El 23 de abril, al comenzar una nueva edición de la Bienal Internacional de Arte de Venecia, la número 59, la ciudad lagunar sumó un nuevo imán de visitantes. Para atraer masivamente no precisa, sin embargo, de la actualidad. Morir de belleza, se ha dicho. Ciudad única construida sobre pilotes y sembrada de vías de agua que reflejan su magia, Venecia se hunde no sólo en términos literales sino también metafóricos. Se queda sin habitantes permanentes y sin gente que la habite. “Sin pueblo”, dice Settis en la traducción de Nuria Martínez Deaño, pierde la memoria. Ese olvido es una de las formas de morir que tienen las ciudades.
Desde 1961 a la fecha la población de su centro histórico se redujo a la tercera parte. La gente se va, la gente no nace. Si en 1950 nacía y moría la misma cantidad de personas, en el año 2000 sólo nacieron 404 venecianos para “compensar” las 1.058 muertes. Quedan, a diciembre de 2019, 52.996 habitantes fijos del centro histórico, de ese tejido urbano con forma de pez. Tienen que vérselas, cada año, con treinta millones de turistas. La pelea es desigual y el resultado de esa derrota es la monocultura (¿monocultivo?) del turismo. Cierran pequeños comercios y abren más y más hoteles, bed & breakfast y tiendas de baratijas. El libro de Settis no se queda en la queja, también analiza caminos. Va del urbanismo a la literatura, de la economía a la metafísica. Es una luz de advertencia, pero también una declaración de amor.
Si Venecia muere. Salvatore Settis. Turner. Madrid, 2020. 190 páginas. 790 pesos.