La decisión de Lula de designar al conservador Geraldo Alckmin como candidato a vicepresidente constituye una estrategia que apunta a reemplazar el debate izquierda-derecha por la discusión democracia-neofascismo. Aunque conveniente desde el punto de vista electoral, abre dudas sobre la posibilidad de revertir las políticas neoliberales.
El hecho político más llamativo de la campaña presidencial brasileña es una alianza insólita. En abril, Luiz Inácio Lula da Silva y Geraldo Alckmin, exgobernador de San Pablo y uno de los líderes históricos del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), la vanguardia de las fuerzas conservadoras hasta 2018, anunciaban un sorpresivo acuerdo.
Desde la elección del actual mandatario Jair Bolsonaro, el PSDB, que había liderado a la derecha brasileña durante años, quedó reducido a polvo, sumido en interminables luchas internas. Dada esta situación, Alckmin renunció a su antiguo partido e ingresó al Partido Socialista Brasileño (PSB), de centroizquierda, como parte de una negociación que le dio el lugar de vicepresidente en la lista encabezada por el líder histórico del Partido de los Trabajadores (PT).
No fue una novedad absoluta. El PT ya había encabezado en el pasado coaliciones heterodoxas con partidos de centro y de derecha. De hecho, el principal articulador del golpe parlamentario que derrocó a Dilma Rousseff en 2016, Michel Temer, era uno de los jefes del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y había sido un acérrimo adversario del PT hasta 2002. Pero al incorporar a uno de los dirigentes más conocidos del PSDB, es decir de la fuerza política que había liderado el bloque de derecha desde 1994 hasta la emergencia del neofascismo bolsonarista, Lula dio un paso más allá. ¿Por qué lo hizo?
El origen
En 1985, al finalizar la dictadura militar, los sectores burgueses más tradicionales y reaccionarios quedaron desconcertados. Desacreditados, divididos y sin rumbo, iban a contracorriente de lo que ocurría en el mundo, que experimentaba la conversión neoliberal de un amplio espectro de fuerzas, desde el viejo conservadurismo a sectores de la socialdemocracia, conquistando nuevas posiciones y territorios luego del final de la Unión Soviética y el campo socialista. La derecha conservadora tradicional había quedado fuera de época.
La izquierda brasileña, en tanto, ganaba fuerza. En medio de una larga e imponente oleada de movilización social, el PT exhibía un programa de ruptura con el orden capitalista. No habían pasado diez años desde su fundación y el partido conseguiría llevar a Lula hasta la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1989, las primeras que se hicieron por voto directo desde el inicio de la dictadura, veinticinco años atrás. Los viejos políticos de derecha, herederos de los golpistas y representantes de las grandes empresas, se vieron obligados a abrazar a un político intrépido, Fernando Collor de Mello, que se disfrazaba de paladín de la moralidad y la modernización. Concentraron todos sus esfuerzos y lograron derrotar a Lula por una diferencia de diez puntos.
Collor de Mello, luego de revolcarse en el lodo de la corrupción y el disparate económico-social, terminó desplazado por un impeachment en 1992. La derecha tradicional transitaba un infierno astral: las elecciones presidenciales de 1994 se acercaban y las chances de Lula iban en aumento.
Consciente de la desconfianza que generaba en importantes sectores de la sociedad, el PT intentó armar una coalición que involucrara al PSDB, creado en 1988 a partir de una disidencia del PMDB. Los líderes del PSDB –apodados “tucanos” por el pájaro que simboliza el partido– encarnaban, se suponía entonces, una versión más progresista del consorcio que había concluido la lenta transición de la dictadura a la democracia.
Pero el PSDB eligió el camino opuesto. Abrazado a las tesis económicas de la modernización capitalista, en vez de integrar una lista con Lula, cerró un pacto con otro partido de derecha, el Partido del Frente Liberal, y con parte del PMDB. De este modo lograba rearticular un campo conservador que se opusiera de manera frontal al PT. Con un barniz intelectual que le garantizaba una gran influencia en las capas medias de los principales centros urbanos, el PSDB creó las condiciones para que la burguesía recompusiera la representación política, herida por el impeachment a Collor, y concretara la agenda neoliberal que el expresidente había comenzado a implementar durante su fallido gobierno.
Esa recomposición se produjo durante el mandato de Itamar Franco, el vice de Collor que lo reemplazó tras su destitución, y tuvo como gran protagonista a Fernando Henrique Cardoso, principal figura del PSDB. Como ministro de Hacienda de Franco, Cardoso lanzó un paquete de estabilización, el Plan Real, cuyos efectos antiinflacionarios le garantizaron un triunfo rotundo contra Lula en las elecciones presidenciales de 1994. Cuatro años después, Cardoso sería reelegido.
Desde la elección de Cardoso en 1994 hasta la victoria de Jair Bolsonaro en 2018, la vida política brasileña estuvo dominada por el enfrentamiento entre el PT y el PSDB, expresión de un conflicto más amplio entre progresistas y conservadores, izquierda y derecha, desarrollistas y neoliberales, pobres y ricos. Esa dualidad antagónica se mantuvo, aunque invirtiendo los términos, luego de que Lula fuera elegido presidente en 2002, y recién entró en crisis cuando Bolsonaro irrumpió para reorganizar el campo de la derecha.
El PSDB, como partido líder del bloque conservador, constituyó la oposición a los gobiernos petistas. Las candidaturas de la segunda vuelta contra Lula (2002 y 2006) y Dilma Rousseff (2010 y 2014) provenían de ese partido (irónicamente, fue el mismo Geraldo Alckmin quien enfrentó al líder petista en su reelección).
Pero la historia no terminó allí. Los tucanos encabezaron el golpe contra Dilma de 2016 y dieron apoyo político a la operación Lava Jato, el proceso judicial que mantuvo encarcelado a Lula durante 580 días. Luego del impeachment, Temer encontraría en el PSDB su gran socio para formar un gabinete comprometido hasta los huesos con las reformas neoliberales. En apariencia, la especulación era que el derrocamiento de Dilma y la inhabilitación electoral de Lula, favorito para las elecciones de 2018, permitirían regresar a los tucanos al Palacio del Planalto (sede del Ejecutivo) por vía institucional, escondiendo las maniobras orquestadas para destituir a la presidenta petista.
Otra ironía: el candidato del PSDB en las elecciones de 2018, en las que Lula no pudo presentarse y se impuso Bolsonaro, fue Alckmin, que ni siquiera consiguió el cinco por ciento de los votos. Como presidente del partido en ese entonces, se declaró neutral en la segunda vuelta, disputada entre Bolsonaro y Fernando Haddad, el exministro de Educación y exalcalde de San Pablo que sustituyó a Lula como candidato del PT.
Bolsonarismo como bonapartismo
El bolsonarismo arrasó con los políticos de derecha, especialmente con el neoconservadurismo representado por el PSDB. Muchos analistas comparan la extrema derecha brasileña con el fascismo italiano. Aunque es evidente que las circunstancias son muy distintas, hay coincidencias que deben ser tenidas en cuenta. En líneas generales, ambos fenómenos pueden ubicarse en la categoría bonapartismo, hecha célebre por Karl Marx en el Dieciocho brumario de Luis Bonaparte (1852). La idea básica es que, ante el fracaso del sistema político y de los partidos tradicionales de la burguesía, una corriente, surgida al margen del Estado liberal, irrumpe en escena para enfrentar los peligros de quiebre del orden e imponer una nueva hegemonía del capital descartando una serie de instituciones y liderazgos obsoletos. Apoyada en lo social por sectores del lumpenproletariado y de las fuerzas militares, el bonapartismo establece relaciones directas con los grandes empresarios y unifica bajo su mando la conducción de sus intereses. Reunificar la clase dominante, o sus fracciones primordiales, es el paso esencial para cambiar el régimen político, reorientándolo hacia una dictadura abierta o camuflada que permite recuperar el ritmo del proceso de acumulación capitalista.
El bolsonarismo puede ser visto como un bonapartismo inconcluso. Repudiados por la sociedad, los viejos partidos burgueses como el PSDB perdieron espacios en el Congreso y a nivel estadual, sin posibilidades de competir por la presidencia. Las Fuerzas Armadas, ejerciendo históricamente su papel tutelar sobre el Estado, se alinearon con Bolsonaro, aunque duden en hacer movimientos que puedan destruir la Nova República, fundada luego del fin de la dictadura por la Constitución de 1988. Aunque sin la organización centralizada del fascismo del siglo XX, una constelación de milicias, patotas policiales y grupos evangélicos, con la adhesión de una parte considerable de la masa burguesa –formada por pequeños y medianos propietarios–, concede a la extrema derecha una fuerte capacidad de movilización.
Sin embargo, fracciones relevantes del gran capital, con los instrumentos de poder que controlan –en los medios de comunicación, en el Congreso, en el sistema de justicia, en las relaciones internacionales, etcétera–, fueron perdiendo confianza en Bolsonaro, más allá de su acuerdo con los trazos generales de la política económica.
Estos sectores del empresariado no coinciden con la idea de que para profundizar las reformas promercado sea necesario enterrar la democracia liberal, aunque menos por un espíritu republicano y constitucional que por la certeza de que, sin amenazas reales e inmediatas a la hegemonía burguesa, avalar el camino bonapartista sería un mal negocio, sobre todo con un líder como Bolsonaro, al que consideran un palurdo tosco y sin cordura.
Esas fracciones burguesas, base histórica del PSDB, se han apartado del gobierno. Su línea ideológica, para usar la definición de la filósofa estadounidense Nancy Frase, se ubica en el “neoliberalismo progresista”.1 Básicamente, consideran que la forma más estable de dominación debe integrar democracia representativa, ampliación de los derechos de las minorías, y mecanismos de compensación social y laicidad del Estado, fórmula que permite defender mejor lo que realmente importa: el aumento de la tasa de ganancia y las políticas neoliberales.
Esa escisión en el campo conservador, con el dislocamiento de segmentos que ahora se oponen al bolsonarismo, pero que son incapaces de construir una alternativa propia, es un punto clave para entender la estrategia del PT en la carrera presidencial. Hasta los primeros meses del año pasado todo parecía estar encaminado para la construcción de un frente de izquierda encabezado por Lula, con un programa que rompiera con el neoliberalismo, dejando para la segunda vuelta los esfuerzos por reunir los apoyos de los disconformes con el gobierno de Bolsonaro.
Los vientos habían comenzado a favorecer a Lula entre marzo y mayo de 2021, cuando el Supremo Tribunal Federal anuló las condenas en su contra y lo rehabilitó para la brega electoral. Algunos dirigentes del PT vieron esas decisiones como una señal de que estaba naciendo una oposición liberal-burguesa a Bolsonaro. En este contexto, el PT tenía que evitar que ese movimiento construyera una candidatura propia, alternativa tanto a Bolsonaro como a Lula, que pudiera ganarle al actual presidente en la primera vuelta y enfrentar a Lula en el balotaje. El PT necesitaba aprovechar esa escisión para construir una coalición que modificara el escenario de la disputa, transformando la polarización entre izquierda y derecha en un conflicto entre democracia y autoritarismo. Surgió así una táctica de “frente amplio”, con la suficiente elasticidad como para dar cabida a todas las voces defensoras de la Nova República y su restauración.
La designación de Alckmin como candidato a vicepresidente es el símbolo más evidente de esa estrategia que para consolidarse debe tener el potencial de despegar la lucha contra el bolsonarismo del combate al neoliberalismo, priorizando lo primero sobre lo segundo, además de archivar, en la práctica, la narrativa petista sobre los acontecimientos posteriores a la reelección de Dilma en 2014; en particular, el papel del impeachment –del que fueron cómplices muchos de sus actuales aliados– en el ascenso del neofascismo.
¿Es una buena idea? Los críticos de esta estrategia señalan que, con los partidos de centro y de centroderecha diezmados luego de su derrota a manos de Bolsonaro, se abría una gran oportunidad para que la izquierda captara a una parte de sus votantes sin ninguna concesión programática, sin pactos con “muertos vivos” que continúan defendiendo los mismos intereses e ideas. Una coalición integrada sólo por partidos progresistas podría, de acuerdo con esta perspectiva, garantizar mayor consenso social para un plan de gobierno que avanzara en reformas estructurales contra el neoliberalismo, además de incrementar el número de parlamentarios pertenecientes al PT y las otras fuerzas de izquierda, como el Partido Comunista de Brasil y el Partido Socialismo y Libertad.
Pero el PT y Lula decidieron seguir adelante con su giro al centro según la idea de que mejora las chances de triunfo e incluso podría habilitar una victoria en primera vuelta. En cuanto a un eventual gobierno, es probable que Lula piense que sus nuevos aliados se encuentran tan debilitados como para mantenerlos bajo su liderazgo, incluso si pretende avanzar con políticas de superación del neoliberalismo. Quienes critican esta opción, en cambio, sospechan que un eventual gobierno del PT quedará preso del pacto con su antigua oposición neoliberal, paralizando al presidente e irritando a su base social, lo que reabriría las puertas a la derecha y el neofascismo.
Techo de gasto
La polémica volvió a encenderse con el adelanto del plan de gobierno de Lula enviado a los partidos aliados del Partido de los Trabajadores (PT). Las fuerzas políticas que lo candidatean tendrán que pronunciarse sobre la propuesta de revocar el “techo de gasto”, única forma, según el documento, de “volver a incluir a los pobres y a los trabajadores en el presupuesto”. La tensión entre la necesidad social del gasto público y la desconfianza que esto provoca entre los inversores privados se convertirá en el centro de la encrucijada democrática durante el probable tercer mandato de Lula.
A mediados de abril, el Financial Times, una de las biblias del capitalismo internacional, había sintetizado este conflicto. En una nota firmada por Bryan Harris, corresponsal del periódico inglés en San Pablo, se resumía el duelo entre los formuladores de políticas del PT y los economistas vinculados a los mercados financieros. Hablando en representación del PT, Guilherme Mello defendió la sustitución del “techo de gasto” por reglas fiscales compatibles con las necesidades de inversión del Estado. El techo generó “más pobreza, más miseria, más inflación y más hambre”, dijo. Sergio Vale, economista gerente de la consultora MB Asociados, argumentó que aumentar la inversión pública y social sin un ajuste fuerte en el resto del presupuesto empeoraría el panorama económico. “Suprimir el techo sería bueno sólo si hubiera una norma mejor –afirmó–. Pero no parece algo probable”.
El eje de la cuestión es el destino de la Enmienda Constitucional (EC)95, que limitó de manera draconiana el gasto público hasta 2036 (con una revisión prevista para 2026), ya que estableció que no podía aumentar más que la inflación (lo que, dado el crecimiento demográfico, implicaba en los hechos una baja). Promulgada por el Congreso en 2016, durante el gobierno de Michel Temer, la llamada enmienda de “techo de gasto” fue una de las consecuencias estructurales de las trabas que se le impusieron a Dilma Rousseff.
André Singer y Fernando Rugitsky, respectivamente, profesor titular del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de San Pablo (USP) y profesor del Departamento de Economía de la Universidad de San Pablo y de la University of West of England-Bristol. Este fragmento está tomado de un artículo publicado en la revista Estilhaço. Traducción: Laura Granero.
Breno Altman, periodista, fundador del sitio Opera Mundi. Traducción: Laura Granero.
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Nancy Fraser, “From Progressive Neoliberalism to Trump –and beyond”, American Affairs Journal, Vol. I, N° 4, invierno de 2017. ↩