Desde hace 20 años, la población penitenciaria en Rusia se ha reducido a menos de la mitad, una señal de que la cobertura mediática de las detenciones de carácter político, que se han multiplicado por diez desde 2015, sólo refleja parcialmente la evolución de la Justicia penal en este país. Algo no ha cambiado: el sistema sigue programado para castigar.
Boris Nemtsov murió aquí. En el gélido pavimento, algunas rosas y ramas de pino bordean el rostro del disidente político, figura perseguida del movimiento anticorrupción y antibelicista desde la anexión de Crimea en 2014. Detenido tres veces y encarcelado, fue asesinado misteriosamente a tiros en este puente en febrero de 2015, a unas decenas de metros de las fortificaciones del Kremlin. “Hoy ya no hace falta ser un activista conocido para estar preocupado”, dice Serguéi Davidis, que nos lleva a la calle Tverskaya, los “Campos Elíseos rusos”. Jefe del programa de apoyo a los presos políticos de la organización no gubernamental (ONG) Memorial, este hombre de aspecto kazajo de unos 50 años ha desarrollado el hábito del acorralado: mira incesante y furtivamente a su alrededor.
Más de 15.000 personas han sido ya detenidas por protestar contra la invasión rusa de Ucrania, según la ONG OVD-Info. La explosión de detenciones arbitrarias no es nueva. Renata Mustafina, doctoranda especializada en juicios políticos en la Rusia contemporánea, explica: “En primer lugar, los movimientos de 2011-2012 contra el regreso de Vladimir Putin reunieron a muchos más participantes que antes. Aunque la policía se mostró cauta en un inicio, la manifestación de la plaza Bolotnaya del 6 de mayo de 2021 marcó un punto de inflexión. La mayoría de los ciudadanos detenidos siguen siendo condenados por los llamados delitos ‘administrativos’ –pasan unas horas en la comisaría y logran salir con una multa–. Los más militantes son enviados a prisión por unos días o incluso algunas semanas. Pero desde entonces, las grandes manifestaciones opositoras también acaban con una veintena de juicios penales, la mayoría de los cuales derivan en una condena de prisión”.
Memorial sigue actualmente a 420 presos políticos, pero la organización calcula que probablemente sean el triple. “Los disidentes políticos o los intelectuales caen por fraude, como Alexéi Navalny, o por pedofilia, como Yuri Dmitriev, el historiador especialista en la represión estalinista. ¡Y sobre todo por tráfico [de drogas]! Todo esto es obviamente falso...”, continúa Davidis. Y lo que es más sorprendente, la lista de Memorial no incluye solamente a fervientes activistas, ni mucho menos: “La gran mayoría son personas comunes que nunca han sostenido una pancarta. Encontramos, por ejemplo, cada vez más ucranianos que nunca vinieron a una concentración. Se los acusa de espionaje, terrorismo y extremismo. Es solamente para establecer el hecho de que Ucrania es un Estado hostil”.
Según William E. Pomeranz, especialista en derecho ruso en el centro de estudios Wilson Center, en Washington, la “justicia selectiva”, que tiene como objetivo a activistas influyentes, se ha entremezclado, durante 20 años, con una represión que ahora se dirige a toda la sociedad. Así lo demuestran las leyes que amordazan las libertades civiles. Para el investigador, además del caso Bolotnaya, la invasión de Crimea marcó el comienzo de una secuencia muy autoritaria en la Rusia contemporánea. En unos años se han sumado: una nueva ley sobre la blasfemia, el aumento de las multas por concentraciones no autorizadas, la penalización de la difamación de funcionarios del gobierno o de la “falta de respeto” a las fuerzas del orden, la ampliación de la definición de alta traición (“cualquier forma de apoyo” prestado a un Estado u organización que “amenace la seguridad de Rusia”) y, sobre todo, la ley sobre agentes extranjeros, que limita fuertemente las acciones de todas las ONG que reciben dinero de terceros países.
El regreso de los grandes movimientos sociales en 2020, con el arresto del gobernador Serguéi Furgal en Jabárovsk o las protestas en países limítrofes, como Bielorrusia o Kirguizistán, provocaron una nueva vuelta de tuerca. A partir de julio de 2020, la reforma constitucional limita la práctica de los piquetes solitarios, la última posibilidad existente de protestar sin autorización previa. Los simples particulares –por ejemplo, camarógrafos pagados por una plataforma extranjera como YouTube– pueden ahora ser designados como “agentes del extranjero” y por lo tanto perseguidos si no se registran previamente. Por otro lado, la invasión a Ucrania está acabando definitivamente con una libertad de expresión ya mermada. En pocos días, la Duma aprobó una ley que castiga con hasta 15 años de cárcel a los autores de “informaciones falsas” sobre el ejército ruso. Otra ley penaliza la mera petición pública de sanciones contra Rusia.
Según Memorial, el número de presos políticos ya se ha multiplicado por diez desde 2015. Sin embargo, el frenesí punitivo contra la sociedad civil no refleja la evolución del sistema penal en su conjunto. Aunque la estimación más alta del número de presos políticos es de 1.300 (y es probable que siga aumentando), sólo representa una pequeña fracción de los 466.000 presos actuales. Una estadística, en particular, plantea interrogantes: con una población generalmente estable, la población penitenciaria se ha reducido en un 54 por ciento en 20 años. Tanto es así que Kathryn Hendley, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Wisconsin, habla de un “sistema jurídico dual”, en el que el tratamiento de los casos políticos no informa del funcionamiento de la justicia común.
Paradojas punitivas
De camino a San Petersburgo, hacia la discreta Universidad Europea donde trabaja el sociólogo Kirill Titaev, se pueden ver algunos pescadores que perforan la superficie helada del Neva. Con una barba poblada y el pelo desordenado, este investigador supervisa un nuevo estudio sobre la disminución de la criminalidad en Rusia. Dirige el reconocido Institute for the Rule of Law, un observatorio de la evolución del derecho ruso. “Los casos políticos acaparan la atención mediática, pero no son muchos –relativiza enseguida–. Debe de haber unos 20 jueces especializados en este tipo de casos en Moscú, no más”. Pero ¿cómo explicar semejante despoblación penitenciaria? “En primer lugar, la población envejece. La proporción de jóvenes, que son más proclives al crimen, disminuye, como en muchos países europeos. El resultado es que todos los delitos –salvo el tráfico de drogas– han disminuido en los últimos 20 años”. Según las estadísticas oficiales, el número de personas juzgadas por los tribunales disminuyó en un 36,6 por ciento entre 2008 y 2019. Kirill Titaev sugiere también otro motivo, más sorprendente: “Los tribunales se han vuelto menos represivos en la práctica y compensan un poco un código penal que permanece severo”.
Con una tasa de encarcelamiento de 356 presos cada 100.000 habitantes, tres veces y medio superior a la de Francia (pero inferior al récord estadounidense de 419 presos por el mismo número de habitantes) y una pena media de prisión cuatro veces superior a la de otros países europeos, el sistema penal ruso sigue siendo muy punitivo. Sin embargo, en los últimos años, el Poder Legislativo ha permitido la flexibilización de la ejecución de las penas. Una ley, introducida en 2016, permite a los jueces eximir de responsabilidad penal a los acusados por primera vez por delitos castigados con hasta cinco años de prisión a cambio de una multa y una indemnización por daños y perjuicios. Esta disposición se aplica en particular a los delitos económicos y financieros. “En la ley, el fraude fiscal agravado puede costar 12 años de prisión... En los hechos, menos del 20 por ciento de los condenados por este delito van a la cárcel”, ilustra Titaev.
Según Alexander Korobeev y Roman Dremliuga, investigadores de la Universidad Federal del Lejano Oriente, esta relativa indulgencia ha permitido, sobre todo, minimizar el costo económico y humano de un sistema demasiado represivo.1 Por ejemplo, desde julio de 2018, una ley retroactiva estipula que un día pasado en detención preventiva vale un día y medio en detención. En pocos meses se han recalculado todas las condenas y se ha liberado a casi 18.000 detenidos.2 En 2017 el Poder Legislativo incluso introdujo un nuevo tipo de sanción: el trabajo forzado. Puede imponerse para todos los delitos que no conlleven una pena superior a diez años. Oficialmente, los condenados no se consideran presos y cumplen sus penas en “residencias para trabajadores”. Trabajan para el sector privado durante el día, hacen sus compras por la tarde y pueden salir los fines de semana para ver a sus seres queridos. El Estado puede retener hasta el 20 por ciento del salario.
“Aunque las condiciones sean más flexibles, estos centros deberían ser considerados prisiones –afirma Olga Podoplelova, de la ONG Russia Behind Bars–. Sobre todo, porque el personal procede de la administración penitenciaria y reproduce el mismo comportamiento que en la cárcel. Estos centros cuestan menos que las cárceles y los condenados cobran mucho más en el sector privado que cuando trabajan en prisión”. Además, debido a la baja inmigración actual, la mano de obra escasea, sobre todo en el sector de la construcción, lo que ha llevado incluso al ministro de Justicia, Konstantin Chuychenko, a querer construir más lugares para acoger a los “180.000 presos elegibles para esta pena”.3 Actualmente, algo más de 10.000 personas cumplen sus condenas en estos centros, seis de los cuales se abrieron en un año.
Este deseo de reducir el costo de la represión no es nuevo. A fines de la década de 1990, en un momento en que Rusia tenía la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, donde la superpoblación y las torturas aplastaban a cientos de miles de personas y socavaban la imagen de un país que quería acercarse a las instituciones de la Unión Europea, se formó por primera vez un consenso político para vaciar las cárceles. “Poco a poco, los jueces fueron dictando menos sentencias de prisión en favor de las multas, los servicios comunitarios y, sobre todo, las sentencias suspendidas, que han sido las más comunes desde comienzos de la década de 2010”, detalla Peter H. Solomon, investigador en Ciencias Políticas, especialista en reformas judiciales en las sociedades postsoviéticas. Hoy en día, los jueces sólo condenan a prisión en el 30 por ciento de los casos (frente al 50 por ciento en los años 1990) –el tiempo medio de permanencia en prisión se ha reducido a menos de la mitad, hasta los 29 meses–.4 A la vez, el gobierno toma medidas radicales para reducir la población penitenciaria mediante la concesión de amnistías.
En el año 2000, fueron liberados casi 250.000 presos. Hugues de Suremain, cofundador de la ONG European Prison Litigation Network, explica: “Las amnistías, que se han vuelto más raras en los últimos años, se han utilizado ampliamente para aliviar el sistema carcelario en momentos críticos”. Como en 2014 y 2015, cuando la población penitenciaria en descenso habría aumentado entre un seis y un siete por ciento de no ser por las dos amnistías masivas pronunciadas con motivo del vigésimo aniversario de la Constitución y de los 70 años de la victoria en la Segunda Guerra Mundial.5
Durante su mandato, el presidente Dmitri Medvédev (2008-2012) también se esforzó por cambiar un sistema de justicia penal que consideraba ineficaz, costoso y demasiado represivo. “En 2010, prohibió por decreto la prisión preventiva para los sospechosos de delitos económicos –recuerda Solomon–. En ese entonces, las autoridades se preocupaban sobre todo por apaciguar a la policía, que perseguía a las empresas para extorsionarlas, sobre todo amenazando con poner a sus directivos en prisión preventiva. Se proporcionaba un ingreso para compensar sus bajos salarios, pero el daño económico fue enorme y todavía lo es”. Además, para unos 60 delitos comunes se suprimieron las penas mínimas de privación de libertad, y se prohibió incluso el uso de la prisión para delitos de baja gravedad (como ciertos actos de violencia intencionada) cuando son cometidos por primera vez.
El altar de los números
Aunque los jueces dan menos tiempo de prisión, condenan en todos los casos. Y no tanto porque sean corruptos o a instancias del poder político. Al contrario, las fuerzas represivas son grandes máquinas burocráticas con un alto grado de autonomía y muy poco control federal.6 “Incluso la corrupción no está tan extendida entre los jueces como podría pensarse. A diferencia de la policía, están bastante bien pagos y tienen muchos beneficios, como un departamento de función –sostiene Olga Romanova, una periodista rusa en el exilio, también miembro de Russia Behind Bars–. Las burocracias de la cadena penal solamente buscan mantener o aumentar sus presupuestos mostrando buenos indicadores de rendimiento”. Lo importante no es tanto impartir justicia, sino resolver el máximo número de casos lo más rápido posible, aunque ello suponga reducir el número de condenas.
Esto ha sido posible gracias a las dos reformas penales que más han influido en el funcionamiento del sistema judicial en las últimas dos décadas.7 En primer lugar, la mediación penal se extendió ampliamente en 2001, de manera que en 2008 uno de cada cinco casos se resolvió antes de que se celebrara el juicio. En segundo lugar, se introdujo un “procedimiento especial” que permite al acusado obtener una pena inferior a dos tercios de la pena máxima por el delito a cambio de la aceptación de su culpabilidad, un juicio relámpago sin verificación de las pruebas y la renuncia al derecho a apelar. Desde 2010, casi dos tercios de los casos penales se han resuelto de este modo (y el 60 por ciento actualmente). En muchas ocasiones, este procedimiento contribuyó a reducir significativamente las sentencias.8
El deseo de hacer más eficiente el sistema judicial lleva incluso a la policía a descartar las investigaciones frente a la menor dificultad. Ante la inacción de la policía, el Poder Legislativo acabó, por ejemplo, despenalizando en 2017 algunos delitos como la violencia doméstica, para castigarlos con una simple multa.9 A riesgo de llegar a una “escala de penas que se ha vuelto absurda, por la que un hombre puede recibir dos años de prisión por haber tocado el casco de un policía, pero solamente 300 euros de multa por haber golpeado a su mujer”, remarca Kirill Koroteyev, abogado en la asociación de defensa de los derechos humanos Agora.
Por último, para mantener sus cifras, la policía disuade a la gente de denunciar, hasta el punto de amenazarla, agredirla o falsificar el registro de denuncias.10 Se calcula que el número de denuncias es entre tres y diez veces inferior al que debería ser. Al tomar sólo los casos más fáciles, las tasas de resolución de la policía alcanzan niveles sin precedentes: el 91 por ciento, por ejemplo, en lo que respecta a las violaciones (frente al 34 por ciento en Estados Unidos). Sin embargo, el sistema de justicia penal, en su delirante demanda de eficiencia, no solamente se arriesga a socavar o evitar la condena de los culpables. También condena a personas inocentes, según algunos testimonios. Las asociaciones de defensa de los derechos humanos denuncian los efectos perversos de una política de cifras en la policía. Para inflar sus estadísticas, los funcionarios prefieren iniciar ellos mismos los procesos, hasta el punto de fabricar casos de manera industrial, una práctica que se ha afianzado y ha convertido el sistema de justicia penal ruso en una máquina de condenar.
Al pie de uno de los grandes edificios estalinistas de la calle Viktorenko, en Moscú, el café Garland se destaca con sus tablas de surf en las paredes y sus grandes murales de playas caribeñas. Alexander Salamov, un coloso de dos metros de altura y mirada seria, tiene allí sus costumbres. El hombre que pasó diez años como investigador en la policía moscovita y fiscal en Chechenia conoce el aparato represivo desde dentro. “Todo el mundo está obsesionado con las cifras –dice–. Es la única manera de ascender en la jerarquía o incluso de conservar tu trabajo. Así que los policías inflan los cargos de acusación y falsifican las pruebas”. En particular, fabrican casos de drogas, subraya Vladimir Kudryavtsev, criminólogo de la Universidad Europea de San Petersburgo, “al punto de ser el único tipo de delito que no ha disminuido significativamente en las últimas dos décadas”. Salamov agrega: “Esto va más allá. Los policías utilizan la violencia o la tortura para obligar a las personas a confesar delitos que no han cometido. Prefieren obligar a un musulmán cualquiera a confesar un atentado en lugar de llevar a cabo una larga y costosa investigación antiterrorista”.
De hecho, más del 90 por ciento de los casos llegan a los tribunales con la confesión del acusado o del imputado. Según la socióloga judicial Ella Paneyakh, todo el mundo se encuentra bajo presión. “El investigador o el fiscal no se hará cargo del caso si no está seguro de poder pasarlo rápidamente a la siguiente fase”.
Tortura y connivencia
La presión hacia abajo que se ejerce en la cadena penal lleva a los policías locales a emplear prácticas brutales para ganar tiempo. Dmitri Guerassimov, abogado especializado en casos de violencia en las comisarías, estima, por su experiencia, que al menos el cinco por ciento de los agentes de policía utilizan habitualmente la tortura para obtener confesiones: “Agua hirviendo en la espalda, quemaduras de cigarrillos o incluso descargas eléctricas son las prácticas más comunes”.
“Si un acusado tiene más recursos para ‘resistir’ a la máquina represiva, será evitado o empujado a la corrupción”, prosigue Paneyakh. Por ello, el sistema penal golpea principalmente a los trabajadores y a las personas en situación muy precaria que no tienen capacidad para defenderse y representan el “88 por ciento de las condenas firmes de prisión”. Ekaterina Moiseeva, socióloga del Institute for The Rule of Law, documenta que, en el caso de quienes no tienen los medios económicos, los investigadores y los jueces se saltan los tribunales y seleccionan, de forma ilegal, a los abogados de oficio más conciliadores con la acusación.11 De este modo, para seguir recibiendo clientes a través de su red y recibir asistencia jurisdiccional, estos abogados tienden, según Moiseeva, a satisfacer a sus benefactores policías o magistrados y empujan a sus clientes inocentes a declararse culpables o, incluso, a firmar documentos en blanco antes del juicio para acelerar el procedimiento. Los abogados de oficio más audaces, en cambio, están en la “lista negra” y reciben muchos menos casos.
Aunque no todos los abogados aceptan estos compromisos, la cooperación de la defensa con la fiscalía es la norma. Los casos suelen ser escasos y “las partes deben llegar a un acuerdo antes del juicio, al menos para construir casos penales legalmente viables”, escribe Moiseeva. De nada sirve litigar: hay que negociar antes del juicio. Es el momento en que el abogado tiene más poder. Este puede, por ejemplo, proponer un procedimiento especial acelerado que convenga a jueces, fiscales e investigadores a cambio de garantías de penas más leves.
Por lo tanto, el juez no es el árbitro de las partes en el juicio, sino una suerte de funcionario-negociador sujeto a las presiones de los investigadores y fiscales. “La contratación de jueces se ha deteriorado considerablemente. Actualmente, la mitad de ellos proviene del personal administrativo de los tribunales. Hace diez años, era más bien un tercio...”, detalla Koroteïey, de Agora. Continúa: “Los jueces son considerados una extensión de la policía. Sólo han sido entrenados para obedecer”. Esta deferencia judicial hacia el poder policial se ve reforzada por el hecho de que la Justicia suscribe a la misma política de cifras. Los jueces son evaluados con base en el número de casos resueltos con éxito, es decir, cuando el caso está cerrado y no pone en tela de juicio la labor policial. Por otro lado, poner en libertad a un acusado o anular un procedimiento es una desautorización que puede valerle a un juez sanciones o incluso una destitución. En los papeles, un magistrado no puede ser destituido por una tasa alta de liberaciones, pero “los presidentes de los tribunales siempre pueden sacar un expediente comprometedor para un juez”, concluye Romanova.
Así, el número de presos disminuye, pero la naturaleza del sistema penal no se humaniza. Al contrario: los tribunales validan más que nunca el trabajo de la policía. Ahora aceptan todas las solicitudes de vigilancia, registro o detención preventiva. Según las cifras oficiales, el número de liberaciones y absoluciones, ya miserable diez años antes, se ha dividido por diez desde entonces para caer al 0,4 por ciento, 20 veces menos que en Francia. Y cuando esto ocurre, los fiscales recurren de forma sistemática a la apelación, en general con éxito. Sin embargo, para mejorar la imagen de la Justicia rusa, el poder legislativo introdujo en 2018 los juicios con jurado para los casos penales. “La tasa de absolución en primera instancia ascendió rápidamente al 30 por ciento, pero la fiscalía puede interponer un recurso de apelación tanto como desee. Por ejemplo, un caso está actualmente en su séptima apelación. Como resultado, la tasa de absolución real se reduce al tres por ciento para este tipo de situaciones”, detalla Titaev.
En los años 2000, las reformas intentaron reforzar el rol de los jueces (en particular, nombrándolos de por vida), fortificar el control de la investigación policial por parte de los magistrados, crear un juicio más contradictorio o incluso consolidar los derechos de la defensa desde la comisaría. Pero los relevos del poder policial en las autoridades estatales lo han desvirtuado todo.12 Para Solomon, Rusia ha vuelto al poder judicial soviético de los años 50, “una burocracia de carrera basada en la evaluación formal del rendimiento”. Habla de un “sistema inquisidor” en el que el trabajo de investigación no sirve para documentar hechos que se confrontarán en el juicio, sino que constituye un proceso que establece una “verdad objetiva que se presume correcta”. El juicio no es un momento crítico, sino simplemente una etapa formal que se supone concluye el trabajo del investigador.
En los últimos años, las únicas consolidaciones del control judicial sobre el poder policial han sido en beneficio del propio presidente. A partir del tercer mandato de Vladimir Putin (2012-2018), la fiscalía recibe un mayor control sobre los investigadores, mientras que el presidente se arroga el derecho de nombrar al fiscal general y sus adjuntos. En tiempos de agitación social y de guerra, es esencial que el Kremlin disponga de recursos directos y rápidos dentro del sistema judicial. La Fiscalía ha vuelto a ser los “ojos del soberano”, su razón de ser cuando se creó la institución bajo el Imperio Ruso.13 Al tiempo que mantiene un canal de intervención en los casos judiciales importantes, Putin ha dado a las fuerzas del orden aún más autonomía para ocuparse de los delitos ordinarios. Desde 2014, los investigadores tienen la posibilidad de abrir causas penales por delitos fiscales sin siquiera presentar pruebas a través de un “procedimiento de investigación simplificado”,14 es decir, posibilidades ilimitadas de fabricar casos y vaciar los bolsillos de cualquier empresa.
Como explica Pomeranz, del Wilson Center en Washington, el gobierno federal ruso puede ser muy poderoso en ocasiones, pero sigue siendo débil en términos generales. En un territorio tan extenso, no dispone de medios para supervisar el trabajo cotidiano de su burocracia.
Charles Perragin, periodista, colectivo Singular. Investigación especial. Traducción: Emilia Fernández Tasende.
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Alexander Korobeev y Roman Dremliuga, “Current criminal and legal policy in Russia with regard to penalization and depenalization: between press and compromise”, Proceedings of the XVII International Research-to-Practice Conference dedicated to the memory of M.I. Kovalov, Atlantic Press, Dordrecht, 2020. ↩
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Mijaíl Zelenski, “Veo las noticias sobre el ‘mínimo histórico de la población penitenciaria’. Es a causa de la ley ‘un día por un día y medio’” (en ruso), Meduza, Riga,14-12-2018. ↩
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Maria Litvinova, “Purgar su pena y no construir” (en ruso), Kommersant, Moscú, 2-6-2021. ↩
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Marcelo Aebi y Mélanie Tiago, “SPACE I – Council of Europe annual penal statistics: Prison populations”, Consejo de Europa, Estrasburgo, 2020. ↩
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Ella Paneyakh y Dina Rosenberg, “The Courts, law enforcement, and politics”, The New Autocracy: Information, Politics, and Policy in Putin’s Russia, Brookings Institution Press, Washington, 2018. ↩
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Ella Paneyakh, “Faking performance together: systems of performance evaluation in Russian enforcement agencies and production of bias and privilege”, Post-Soviet Affairs, vol. 30, Routledge, Londres, 2014. ↩
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Peter H. Solomon, “Post-Soviet criminal justice: The persistence of distorted neo-inquisitorialism”, Theoretical Criminology, vol. 19, SAGE Publishing, Thousand Oaks, 2015. ↩
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Ibid. ↩
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Véase Audrey Lebel, “Las feministas rusas contra el patriarcado”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, noviembre de 2019. ↩
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Ella Paneyakh, “Faking performance together”, Post-Soviet Affairs, op. cit. ↩
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Ekaterina Moiseeva, “Plea bargaining in Russia: the role of defence attorneys and the problem of asymmetry”, International Journal of Comparative and Applied Criminal Justice, vol. 21, Routledge, Londres, 2017. ↩
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Peter H. Solomon, “Criminalisation, decriminalisation and post-communist transition: The case of Russian Federation”, Building Justice in Post-Transition Europe?, Routledge, Londres, 2014. ↩
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William E. Pomeranz, Law and the Russian State: Russia’s Legal Evolution from Peter the Great to Vladimir Putin, Bloomsbury, Londres, 2018. ↩
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Maria Lipman (dir.), Russian Voices on Post-Crimea Russia, ibidem Press, Stuttgart, 2021. ↩