]. Para aquellos de entre ustedes que reclaman violencia, no puedo más que enviarlos a vuestro diario local o a vuestros pensamientos más íntimos”. En el epílogo de un episodio acerca de la delincuencia juvenil (“The Young One”, dirigido por Robert Altman), subraya que se debió renunciar al tema inicial, el fútbol universitario, ya que “hay, en efecto, demasiada violencia” en ese deporte... Manipula un revólver y comenta: “Hasta un idiota lo lograría” para introducir un episodio en el que un joven chico encuentra la pistola de su padre y juega con ella, arriesgándose a matar a su madre...

Se permite incluso discutir al aire con aquellos que acusan a los medios masivos de comunicación de ser responsables del aumento de la violencia, en particular la de los jóvenes; él no cesa de reinscribirla en el marco del conjunto del mundo social. Así, debate sobre el tema con el doctor Frederic Wertham, sociólogo y psiquiatra cercano a la Escuela de Frankfurt. Una subcomisión del Senado lleva a cabo une serie de audiencias públicas sobre el tema, en las cuales ciertos episodios de The Alfred Hitchcock Hour son cuestionados.

Sus pulseadas con sus patrocinadores conforman un aspecto importante de este compromiso. Hitchcock, en vez de dejar pasivamente que las publicidades interrumpan sus producciones, las va a anexar al introducirlas y al hacer de ellas un adversario. Usa varias estrategias: la ironía (“Ahora veo por qué sucede que repitamos una publicidad. Al escucharla una sola vez es imposible captar todas las sutilezas de pensamiento y todos los matices de sentido”); el ataque frontal (“Llegamos ahora a la publicidad: pesada, repetitiva, ruidosa, tediosa, soporífica, infantil, aburrida, ridícula”); hasta la destrucción del aparato emisor a golpes de martillo. Pero por más lejos que pueda llegar –apareciendo, por ejemplo, con la cabeza y las manos encerrados en una picota y diciendo “si ustedes creen que tenemos libertad de expresión...”–, por tan intransigente que pueda ser sobre ciertos puntos (hasta rechazar nombrar al anunciante), Hitchcock no ha dejado de tener que someter sus guiones y sus comentarios a la aprobación del pagador (que pudo rechazar ciertos episodios y hacer modificar otros). Hitchcock actuó con picardía dentro del sistema. Sufrió sus límites. Pero lo... moldeó.

François Albera, historiador del Arte y del Cine. Su última obra publicada es Léger et le cinéma, Nouvelles Éditions Place, París, 2021. Traducción: Micaela Houston.


  1. Véase particularmente Françoise Barbé-Petit, Hitchcock le cri métaphysique, Éditions de l’Amandier, París, 2013; Les chemins de la philosophie, programa de France-Culture (febrero-marzo 2018), en el cual, entre otras cosas, se le pidió al esloveno Slavoj Zizek “filosofar con Hitchcock”. 

  2. Jean-Loup Bourget, Sir Hitchcock, cinéaste anglais, Classiques Garnier, París, 2021; Gilles Delavaud, La Télévision selon Hitchcock, Presses universitaires de Rennes, 2021 (de donde provienen las citas). 

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