La etnografía se cruza con la crónica para dar cuenta de un deporte monótono y electrizante, lleno de códigos y de tabúes (desde el miedo a morir en el ring hasta la abstinencia sexual sostenida). La transformación del mundo del deporte, y el cambio de las condiciones de vida de los más pobres y de la sensibilidad colectiva, lo empujan a la decadencia.
Caí en la sala de boxeo de Woodlawn [gueto afroamericano de Chicago] en agosto de 1988, a falta de otra opción y por accidente. Como doctorando en sociología de la Universidad de Chicago, en ese entonces buscaba un punto de observación para ver, escuchar y tocar de cerca la realidad cotidiana del gueto. De entrada, me pareció imposible escribir sobre ese South Side [lado sur] sin hacer mis vagabundeos sociológicos, ya que su aplastante miseria se extendía bajo mi balcón. De modo literal, ya que la universidad me asignó el último departamento disponible, situado sobre la línea de demarcación del barrio negro de Woodlawn, interrumpida cada 200 metros por teléfonos blancos que permitían llamar de emergencia a los autos de la policía privada de la universidad en caso de peligro.
Tras varios meses de búsqueda infructuosa de un lugar en el cual inmiscuirme para observar la escena local, un amigo francés, judoca, me llevó a un gym [gimnasio de boxeo] en la Calle 63, que encontró en la guía telefónica, apenas a dos cuadras de mi casa pero que era como estar en otro planeta. En esta arteria devastada, lúgubre seguidilla de edificios abandonados, de comercios calcinados y de terrenos baldíos, la sala de boxeo era como un islote de vida protegida dentro de un océano de desamparo. Comencé, enseguida después de la primera sesión de entrenamiento, un diario etnográfico, para sobrellevar el intenso sentimiento de estar “des-ubicado”, sin imaginar por un solo instante que iba a asistir a la sala con creciente frecuencia durante más de tres años y, al hacerlo, plasmar 2.300 hojas de notas en bruto, consignando religiosamente cada noche durante horas los acontecimientos, las interacciones y las conversaciones del día.
Al comienzo, los boxeadores del club me veían como a una especie de bicho raro: era el único blanco de la sala, el único que usaba anteojos, el único –era evidente– que tenía una carrera universitaria, sin hablar del hecho de que era francés. Y, además, ¡era más bien incompetente! Boxear no es tan fácil como parece y todos los clientes asiduos apostaban (a mis espaldas) que rápidamente iba a abandonar y desaparecer. Tuve mi dosis de chichones y moretones y me rompí la nariz, como todo el mundo. En definitiva, estaba dedicado a mi arte; y los entrenadores, así como los demás boxeadores, podían constatarlo. Como resultado, me trataron como a uno de ellos.
Basta con que uno se someta al exigente régimen del boxeador y “pague su tributo” en el ring, para que uno sea recibido con los brazos abiertos en la confraternidad de los golpes. Negro, blanco, marrón o amarillo, rico o pobre, educado o excluido de la enseñanza: tu identidad fuera de la sala de boxeo no tiene una pizca de importancia; lo que cuenta es respetar escrupulosamente las reglas y el ethos del gym, que implica, en particular, no preguntar nada sobre la vida personal de sus miembros. Mis compañeros del gym estaban orgullosos de haberme enseñado no sólo el pugilismo sino también cómo comportarme en el día a día en el gueto: cómo caminar en la calle, responder ante una amenaza, simular la posesión de un arma, proteger mis efectos personales, salir de mi auto sin volverme vulnerable, regatear durante la compra de objetos robados, etcétera.
El camino del guerrero
La mayor parte de los que perduran y tienen éxito en el oficio no proviene de las fracciones más precarias de la clase obrera. Así es que los padres de los boxeadores de Woodlawn ejercían oficios manuales estables: camioneros, obreros en fábricas, panaderos, albañiles, soldadores, repartidores, carteros, capataces, reparadores telefónicos. Los entrenadores experimentados lo reconocen: los aprendices criados en familias quebradas cuya vida está desprovista del mínimo estricto necesario de seguridad y de regularidad tienen pocas posibilidades de adaptarse al rigor del entrenamiento cotidiano, que exige estabilidad personal, frugalidad y adiestramiento.
Antes que arrastrar la esperanza de subir en la jerarquía social, lanzarse a una carrera profesional en el ring es una estrategia de resistencia al trabajo no calificado, la manera de escapar, aunque no sea más que por un tiempo, a esos empleos degradados y degradantes que proliferan en lo bajo del mercado del empleo o, más sencillamente, escapar a la rutina del asalariado común y a la subordinación que conlleva. El boxeo brinda la ilusión de vivir en la ingravidez social durante un tiempo, la posibilidad de ser tu propio jefe y el sentimiento de controlar tu destino. El oficio ejemplifica los valores masculinos que dominan la cultura del gueto: bravura física, estilización de la vida, valorización del cuerpo y, en particular, de su fuerza y destreza. Es asimismo una profesión glamorosa, ya que se inscribe dentro de la constelación formada por los deportes, los medios de comunicación y los oficios del espectáculo, mundo de las celebridades que hacen soñar. Finalmente, es lo suficientemente borrosa como para crear la ilusión del éxito: la gente ignora cuánto gana un boxeador profesional.
A los pugilistas les gusta imaginarse como “gladiadores” o “guerreros” modernos que luchan “pie a pie”. El término “guerra” es comúnmente usado con una connotación positiva para designar una pelea particularmente intensa en la que los adversarios dan golpe por golpe. Acerca de la mentalidad en el ring, [el campeón mundial de los pesos pesados] Mike Tyson decía: “Soy boxeador. Soy un guerrero. Hago mi laburo”. No es por casualidad que el boxeo fue durante mucho tiempo el deporte más apreciado y patrocinado de manera activa por las fuerzas armadas de muchos países.
En definitiva, el cuerpo es asimilado, a menudo, a una herramienta, un instrumento de trabajo que debe ser reajustado sin cesar para cumplir la función que le corresponde: “Es mi herramienta, mi manera de ganarme el pan”, dijo acerca de su cuerpo Henri, un obrero negro que trabaja en una fábrica de aluminio. La repetición ad nauseam y la impresionante monotonía del régimen cotidiano del boxeador, con su sucesión al infinito de ejercicios reiterados de manera idéntica, de ciclos temporarios que se repiten y de sensaciones y sonidos punzantes, recuerdan lo que viven los obreros de ensamblaje en cadena.
Tabú y abstinencia
Un tema es recurrente en la imaginería proyectada por los boxeadores para hablar de sus cuerpos vivos: el de la limpieza. Sea comparado con un motor, con un arma o con una herramienta, el cuerpo debe ser protegido de las tentaciones y de la contaminación del mundo profano: de los “malos” alimentos, del alcohol, de las drogas y de las mujeres –y no necesariamente en ese orden–. Las metáforas religiosas a menudo convocadas por los boxeadores para describir su organismo –“Es algo verdaderamente sagrado y lo cuidás incluso si no tenés ninguna pelea prevista”, “un templo que tenés que preservar”– son populares por el hecho de que están asociadas de manera estrecha con ideales de pureza y de distinguirse del cotidiano.
El primer mandamiento del catequismo pugilístico es el respeto de los mandatos y de los tabúes alimentarios que se supone aumentan la fuerza y la resistencia del boxeador en el ring. Cuando entra en la fase de entrenamiento intensivo que precede a una pelea, el boxeador debe seguir un régimen estricto compuesto de verduras al vapor, pescado hervido, carne blanca, frutas frescas, té y agua mineral. Las grasas y los dulces están proscritos. ¿Qué comer, qué cantidad ingerir y en qué momento del día? Esas decisiones, a primera vista triviales, son objeto de una constante preocupación en los boxeadores, que hablan sin cesar entre ellos de los asiduos esfuerzos que deben hacer para “dar con el peso”, es decir, lograr el quilaje reglamentario requerido para su próxima pelea.
Más allá de su evidente objetivo material –perder quilos de más para descender a la categoría de peso estipulada por contrato–, las observancias alimentarias sirven también para sacar al boxeador de su cotidiano y para disociarlo de sus congéneres profanos (quienes comen y beben como más les apetece), y para sumergirlo en el universo pugilístico asociándolo de modo estrecho con sus miembros, quienes viven según estas reglas compartidas. Este ayuno contribuye, por lo demás, a desarrollar en aquellos que lo practican un sentimiento de control de sí mismos y de elevación existencial, cuyos efectos se hacen sentir incluso en el ring la noche de la pelea.
Todos los compromisos extrapugilísticos –en el trabajo, en casa o con sus amigos en la calle– deben ser reducidos de forma drástica, si no es que descartados, en la medida en que dañan la necesaria concentración en el entrenamiento, el descanso y los objetivos de la carrera. Para el boxeador, cumplir su deber profesional con devoción implica una domesticación total de su vida personal. La exigencia más dura ligada a la vocación de la pelea es la ausencia de vida social que implica para él y para su esposa: “La vida de un boxeador no está hecha para una esposa, punto final, porque es tan molesta, tan exigente y no es bueno para una mujer estar con un tipo que se la pasa hablando de acostarse temprano, levantarse temprano, que nunca puede salir a la noche y todo eso. Una mujer no necesita casarse con un tipo así. Lo podés decir de esta manera: no es una vida normal”. Sin embargo, al mismo tiempo, esta vida estrictamente regida por el régimen suscita un sentimiento de orgullo y de realización: “Levantarse, correr, comerme un bife, mantenerme alejado de las chicas... Básicamente, yo era el guerrero supremo a nivel disciplina, preparación para la lucha”.
Para muchos, es el tercer mandamiento del catequismo pugilístico el que es más difícil de respetar, es decir, el que impone abstenerse de cualquier clase de comercio sexual. Este mandato no se aplica únicamente a las 24 o 48 horas anteriores al “día D” como en otros deportes: hay que obedecerlo durante varias semanas, entre quince días y un mes para un enfrentamiento de cuatro a ocho rounds, y hasta tres meses y más para una cartelera con diez asaltos o un combate de campeonato. Los habitantes del planeta boxeo consideran que las relaciones íntimas debilitan físicamente al boxeador: se las acusa de “cortar las piernas”, de ablandar las rodillas, de disminuir la energía de los golpes, de reducir la resistencia y de perturbar la capacidad de recuperación. La eyaculación es considerada, en particular, perniciosa, ya que expulsa “sangre de tu columna vertebral”, advierte DeeDee. En el plano mental, tener sexo provoca que “se te enrede la cabeza”, te vuelvas “blando” y se disipe la agresividad y la concentración; así, es todo el “instinto” del luchador el que se ve atenuado. De manera inversa, se supone que “evitar las vueltas de carnero” permite acumular reservas suplementarias de pugnacidad para la pelea.
Los entrenadores pueden recurrir a métodos apremiantes para asegurarse de la “limpieza” de sus boxeadores en esta área: los interrogan sin rodeos (así como a su pareja) acerca de sus relaciones íntimas; se informan sobre eventuales aventuras extraconyugales; y comparten la habitación durante los desplazamientos –en el pasado, incluso sucedía que los entrenadores durmieran en la misma cama que sus boxeadores para tener la garantía de que estos últimos no se eclipsaran en plena noche. La amarga ironía es que el entrenamiento intensivo pone a los boxeadores en un estado resplandeciente y, por ende, los vuelve más atractivos en lo físico. En definitiva, cuanto más escala un boxeador en la jerarquía pugilística, más está en posición de seducir chicas (en especial a aquellas que coquetean con atletas profesionales), y más debe renunciar a esas oportunidades de escapadas sexuales, ya que las implicancias de la victoria –y por consecuencia, el costo de la derrota– aumentan otro tanto. Se entiende que este mandamiento sea motivo de frustración persistente entre los boxeadores y origen de fricción, incluso de discordia, entre ellos y sus parejas. Los boxeadores solteros temen que si privan a su pareja de contacto físico, esta los engañe o los deje por un compañero más dispuesto a la intimidad. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las parejas negocian los términos del sacrificio que se aplicarán en la habitación.
El ritual pugilístico de la abstinencia sirve para reorientar el deseo sexual del boxeador transportándolo de la habitación al ring y de la mujer al hombre. Su libido sexualis (profana y heterosexual) es desviada de su tradicional objeto de predilección para ser reconvertida en libido pugilistica (sagrada y homoerótica), en un deseo urgente de librarse a un violento cuerpo a cuerpo con otro hombre que también se sometió al imperativo del “sacrificio” y se preparó para este encuentro nocturno. En lugar de desear a su compañera, el boxeador debe desear a su adversario masculino y soñar con el momento orgásmico de su violento abrazo prácticamente desnudos en el ring. Aquí está todo el sentido de la expresión de Mike Tyson cuando comparaba su larga caminata hacia el ring en el que lo esperaría su rival de la noche con una “cita galante”.
Temor y rebeldía
La posibilidad de morir con los guantes en los puños es cuidadosamente reprimida, incluso si algunos pugilistas reconocen tener pesadillas la víspera de las peleas, en las cuales se ven muriendo o matando a su oponente en el ring. Michael, un gasista de treinta y tres años que colgó los guantes, me hace la siguiente confesión cuando le pregunto si tenía en mente el riesgo de una herida grave cuando estaba sobre el cuadrilátero: “A veces, incluso pensé que me iban a matar en el ring. Antes de la pelea, tenía la costumbre de sentarme y de oler los guantes y pensaba en la muerte y me decía: ‘A fuerza de hacer esto, te vas a morir’. Siempre me atormentó. Sin embargo, seguí haciéndolo y sigo con vida”.
En el fondo de sí mismos, los boxeadores profesionales no pueden ignorar que no se habrían calzado los guantes si no hubieran nacido en las capas inferiores de la sociedad y si hubieran tenido el privilegio de heredar una aptitud y una inclinación por lo escolar. “Nunca ves a nadie con un máster luchando en el ring”: los profesionales son conscientes de que su “cruel oficio” no es más que un “juego de chicos pobres”, según la ácida fórmula de James Baldwin, y por ende que su apego es forzado, su amor cautivo, enraizado en una necesidad de clase, en la exclusión étnica y en el orgullo masculino incluso si se sublevan con valentía contra ellos.
Mohammed Ali lo decía al día siguiente de su épica confrontación con George Foreman en Kinshasa en 1972: “Es cierto que no había hecho más que una cosa en mi vida, pelear, pero siempre había una parte de mí que se rebelaba contra esto. Puede ser porque aquellos que lucran con esto no pensaban que los boxeadores fueran inteligentes. Nos consideraban sólo como los instrumentos de una diversión para los ricos... Y además siempre había tenido esta imagen pesadillesca de dos grandes esclavos negros que se peleaban hasta aniquilarse mutuamente al tiempo que los amos fumaban grandes cigarros mientras gritaban y nos alentaban, excitados por la sangre”.
Es así que la pasión del boxeador está atravesada por una fatal contradicción. Ocho boxeadores sobre diez consideran que el boxeo fue una fuerza positiva en su vida y volverían a elegir calzar nuevamente los guantes; ocho boxeadores sobre diez desean que su hijo no se convierta en boxeador profesional: “Sufro bastantes castigos por todo el mundo”, “Me dedico a esto para que mi hijo no tenga que hacerlo”.
En decadencia
El noble arte vivió un declive vertiginoso desde su edad de gloria de los años 1920-1940 y su breve regreso de la década de 1960; hoy en día no es más que la sombra de sí mismo. Es difícil imaginarse ahora el lugar central que el pugilismo ocupaba en la vida de algunos países poco tiempo atrás, y hasta mediados del siglo XX, cuando una pelea por el título de campeón de cualquier categoría paraba a la sociedad entera, desde las élites económicas, políticas y culturales hasta la gente más modesta, y las estrellas del ring eran personajes públicos de primera plana, o mejor, íconos de la nación (así, Papa Jack Johnson, Jack Dempsey, Joe Louis y Mohammed Ali para Estados Unidos, Georges Carpentier y Marcel Cerdan para Francia). En los años 1960, cada barrio popular de Chicago tenía su gym; los boxeadores amateurs peleaban tres veces por semana e incluso se hacían pagar por debajo; los boxeadores profesionales podían contar con que se produjeran tres o cuatro veladas semanales, contra apenas uno cada dos o tres meses en 1990.
La razón principal de esta caída vertiginosa es la transformación a largo plazo de la condición obrera y la correlativa integración social de las olas de inmigrantes, posibilitadas por la marginalización de la labor física intensa, el espectacular aumento del nivel de vida y la generalización de la educación como vía de acceso al empleo, aun al no calificado: ello agotó la oferta de voluntarios para el frente pugilístico. Las mismas causas redujeron la demanda de espectáculos de boxeo al difundir en la población una sensibilidad cultural de clase media educada que sacraliza la integridad corporal y se ofende por toda vulneración violenta del cuerpo –a pesar de la popularidad creciente de la lucha libre y de las artes marciales mixtas –. Un tercer factor ratifica y acelera ese declive: el traslado de la organización comercial del boxeo al más alto nivel, que reserva las peleas de los campeonatos mundiales más preciados a la retransmisión por “pago por evento” [pay-per-view]. Este modo de difusión permite, por supuesto, a las estrellas cobrar cachés estratosféricos (cotizados en millones de dólares), pero las priva de notoriedad ante el gran público, lo que contribuye a disminuir el atractivo del pugilismo como práctica y como espectáculo en vivo.
Es así que el boxeo ocupa ahora una posición menor, al pie de la jerarquía de las actividades deportivas en Estados Unidos: tiene algo de deporte paria, practicado en lo esencial por las minorías estigmatizadas y por aquellos que fracasaron en otras disciplinas (los chicos demasiado bajos para jugar al básquetbol, demasiado flacuchos para el fútbol americano, demasiado rígidos para la lucha). No es apreciado en el secundario y no existen becas para dedicarse a él en la universidad, a diferencia de los deportes colectivos y de otras disciplinas individuales tales como el atletismo, el tenis, la natación y los e-sports, que además tienen la inmensa ventaja de ser mucho menos extenuantes para el cuerpo. A ello se agrega la diferenciación desenfrenada de la industria del espectáculo y la profusión de nuevos entretenimientos que terminan de marginar al noble arte: ir a una velada de boxeo en un gimnasio mal calefaccionado un martes de noche es el tipo de salida que no entusiasma a mucha gente.
El boxeo se volvió, para aquellos que a él se dedican, como una droga en su sistema, una enfermedad que no saben curar, una pasión amorosa que los mantiene en vilo y prisioneros. Henri, que todavía pelea a los 43 años (miente al declarar a los promotores que tiene 34, quienes no le creen nada pero actúan como si lo hicieran), me susurra al final de nuestra entrevista: “Hay algo acerca de los boxeadores, y es que nunca se jubilan. Abandonan, pero nunca se jubilan. No sé qué otra cosa me podría dar ese tipo de emoción. ¡Man, pelear, man! Es difícil, es difícil de explicar. Hay que ser boxeador para entender de qué hablo”. Y Alphonzo, que por un período breve tuvo el título mundial de los semipesados, considera: “Lo único que me daría la misma sensación que subirme al ring sería ir al paraíso”.
Loïc Wacquant, sociólogo, autor de Voyage au pays des boxeurs (Viaje al país de los boxeadores), Éditions Dominique Carré/La Découverte, que se publicará en Francia el 15 de setiembre. Traducción: Micaela Houston.
Punto uy
“Fuimos un lunes de tarde. El Boxing Club Palermo, ubicado en Gonzalo Ramírez y Santiago de Chile, es un amplio y vetusto sótano al que se llega bajando una escalera de madera. Al centro está el ring. A los lados, diversas bolsas de punching-ball e implementos de práctica. Un tabique que separa ese ambiente de los vestuarios está repleto de fotos de boxeadores y recortes de diarios. Algunas fotos amarillentas están autografiadas. Todo nos hace recordar los ambientes tan bien retratados en viejas películas como El luchador o La caída de un ídolo”, narraba en 1984 Álvaro Ahunchain.[1]
A pesar de cierto declive de una disciplina que supo tener un medallista olímpico y varios campeones continentales, ese deporte está asociado con las tareas sociales entre jóvenes de pocos ingresos. En agosto de 2005, el entonces presidente uruguayo Tabaré Vázquez lanzó el programa Knock out a las drogas, que se mantiene hasta el presente. Se trata de una instancia “de inclusión social a través del deporte que tiene como objetivo fomentar la práctica del boxeo, transmitiendo sus destrezas y valores a través del apoyo a propuestas deportivas en el área y la capacitación de sus responsables”.[2] Lo coordina Presidencia de la República con la cogestión del Ministerio de Desarrollo Social y tiene como unidad ejecutora la Secretaría Nacional de Deportes (SND). En la declaración de motivos original se explicaba que se eligió al boxeo “porque en la historia del Uruguay se supo de épocas de auge y destaque, y porque en lo inmediato como forma amateur y en lo mediato con horizonte profesional puede –como en Argentina y Brasil- motivar a jóvenes de los estamentos más carenciados de la sociedad, que hoy tienen la frontera del trabajo y los estudios con difícil acceso. En estos jóvenes no existen reparos a la práctica de este deporte, el que organizado y respaldado adecuadamente podrá retirarlos de los espacios del ocio y la calle”. Al final de su mandato, el expresidente Vázquez se preocupó de la continuidad de una experiencia que se vinculaba con su experiencia de vida: “Quienes nacimos en barrios de gente trabajadora y humilde nos acostumbramos a mirar la vida y desafiarla, buscando respetar códigos y valores, y así hemos ido creciendo y logrando determinada posición, pero sin olvidar aquellos momentos de nuestra niñez y juventud, y sabemos que el deporte y una academia de boxeo sacan a los niños de la calle para hacer deporte, para conocerse, respetarse y saber que para un guapo siempre hay otro que es guapo”.[3]
El programa formó parte de una concepción integral de tipo higienista que nutrió al gobierno de Vázquez y que tuvo como buque insignia su campaña contra el consumo de tabaco y que el exmandatario resumió diciendo que la posibilidad de alcanzar una vida saludable “no debiera ser un privilegio o una casualidad, es un derecho”, y no es un tema sólo de médicos, sino “asunto de la sociedad en su conjunto y de la democracia como forma de gobierno”.[4]
En 2020, el responsable de Programas Especiales de la SND del actual gobierno anunció un giro hacia la creación de “un semillero de boxeadores” con escuelas de boxeo en cada departamento del país y el involucramiento de Gabriel Belela, entrenador de la excampeona mundial Chris Namús, como aporte del ministerio del Interior. También miró hacia el exterior: “vayamos a Cuba, a vencer esas barreras ideológicas que muchas veces dicen que tenemos, a traer técnicos a Uruguay para preparar entrenadores y atletas”. El fortalecimiento del carácter competitivo fue rematado con una esperanza: “en cinco años me tengo fe para volver a unos Juegos Olímpicos”.[5]
[1] “Golpe a golpe”, Jaque, 13-4-1984.
[2] https://www.gub.uy/ministerio-desarrollo-social
[3] “Programa KO a las drogas continuará en gobierno de Mujica”. La República. 10-2-2010.
[4] “Vázquez fue distinguido por la OPS como ‘Héroe de la Salud Pública’”. La diaria, 25-9-2018
[5] “El programa Knock out a las Drogas dará lugar a un nuevo y ambicioso proyecto”. El Telégrafo, 26-6-2020.