Los dirigentes ucranianos podrían renunciar a integrar la Alianza Atlántica para obtener la retirada del ejército ruso. En el centro de las negociaciones, el estatus de país neutral puede parecer precario, pero también presenta sus ventajas.
“A menos que el mundo avance hacia la catástrofe, solamente una solución política podría restablecer la paz [...]. El acuerdo tendría por objeto establecer y garantizar la neutralidad de los pueblos de Indochina, y su derecho a disponer de sí mismos tal como efectivamente son, siendo cada uno enteramente responsable de sus propios asuntos.” En su discurso de Phnom Penh contra la intervención estadounidense en Vietnam (1° de septiembre de 1966), el general Charles De Gaulle esbozó una solución que sin duda habría evitado nueve años más de combates.
Tras la Guerra del Dniéster, que confrontó al Estado central con las fuerzas de Transnistria, apoyadas por el ejército ruso, durante la primavera de 1992, Moldavia optó por esa solución. La ex República soviética decidió introducir la “neutralidad permanente” en su Constitución, adoptada en julio de 1994. La mantiene a pesar de las alternancias políticas, mientras que los cambios en las mayorías condujeron a la vecina Ucrania a vacilar en la cuestión de sus alianzas desde el final de la Unión Soviética (URSS).
El 5 de mayo de 1992, frente a una primera declaración de independencia de Crimea –que concluyó entonces con un acuerdo institucional–, Kiev rechazó adherir al Tratado de Seguridad Colectiva firmado en Tashkent diez días más tarde entre Rusia, Bielorrusia, Kazajistán, Armenia, Tayikistán, Kirguizistán y Uzbekistán. En 1996, Georgia, Ucrania, Azerbaiyán y luego Moldavia fundaron la Organización para la Democracia y el Desarrollo Económico (o GUAM, por las iniciales de cada país), con la ambición de acercarse a la Unión Europea. Luego de la “Revolución de las Rosas” de noviembre de 2003 en Georgia y de la “Revolución Naranja” de noviembre de 2004 en contra de la elección de Viktor Yanukovich en Ucrania, estos dos países pidieron su incorporación a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Pero en abril de 2008 recibieron un veto por parte de Francia y Alemania para fijar una fecha para esta adhesión. De vuelta en el poder en febrero de 2010, Yanukovich, por el contrario, promulgó una ley de neutralidad, que prohibía toda participación de su país en una alianza militar.
Luego de su destitución en 2014, “la cooperación se intensificó en varias áreas de importancia crítica”, reconoció la OTAN1. El Parlamento electo en octubre de 2014 anuló la ley de neutralidad, y luego adoptó en junio de 2017 otro texto, convirtiendo en cambio la adhesión a la Unión Europea y a la OTAN en un “rumbo estratégico” de la política exterior y de la seguridad. Este objetivo figura en la Constitución enmendada en 20192. Volver a la neutralidad requeriría una mayoría calificada en el Parlamento para modificar ese texto, lo cual no será mucho más fácil que optar por una fuerte descentralización que incluya un estatuto especial para las Repúblicas del Donbass.
Una política histórica
A lo largo de la historia, la neutralidad ha sido a menudo asociada con la situación de los Estados “tapón”, que representaban también los “campos de batalla” entre las potencias europeas. Cuando accedió a la independencia, a Bélgica le impusieron, a través del Tratado de Londres del 15 de noviembre de 1831, ser “un Estado independiente y perpetuamente neutral”. Al introducir esta cláusula, las Cortes de Austria, Francia, Gran Bretaña, Prusia y Rusia permitieron al Reino belga tener ocho décadas de paz, lo cual lo salvó particularmente de verse inmiscuido en la guerra franco-alemana de 1870. Luego de las guerras napoleónicas, el Tratado de París del 20 de noviembre de 1815 también trajo un “reconocimiento formal y auténtico de la neutralidad perpetua de Suiza”, posibilitándole dos siglos de no beligerancia.
Hasta inicios del siglo XX, el derecho de neutralidad se basó en la costumbre. Encontró un marco jurídico de protección para los pequeños países en las Convenciones de La Haya del 18 de octubre de 1907. Un Estado neutral se compromete a no participar militarmente en un conflicto con otros Estados, a cambio del respeto de su integridad territorial. Se compromete a no apoyar a los beligerantes con medios humanos o materiales, o poniendo a disposición su territorio –que incluye su espacio aéreo–. Así, ello lo obliga a dotarse de capacidades para defenderse militarmente contra cualquier ataque. Este instrumento de política exterior puede ser temporario –en ocasión de un conflicto particular– o permanente.
La neutralidad se distingue del no alineamiento, que en su origen resultó de la voluntad de varios Estados del Hemisferio Sur de sustraerse a la lógica y a la influencia de los dos bloques durante la Guerra Fría. Surgido de la declaración común del egipcio Gamal Nasser, del yugoslavo Josip Broz “Tito”, del indonesio Kusno Sukarno y del indio Jawaharlal Nehru en 1956, el Movimiento de Países No Alineados (NOAL) todavía existe, pero ya no compromete a sus adherentes y cuenta con muy pocos países neutrales. Paradójicamente, el único país europeo actualmente miembro, Bielorrusia, también forma parte de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), estructura de defensa común creada bajo el ala de Rusia, cuyas tropas han utilizado el suelo bielorruso para avanzar hacia Kiev. Malta y Chipre abandonaron el NOAL al entrar en la Unión Europea. Ucrania, Bosnia-Herzegovina y Serbia permanecen como observadores. Este último país optó por la neutralidad, una forma de legado de Yugoslavia.
El principal desafío para los países neutrales consiste en obtener las garantías del respeto de su estatus, a menudo pisoteado. En 1798, las tropas francesas del Directorio invadieron Suiza sin tener en cuenta su tradición ya secular. El 2 de agosto de 1914, Alemania dirigió un ultimátum a Bélgica exigiendo un derecho de paso. Dos días más tarde, las tropas de Guillermo II invadieron el país, violando también la neutralidad de Luxemburgo. Garante del Tratado de 1831, Gran Bretaña entró en guerra para apoyar a Bruselas. Durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi no le preocupó en absoluto invadir un gran número de países neutrales: Noruega, Países Bajos, Bélgica y Dinamarca, así como Yugoslavia y Grecia, con su aliado italiano. La Unión Soviética hizo lo mismo en los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) y en la Besarabia rumana, y trató de tomar Finlandia. Gran Bretaña invadió Islandia, neutral, al igual que su tutor danés. Bulgaria y Turquía renunciaron por su cuenta a la neutralidad temporaria. Con la mira en las tierras perdidas durante el Congreso de Berlín de 1878, Sofía se unió al Eje en 1941. Ankara optó in extremis por los aliados, en febrero de 1945. En 1969, Estados Unidos bombardeó Laos y Camboya, arrastrando a esos dos países neutrales al conflicto vietnamita, con los estragos que conocemos.
Sin embargo, varios países supieron preservar su neutralidad en períodos extremadamente difíciles –no sin algunos ajustes de sus principios democráticos–. Ese fue particularmente el caso de Suecia y de Suiza durante las dos guerras mundiales. Además de tener un menor interés estratégico –como para Irlanda, que salió magullada de su guerra civil–, esos dos países supieron darse a sí mismos los medios militares para defender su territorio. El ejército de milicia de la Confederación Helvética representa un medio de disuasión para nada desdeñable. En esta misma línea, Suecia restableció la conscripción en 2017, tras haberla suprimido en 2010, y mantiene con grandes costos la producción de armas. Finlandia y Austria, Estados “tapón” durante la Guerra Fría, obtuvieron, al comienzo de los años 50, garantías que provenían de los dos bloques de respeto de su neutralidad, también armada.
Neutralidad activa
La neutralidad –enfoque realista para un pequeño país en materia de política exterior– confiere a algunos de esos Estados un rol diplomático desproporcionado respecto de su peso en la demografía o en la economía mundiales. Esenciales para el equilibrio de las fuerzas y la coexistencia pacífica, al alejar las amenazas, aquellos aportaron en varias oportunidades la posibilidad de un diálogo, y no solamente entre los “grandes”. Ese fue particularmente el caso en la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), que tuvo lugar entre julio de 1973 y agosto de 1975 en Helsinki. Momento clave de la détente, el acto final sentó las bases de una paz duradera en Europa, en respeto de la soberanía y de los derechos de los pueblos, de la integridad territorial de los Estados, así como de los derechos de la persona y de las libertades fundamentales.
Luego del derrumbe de la Unión Soviética en diciembre de 1991, la CSCE permitió en particular obtener el abandono de las armas nucleares emplazadas en su territorio por parte de Bielorrusia, Kazajistán y Ucrania, y su traslado hacia Rusia. A cambio de la adhesión de estos tres países al Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares, el Memorándum firmado en Budapest el 5 de diciembre de 1994 comprometía a Rusia, Reino Unido y Estados Unidos a respetar la independencia, la soberanía y las fronteras de Ucrania. Se entiende por qué Kiev pide hoy garantías de seguridad mucho más robustas... Una neutralidad duradera parece difícilmente compatible con la desmilitarización reclamada concomitantemente por Rusia.
Elegido desde el final de la Guerra Fría por Turkmenistán, Mongolia, Moldavia y Serbia, el estatus de país neutral sigue siendo subestimado y hasta despreciado. Estrictamente militar, está sin embargo acompañado de una gran laxitud en materia política. No les impidió, por ejemplo, a Suecia, Austria y Finlandia convertirse en miembros de la Unión Europea en 1995. No prohíbe las asociaciones para ejercicios conjuntos, con la OTAN en el caso de Suecia y Finlandia, y con la OTAN y la OTSC en el caso de Serbia. Tampoco prohíbe asociarse a medidas coercitivas, incluyendo medidas armadas, pero con la condición de que emanen de la única instancia legítima en derecho internacional: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Desde el aplastamiento de la Primavera de Praga, en 1968, nunca el miedo ante el expansionismo ruso marcó tanto a los europeos. La invasión a Ucrania desencadenó una reacción reflejo a favor de la OTAN. Las encuestas de opinión registraron un acaloramiento de los suecos y los finlandeses, tradicionalmente opuestos a una adhesión al Pacto Atlántico, tornándose repentinamente favorables a ella. El presidente conservador de Finlandia, Sauli Niinistö, hizo sin embargo un llamado a sus conciudadanos a “mantener la calma”. La primera ministra de Suecia, la socialdemócrata Magdalena Andersson, también atemperó los ardores bélicos de la oposición: “Si Suecia pidiera su adhesión a la OTAN en la situación actual, ello desestabilizaría aun más a esta región de Europa y aumentaría las tensiones”3. Sin embargo, estos dos países cooperan militarmente de modo cada vez más estrecho con Estados Unidos. No podemos excluir que esta cooperación traiga aparejado un componente secreto de asistencia, parecido al que comprometió a Francia con Suiza en 1940, que fue revelado de casualidad a los alemanes.
Poco antes de la invasión a Ucrania, una ex presidenta de la Confederación Helvética y del Consejo de Europa, Micheline Calmy-Rey, hizo una propuesta audaz en estos tiempos bélicos: para estar a la altura de los valores que proclama y ganar autonomía estratégica, la Unión Europea debería convertirse en una potencia “neutral y no alineada”, “independiente y no agresiva entre los bloques”4. Una encuesta llevada a cabo en 2019 a unas 60.000 personas en 14 países mostró que, en caso de conflicto entre Estados Unidos y Rusia, o China, una aplastante mayoría de los europeos no querría que su país elija un bando5. Una neutralidad activa sería, según Calmy-Rey, el instrumento ideal para la difícil convergencia de los intereses del conjunto de los Estados miembro, como fue el caso para los cantones suizos: “Convertirse en una potencia política y militar le permitiría no someterse a un bloque u otro –explica–, de manera de resistir mejor a las presiones, no sufrir, no hundirse en los comunicados que apaciguan por el solo efecto de las palabras, no confinarse a una postura de pasividad y de inmovilismo”. Ello permitiría satisfacer más fácilmente la reivindicación de Ucrania de entrar en la Unión, y hasta una candidatura de Suiza...
Philippe Descamps, de la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.