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Sergio Massa, ministro de Economía de Argentina, en conferencia de prensa en Buenos Aires, el 30 de setiembre.

Foto: Luis Robayo, AFP

Massa, gradualismo o muerte

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Hiperinflación en Argentina.

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El régimen de alta inflación que viene sufriendo Argentina genera muchas dudas y una única certeza: debe abordarse con herramientas distintas a las que se suelen utilizar para conjurar un aumento moderado de precios. Para responder a cuáles y cuándo, entran en escena el juego político y los espejos del pasado económico del país. Así lo reflejan este artículo y el siguiente, en una cobertura de portada que busca ordenar las preguntas.

Sergio Massa asumió el Ministerio de Economía argentino tres meses y medio atrás, en un momento en que el gobierno de ese país se tambaleaba entre la indolencia presidencial, los misiles autodestructivos de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y la desorientación general del gabinete. Logró mínimamente recomponer la autoridad política dañada y comenzar a proponer un rumbo. Las encuestas, que hasta el momento lo situaban en el subsuelo de la consideración pública, no muestran aún una recuperación de su imagen, pero en los focus groups sí comienza a aparecer una idea: “Al menos se la jugó”.

¿Logrará el objetivo de reducir la tasa de inflación a “un número que empiece con tres” a comienzos del año que viene, tal como prometió? Massa viene negociando acuerdos de precios con sectores claves, como alimentación, con el que acordó un congelamiento hasta marzo ofreciendo a cambio agilidad en el acceso a las licencias de importación, su principal herramienta de presión para evitar las trampas que suelen aparecer en estos casos, de las que la creación de productos mellizos es la más habitual –las Zuckaritas de 510 gramos que cuestan 50 por ciento más que las de 500 o la mermelada “Campagnola más fruta” que, siendo exactamente la misma, vale casi el doble1–. Sorteando el sistema de vetos cruzados y la impotencia de Estado que caracteriza al gobierno, Massa consiguió recomponer las reservas con el dólar-soja, del que la semana pasada se anunció un nuevo capítulo. Aunque comprensible y quizás inevitable dadas las circunstancias, la negociación revela el drama de que Argentina disponga de un solo complejo exportador cuando podría fácilmente contar con tres: agro, hidrocarburos y minería. No es fácil, porque implicaría revertir la provincialización de los recursos naturales establecida en la Constitución de 1994 para explotarlos de manera coordinada y enfrentar el lobby prohibicionista, pero garantizaría un ingreso extra de divisas para neutralizar la restricción externa y fortalecería políticamente al gobierno, que hoy no tiene más remedio que conceder un dólar especial al sector más rentable de la economía.

Pero estábamos en Massa. Con su proverbial tacticismo, el ministro despliega un mano a mano permanente con los sindicatos para contener paritarias [mesas de negociación salarial], explora acuerdos con otros rubros, como textiles, combustibles y turismo, siguiendo el mismo patrón “te doy/me das”, y trata de construir un puente hasta marzo, que hoy es el largo plazo de la economía argentina: todos bailando la danza de la lluvia a la espera de que la liquidación de la próxima cosecha alivie la escasez crónica de dólares.

¿Puede funcionar? Consultados para este artículo, cinco influyentes economistas de diversas orientaciones coincidieron en que es muy difícil. Básicamente, el problema es el ancla: con una devaluación de entre seis y siete por ciento mensual, paritarias en torno al siete por ciento y los costos moviéndose con una inercia imparable (“Lo único que me preguntan mis clientes es ‘¿Cómo me cubro?’, me dice un consultor”), la meta del tres por ciento luce imposible.

Detrás de este pesimismo se esconde una certeza: un régimen de alta inflación como el que está sufriendo Argentina es una criatura económica totalmente diferente a un aumento moderado de precios, y por lo tanto debe abordarse con herramientas distintas. No alcanza el incremento de un par de puntos del desempleo o la recesión autoinducida, como la que ensayan algunos países de Europa con una inflación del diez por ciento anual, ni la estrategia de ir alineando variables de forma paulatina hasta converger en una baja progresiva, como pretende Massa. Es necesario, coinciden los economistas consultados, ejecutar un plan de estabilización, la manera en la que se nombra un paquete de medidas que, anunciadas en conjunto, buscan generar un shock de expectativas y cambiar de página.

Y ese plan, en esto también parece haber acuerdo, comienza por una devaluación. Si no se desboca, la devaluación achica la brecha cambiaria, mejora el frente externo (por vía de una reducción de las importaciones y un aumento de las exportaciones) y ayuda a cerrar las cuentas fiscales. Con matices y grises, todos los economistas consultados coinciden en este punto, aunque difieren en el porcentaje, el modo en que debería implementarse, los costos que, de modo inevitable, entrañaría, cómo limitarlos y qué hacer con el resto de las variables.

Dimensiones del desafío

Los problemas que involucra un plan de estas características y las dificultades para implementarlo son, sin embargo, gigantescos. En primer lugar, faltan dólares. Hasta ahora, Massa ha logrado recuperar niveles mínimos de reservas con el dólar-soja, y apuesta a que el acuerdo de intercambio de información financiera con Estados Unidos funcione como amenaza de cara a un posible blanqueo. Con esto, más una devaluación ligeramente por encima de la inflación, aspira a evitar un salto brusco del tipo de cambio. Ocurre que una devaluación es como una primera cita: se sabe cómo empieza pero nunca cómo termina. La última exitosa fue la que ejecutó Axel Kicillof cuando asumió como ministro de Economía, en enero de 2014: el dólar pasó de 6,8 a 8,1, lo que permitió frenar la corrida, reestabilizar la economía y llegar, boqueando con la lengua afuera, pero llegar, a las elecciones de octubre de 2015. La diferencia es que en aquel momento las reservas líquidas eran de 13.000 millones de dólares y la inflación de 30 por ciento, y hoy son de 3.000 y 90 por ciento, lo que limita las posibilidades de “gobernar la devaluación” y recrea el fantasma del Rodrigazo2 en versión siglo XXI: el riesgo de que los dólares paralelos se disparen, la brecha se mantenga o se estire y el resultado combine todos los perjuicios de un salto del tipo de cambio y ninguno de sus beneficios.

El bimonetarismo de facto que caracteriza a la economía argentina hace todo más difícil. De los tres atributos básicos de una moneda (reserva de valor, unidad de cuenta y medio de pago), el peso argentino no cumple el primero y está dejando de cumplir los otros dos, en rubros como el inmobiliario, pero también en turismo y, de manera incipiente, en salarios. Esto hace que la presión sobre el dólar sea más intensa en Argentina que en un país con una moneda nacional consolidada, y que el peligro de cualquier salto cambiario sea mucho mayor.

Pero además de difícil, una devaluación es por definición regresiva. Dispara los precios, deteriora el poder adquisitivo de la mayoría social que percibe ingresos fijos y frena el crecimiento. Aunque sus impactos benéficos pueden comenzar a verse más o menos pronto, en el cortísimo plazo genera efectos que, de modo inevitable, son negativos. En “A la sombra de la hiperinflación”3, los sociólogos Juan Carlos Torre y Vicente Palermo explican que la dificultad para impulsar planes de este tipo reside en que los costos se sienten de manera inmediata mientras que los beneficios tardan en aparecer, por lo que la resistencia de los sectores afectados emerge antes que el apoyo de los eventuales beneficiarios. Esta asincronía, que es el ABC del líder reformista, puede, sin embargo, alterarse en caso de que el hartazgo social sea tan profundo como para que los impactos negativos del plan queden neutralizados por el rechazo a prolongar un estatus considerado insoportable.

Esto es justamente lo que pasó al inicio del gobierno de Carlos Menem: el “efecto persuasivo” de la hiperinflación fue tal que creó un consenso ciudadano acerca de lo insostenible de la situación, y habilitó al gobierno a aplicar el shock de la Convertibilidad (1991) y un conjunto de reformas neoliberales, implementadas con el sentido de urgencia propio de las megacrisis, que lograron de forma rápida recuperar la estabilidad, activar un boom de consumo y relanzar el crecimiento. La pregunta entonces sería si, en ausencia de una hiperinflación pulverizante pero ante un deterioro socioeconómico de casi una década, la sociedad argentina está dispuesta a aceptar los costos de un programa de estabilización.

Capacidades en juego

Por último, un plan de shock exige no sólo capacidad técnica sino, sobre todo, habilidad política. No poder, sino habilidad. Contra lo que muchas veces se piensa, no es el consenso social el que posibilita un cierto programa económico, sino un líder enérgico que lo impone, a menudo venciendo la resistencia inicial de parte de la sociedad, los actores económicos y el sistema político. Una vez recogidos los frutos de la estabilidad, el líder gana elecciones e incluso reforma la Constitución y reelige, que es lo que hicieron los responsables de los planes de estabilización macroeconómica exitosos de los años 1990, como Carlos Menem en Argentina o Fernando Henrique Cardoso en Brasil. Es aquí, en el orden de prelación, donde reside, a mi juicio, el problema de planteos como el de Horacio Rodríguez Larreta.4 No es el consenso el que posibilita el plan, sino a la inversa: es el programa el que, si es exitoso, fabrica el consenso.

En este sentido, el camino político de Massa debe ser exactamente inverso al del presidente de la Nación, Alberto Fernández, quien por cuidar los equilibrios internos del oficialista Frente de Todos evitando irritar a Cristina [Fernández de Kirchner], fue cediendo espacios a punto tal que el gobierno, más que un “randazzismo sin Randazzo”,5 se ha convertido en un “albertismo sin albertistas”: el caso único de un gabinete en el que la mayoría de los ministros no responden al presidente. Si Alberto [Fernández] se preocupó tanto por garantizar la unidad interna que en el camino olvidó la gestión y terminó alejándose de la sociedad, Massa debe proceder al revés: mostrar resultados, recuperar adhesiones y después alinear al peronismo.

Lo cual nos lleva nuevamente al cómo. Descartado por los motivos mencionados un plan de estabilización, Massa transita el gradualismo de ir tapando agujero tras agujero. Tiene su lógica: políticamente débil luego de la derrota en las legislativas, con la imagen de sus principales dirigentes en su piso histórico y sin un diagnóstico común acerca de qué hacer, el gobierno no está en condiciones políticas de lanzar un programa de shock. El cálculo político sugiere aspirar a una mejora paulatina apostando a salvar lo que se pueda: la idea de adelantar las elecciones bonaerenses, en las que el peronismo, incluso en este contexto, sigue siendo competitivo, va en esta dirección, sobre todo si Cristina [Fernández de Kirchner] figura en la boleta.

El kirchnerismo acompaña, por ahora. Sucede que la llegada de Massa como un virtual interventor del gobierno y el clima minirrefundacionista que lo acompañó es resultado de que el socio principal de la coalición, el que en un momento de debilidad debería haber sido el responsable de tomar el timón, carece de una solución a la crisis. ¿Por qué Cristina, la “accionista mayoritaria” del Frente de Todos, no resolvió el vacío de poder designando a uno de los suyos como ministro de Economía? ¿Por qué Massa y no Augusto Costa o Jorge Capitanich?6 No hay una solución kirchnerista al problema económico de los argentinos, y esto se nota en la paradoja de una crisis política que se abrió “por izquierda” (con críticas al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y la segmentación de tarifas propuesta por Martín Guzmán)7 y se resolvió “por derecha” (con un Massa más fiscalista que su antecesor).

El problema del “plan llegar” es precisamente... llegar. Puede que funcione, pero también puede pasar lo que pasó con el Plan Primavera, la segunda fase del Austral lanzada por Raúl Alfonsín en agosto de 1988 con el objetivo de garantizar una mínima estabilidad hasta las elecciones, que además había adelantado de octubre a julio de 1989. Como el gobierno siempre controla apenas una parte de la historia, la caída de los precios internacionales, la resistencia de la oposición peronista liderada ya por Menem y la fragilidad institucional ante los sucesivos levantamientos carapintadas hicieron colapsar el programa en pocos meses, y el radicalismo tuvo que resignarse a disputar las presidenciales en un contexto de hiperinflación y saqueos.

Abollada y mil veces emparchada, la economía argentina no pasa una VTV [verificación técnica vehicular], sostenida en un equilibrio tan precario que cualquier evento podría hacerla volcar, como sucedió nueve meses atrás con la guerra de Ucrania: un nuevo impulso de inflación importada, una retirada masiva de depósitos, la incertidumbre propia del año electoral. ¿Qué pasaría entre agosto y diciembre de 2023, por ejemplo, si el peronismo sufriera una derrota aplastante en las PASO [elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias]?

En este contexto imposible, Massa prefiere la receta de Alcohólicos Anónimos: un día a la vez. “¿Vos me asegurás que si devalúo 30 por ciento el dólar se queda ahí y no se desmadra?”, le preguntó a un economista amigo que le recomendaba un plan de estabilización. ¿Quién puede afirmar hoy que el resultado de un paquete de shock no será peor? E incluso si funciona, ¿los beneficios los recogerá este gobierno o el que viene? Todos los ministros de Economía quieren ser Cavallo o Lavagna, y todos temen el destino trágico de Erman González o Remes Lenicov.8

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.


  1. Leandro Renou, “Los pícaros de los ‘productos gemelos’”, Página/12, 21-1-2022. 

  2. NdR: Plan de ajuste de Celestino Rodrigo, ministro de Economía de María Estela Martínez de Perón, anunciado el 4 de junio de 1975 y que disparó la inflación al 182 por ciento, originó grandes movilizaciones sociales y motivó la renuncia del ministro. 

  3. Vicente Palermo, Juan Carlos Torre, “A la sombra de la hiperinflación. La política de reformas estructurales en Argentina”. Cepal, Seminario Regional sobre Reformas de Política Pública. Santiago de Chile, 3-5 de agosto de 1992. 

  4. NdR: Actual jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Integra el arco político de Mauricio Macri, que es oposición a nivel nacional. 

  5. NdR: En referencia a Florencio Randazzo, ministro del Interior de Cristina Fernández de Kirchner. En 2015 Randazzo renunció a ser candidato a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires por el kirchnerismo (en momentos en que se proyectaba como figura con aspiraciones nacionales, de las que también abdicó). 

  6. NdR: Ministro de Producción, Ciencia e Innovación Tecnológica de la provincia de Buenos Aires, y gobernador de la provincia del Chaco, respectivamente. 

  7. NdR: Ministro de Economía del gabinete de Alberto Fernández, desde el 10 de diciembre de 2019 hasta el 2 de julio de 2022. 

  8. NdR: Cuatro ministros de economía argentinos. Domingo Cavallo, de 1991 a 1996, considerado padre de la Convertibilidad. Roberto Lavagna, de 2002 a 2005 (permanencia récord para Argentina), durante el gobierno de Néstor Kirchner. Antonio Erman González, antecesor de Cavallo, debió renunciar en 1991 por el escándalo de corrupción conocido como Swiftgate. Jorge Remes Lenicov, de enero a abril de 2002, en plena crisis poscaída del presidente Fernando de la Rúa. 

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