En octubre de 1973, poco después de la Guerra de Yom Kipur, los países productores decidieron disparar el precio del barril, mientras que Arabia Saudita imponía un embargo a Estados Unidos y a los Países Bajos, que proveían armas a Israel. La crisis enredó a los impulsores en sus propias paradojas y decantó hacia el estado actual del mercado.
En octubre de 1973, el mundo desarrollado se quedó repentinamente sin nafta. En Europa y en América del Norte, las filas se alargaban en las estaciones de servicio mientras se disparaban los precios en los surtidores. Frente al riesgo de desabastecimiento, algunos gobiernos occidentales decidieron racionar el combustible –algo inédito desde el fin de la Segunda Guerra Mundial– y los medios de comunicación difundir todas las iniciativas posibles, de la más sencilla a la más extravagante, en materia de ahorro de energía (como el cambio del horario de verano y de invierno en Europa). La imagen del jeque árabe con los bolsillos llenos de petrodólares alimentaba las diatribas y, en Francia, el cantante Frédéric Gérard vivió su momento de gloria al declamar “¡Dame petróleo, hermano, dame petróleo! Dame petróleo hermano, para mi autito”.
El impacto fue tremendo. En unos meses, el precio del barril de crudo pasó de 2,5 dólares a 18 y el mundo desarrollado se vio precipitado en una larga crisis caracterizada a la vez por la explosión del desempleo, el aumento de la inflación y la atonía de la actividad. Incrédulos, los países importadores de oro negro descubrían que la era de los hidrocarburos muy baratos –más baratos, se decía en aquel entonces, que el jugo de naranjas de Florida– se había terminado.
Como todo acontecimiento histórico mayor, el shock petrolero de 1973 fue causado a la vez por un acontecimiento directo y por causas estructurales. La Guerra de Yom Kipur (6 al 25 de octubre de 1973) entre, por un lado, Israel y, por el otro, varios países árabes liderados por Egipto y Siria, hizo de catalizador. Para influir en el conflicto, varios países árabes exportadores de oro negro tomaron entonces tres medidas esenciales: un aumento de 70 por ciento en el precio del barril, una reducción de cinco por ciento de su producción y un embargo sobre los países considerados “enemigos” por su apoyo directo a Israel a través de la entrega de armas, una medida que golpeó esencialmente a Estados Unidos y a los Países Bajos.
Aquí conviene recordar un hecho preciso. Contrariamente a la creencia popular, no fue la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP) la que decidió el aumento de los precios y el embargo, sino que fueron los miembros de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo (Opaep). Creada en 1968, esta institución, cuya sede se encuentra aún hoy en Kuwait, tenía paradójicamente como misión contrarrestar el radicalismo creciente en ciertos países petroleros árabes que deseaban combatir a las multinacionales occidentales recuperando todas o parte de las riquezas de su subsuelo. Kuwait, Arabia Saudita y Libia, miembros fundadores y únicos de la Opaep, también buscaban moderar las exigencias de Argelia, Egipto, Irak y Siria, más proclives a usar el arma del petróleo con el fin de lograr que Occidente hiciera presión sobre Israel para que restituyera los territorios ocupados tras la Guerra de los Seis Días (5 al 10 de junio de 1967).
Sin embargo, en octubre de 1973, la situación cambió. La Opaep se amplió a los países radicales; en Libia, la monarquía fue derrocada por el coronel Muamar Gadafi, que soñaba con unir al mundo árabe; Argelia nacionalizó sus hidrocarburos y la idea de una revancha sobre Israel trascendía las fronteras y los regímenes. Los miembros no árabes de la OPEP no podían por tanto más que constatar y asumir las decisiones de la Opaep sobre los precios y el nivel de producción. Y no criticaron la fuerte decisión de Arabia Saudita de imponer un embargo a Washington, y luego a Ámsterdam. Riad controlaba en ese entonces 21 por ciento de las exportaciones mundiales de crudo y cada una de sus decisiones influenciaba los mercados petroleros de Londres y de Nueva York.
Villanos y pilares
Dos hombres simbolizan ese endurecimiento. El primero es el jeque Ahmed Zaki Yamani, inamovible ministro del Petróleo saudí (1962 a 1986). Verdadera estrella mediática, fue quien llevaba la voz del reino en el seno de la OPEP, así como en Occidente. El otro personaje clave de este histórico episodio es el rey Faisal ben Abdelaziz al Saud, uno de los hijos del fundador del reino. Instalado en el trono desde noviembre de 1964, el monarca no tenía nada de un peligroso revolucionario. Conduciendo una muy prudente política de apertura en el plano interno, sabía que la seguridad de su país dependía ampliamente de Estados Unidos, a quien convenía no ofender. Pero no pudo ignorar el impacto de la cuestión palestina en su población, parte de la cual veía con malos ojos la modernización –aunque fuera únicamente tecnológica– del reino (la puesta en marcha de la televisión, algunos años antes, había provocado sangrientos disturbios) y era propensa a acusar a sus dirigentes de apartarse de las reglas estrictas del wahabismo.
En Washington, el embargo decretado por Faisal sorprendió. La administración del presidente Richard Nixon, ya enredada en el asunto de Watergate, amenazó abiertamente a Riad. Ciertamente, Arabia Saudita no representaba más que cuatro por ciento de las compras estadounidenses de petróleo, pero la Casa Blanca no ignoraba la influencia del reino sobre los precios del barril. Entonces, el mensaje enviado fue claro: de ser necesario Estados Unidos invadiría la península arábica para garantizarse el acceso a las reservas de oro negro e impedir que un desabastecimiento organizado pudiera provocar una disparada de las cotizaciones. De ser necesario, a Irán, en ese entonces dirigido por el sha Mohammad Reza Pahleví, se le atribuiría el rol de gendarme de la región en detrimento de las monarquías del Golfo y de los otros países árabes, entre ellos Irak y Egipto. Sin embargo, es necesario relativizar el alcance real del embargo. Si bien la tensión entre Estados Unidos y Arabia Saudita fue real –al punto de que numerosos sauditas están convencidos de que le costó la vida al rey Faisal, oficialmente asesinado por “un desequilibrado” el 25 de marzo de 1975–, no deja de ser cierto que nunca llevó a la ruptura, al ofrecer Riad muestras de flexibilidad. Ocupados en las operaciones de evacuación de las tropas y del material de Vietnam, los aparatos de la aviación militar estadounidense continuaron abasteciéndose de kerosén en los aeródromos sauditas.
El levantamiento del embargo, en marzo de 1974, no provocó un descenso de los precios del barril, porque el shock petrolero sentó las bases de una realidad geopolítica llamada a durar hasta fines de los años 2000. En primer lugar, la OPEP, por la importancia de los productores árabes, se convirtió en un actor de peso con capacidad de influir en los precios y también de mostrarse razonable cuando fue necesario, reivindicando ser el garante de un abastecimiento continuo y seguro del mercado, lo cual no impedirá que sus detractores, particularmente representantes del Congreso estadounidense, la conviertan en el adversario número uno distorsionando su acrónimo en inglés OPEC (Organization of the Petroleum Exporting Countries) por “One Pure Evil Cartel” (“Un Cártel de Pura Maldad”).1
En segundo lugar, los países consumidores asumieron la idea del fin del petróleo muy barato multiplicando los discursos y las medidas en favor de los ahorros energéticos y de la diversificación, particularmente a través de la energía nuclear. Es también debido a esto que se creó la Agencia Internacional de la Energía (AIE) en 1974. Finalmente, la doctrina de Washington de los “tres pilares” se cristalizó por las siguientes décadas. Así, consistirá en velar por la seguridad de las petromonarquías del Golfo por al menos tres razones: impedir que sus inmensas reservas de hidrocarburos caigan en manos de potencias rivales de Estados Unidos; garantizar el abastecimiento en oro negro para la economía estadounidense; y, finalmente, velar por la defensa de los intereses de sus multinacionales, lo cual de cierta manera coincide con el mantenimiento del precio del barril a un cierto nivel.
Oráculo afortunado
De hecho, allí reside una de las causas estructurales del shock petrolero de 1973 y esto independientemente de la Guerra de Yom Kipur. Para esa época, el mundo ya sufría las consecuencias del abandono de la convertibilidad en oro del dólar. El régimen de cambio flotante sumado a la debilidad del billete verde –divisa en la que se efectúan las transacciones petroleras– afectó tanto a los países productores como a las multinacionales, particularmente a las estadounidenses. Ahora bien, Estados Unidos se vio confrontado al final anunciado de su autosuficiencia en materia petrolera. Ya en los años 1940, el geofísico Marion King Hubbert había predicho un pico de producción en 1970 debido a la falta de suficientes reservas explotables. Una predicción reiterada en 1956 en el transcurso de una célebre conferencia en el American Petroleum Institute (API) que popularizó el concepto de “pico de Hubbert” o “pico petrolero”. Desde mediados de los años 1960, el dictamen era evidente: el geofísico estaba en lo correcto y Washington no podía sino favorecer un aumento de los precios del petróleo para darles a sus compañías los medios para aumentar sus reservas al explotar yacimientos considerados hasta el momento poco rentables en razón de la debilidad de las cotizaciones del crudo. Entonces, Washington hizo presión discretamente sobre los miembros de la OPEP para que favorecieran un aumento sustancial de los precios del barril. La maniobra era delicada: era necesario que los precios aumentasen pero que el automovilista estadounidense, convencido de que la única responsable era la OPEP, no culpara a su gobierno.
Si el shock petrolero de 1973 les costó caro a las economías occidentales, favoreció la prolongación de la era del petróleo e, in fine, contribuyó a la lenta erosión del peso de la OPEP. En efecto, es debido a que el barril superó a lo largo del tiempo y de las crisis los umbrales de 20, 30 y 50 dólares que se volvió rentable explotar los yacimientos del Mar del Norte, del Golfo de México y de Alaska. Esto sin olvidar las arenas bituminosas de Canadá, el petróleo pesado de Venezuela y, sobre todo, los famosos hidrocarburos de esquisto de los cuales nadie o casi nadie hablaba a principios de los años 2000 y que están en el origen de la muy reciente autosuficiencia petrolera de Estados Unidos. Una perspectiva que Hubbert y sus discípulos tampoco previeron. “La tecnología es un verdadero enemigo para la OPEP. Reducirá el consumo y aumentará la producción de los productores que no son miembros”, había explicado el ministro saudí Yamani en setiembre de 2000, en el cuadragésimo aniversario de la organización.2
Akram Belkaïd, jefe de redacción adjunto de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.