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Retrato de Luis E. Pombo (c. 1928). Guillermo Laborde. Óleo sobre tela. 169 x 110 cm.

Lo humano disminuido

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Redefinir a voluntad los componentes de lo real constituye, a la vez, una de las características de la época y una nueva fuente de ganancias para la industria del entretenimiento. Con la inteligencia artificial como abanderada, este artículo muestra una construcción del futuro que avanza hacia una distopía que cuestiona la propia idea de sociedad.

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Aquí todo remite a lo real; mientras que nada parece originarse ahí. Colores eléctricos, rostros y cuerpos de mujeres jóvenes que responden a un cierto ideal de perfección –al menos el que elaboraron las normas publicitarias globalizadas–; entorno urbano, diseño de interiores y del mobiliario, vestimentas, objetos… Todo parece haber sido capturado in situ, pero ninguno de estos elementos podría existir como tal. Ver el video Shout Down, del grupo coreano Blackpink, representante del K-Pop, es experimentar el estadio más avanzado de un régimen de la representación que está vigente desde hace muchos años: el de la indiferenciación. Por el uso de cámaras digitales, de retoques, del “fondo verde”, de la incorporación de imágenes digitales, es imposible distinguir lo que fue directamente filmado de lo que fue fabricado. Además, cada píxel fue recompuesto mediante cálculos y fue objeto de manipulaciones de todo tipo (formas, coloraciones, intensidad luminosa...) a fin de producir fascinación y magnetismo.

Estas modalidades llegan a ser casi brechtianas en su intención no disimulada de presentarse sin artificios. El resultado se podría calificar como real irreal. Es un orden icónico –con el cual el K-Pop, en primer lugar, armó su canon estético– que ejerce un encanto poderoso sobre la generación Z, nacida entre 1997 y 2010. Se deriva de una suerte de “filosofía” que reivindica el principio según el cual es posible, incluso deseable, no depender de lo real, forjarse un imaginario –o una idea de la vida– que se base en unos cimientos totalmente diferentes: desconectados de la realidad y, por lo tanto, embriagadores.

Esta dimensión se ve de algún modo duplicada en la apariencia de las jóvenes mujeres del video, representantes de uno de los países (Corea del Sur) donde más se recurre a la cirugía plástica (junto con Brasil) –al punto de personificar, en la carne y en la vida de los seres, las teorías de Jean Baudrillard sobre la omnipresencia del simulacro–.

Más allá del video de Blackpink o de tantos otros productos similares –que podríamos calificar como “estética de Avatar” (siguiendo el título de las dos películas realizadas por James Cameron y estrenadas en 2009 y 2022) –, se puede considerar a este régimen de la imagen como la vanguardia de una relación con la representación que pronto será predominante: la que logra abandonar, incluso devaluar, lo real.

Lo propio de la representación es que sostiene una relación con elementos existentes. Como en el mito narrado en otros tiempos por Plinio el Antiguo, según el cual la pintura habría nacido del ingenio de una jovencita que, aprovechando el sueño del ser amado, que había sido llamado a partir hacia tierras lejanas, “rodea con una línea” la sombra de su rostro proyectado sobre un muro gracias a una lámpara. Este principio analógico sigue vigente, de manera invariable, en el transcurso de las eras en el dibujo, la pintura y luego la fotografía. Todo simulacro procede de una impresión, de huellas, que permanecen, aun si bajo rasgos diferenciados. La abstracción en pintura o en fotografía no rompió toda atadura con lo real. Hace aparecer otro tipo de real, liberado de referente “objetivo” y hecho meramente de la presencia de formas que se ofrecen a nuestra percepción y que incluso las estimulan, aunque de otra manera.

Lo que caracteriza la imagen o la representación tal como la concebimos al menos desde el paleolítico es que algo preexistente se reproduce de forma infinita y de mil maneras. Es decir que hay un lazo eminentemente activo que se sostiene con el mundo. Los motivos en las cuevas de Lascaux, por ejemplo, son testimonio de una civilización y de maneras de ser que no se conformaron con ver, sino que además dieron a ver su comprensión del cosmos. Es una relación con lo real no turbia sino turbada e insatisfecha, y que entonces empuja a recomponer algunos de sus términos, a reagenciarlos de otra manera para develar algunas de sus dimensiones ocultas o para magnificar otras. Por esta razón la obra apela a la imaginación: siempre hace que se confronten fragmentos de la realidad con la pura libertad de nuestra subjetividad creadora.

Lo que ya está acá

Ahora bien, la inteligencia artificial generativa procede exactamente a la inversa, neutralizando de base esa dinámica de relación inventiva con lo existente. Echando mano de bases de datos compuestas de miríadas de imágenes y según técnicas denominadas “de aprendizaje”, puede producir, en un puñado de segundos, el ersatz de una pintura, foto o dibujo a partir de un mero enunciado descriptivo. Por ejemplo, “niño de cinco años con aspecto de estar concentrado construyendo un castillo de arena en una playa en el Mediterráneo una tarde de verano”. Un procedimiento que también permite componer secuencias de video. El principio supone que, sobre la base de masas de imágenes analizadas e indexadas por robots en internet, se podrán generar sistemáticamente otras imágenes. Y esto no tiene nada en común con un estudiante que produce sus propios trabajos por haber frecuentado obras pasadas o contemporáneas –“aprendemos a pintar en los museos”, decía Auguste Renoir–. El legado de la historia, o los corpus existentes, no son abordados nunca como bases de datos, es decir, como hechos consignados e inertes, sino como realizaciones que convocan a ser retomadas, prolongadas, incluso discutidas a lo largo de diversos procesos de reapropiación. Muy lejos, entonces, de estas máquinas programadas para responder de modo “conforme” a instrucciones.

Por primera vez en la historia, un modo de representación procede de una traslación directa, de una supuesta equivalencia perfecta entre dos dominios simbólicos que son radicalmente distintos, lo verbal y lo icónico. Una palabra remite a una cosa, como una frase remite a un cierto sentido. Una imagen está hecha de formas, de trazos, de colores, pero no se puede reducir a un sistema de signos rigurosamente referenciados y clasificados. Por eso el lenguaje es del orden de la significación, mientras que la imagen tiene que ver con la percepción (que puede desencadenar la reflexión, pero a partir de una sensación inicial). De ahora en más, una imagen se puede derivar de forma directa del lenguaje, ser generada a partir de búsquedas, de palabras clave, de prompts (instrucciones). Ahora bien, un dibujo, para quien lo hace, nunca es el resultado de instrucciones, sino de pensamientos, de sueños, de gestos, de intentos, de vacilaciones, de fracasos, de hallazgos, o sea de todo un trabajo desplegado al margen del predominio del discurso. Y en esto la enorme ruptura que implica el régimen generativo es que procede de un dominio exclusivo de la palabra sobre la imagen. En este marco algorítmico un enunciado determina el tenor de una imagen. Y eso está en las antípodas del gesto artístico, que no ambiciona jamás una concordancia definida de antemano entre un proyecto y los términos de su realización, sino que se deja llevar a una experimentación libre, dando testimonio de la diversidad de alternativas que se consideran –o que se sueñan– y que llevan en algún momento a interrumpir las elecciones, legitimando de modo total el acto de firmar por derecho propio.

Es nuevo pero no

Esta es la razón por la que no se trata de que esté emergiendo un nuevo régimen de la imagen. De ningún modo: lo que se implementa es simplemente una extensión a la dimensión icónica de nuestra voluntad de plegar cada vez más el curso de las cosas a nuestros puntos de vista. Y por eso es también pertinente designar este fenómeno como el momento psiquiátrico de la representación, en el sentido amplio del término. ¿Somos conscientes de que pronto la apariencia de lo que nos rodea ya no va a derivarse de la contingencia que es consustancial a lo real, sino de intenciones e instrucciones formuladas por individuos o por entidades, o va a estar completamente diseñada de modo robotizado? Con la intención, por ejemplo, de “crear” una atmósfera visual lo más favorable posible al trabajo o que sea más estimulante para los negocios. Podemos pensar en una clase de historia que trate sobre el Egipto o la Grecia antiguos, que se imparte, por ejemplo, en un liceo –y que esté enteramente estructurada por prompts–, y que entonces nos muestre a los estudiantes provistos de cascos, deambulando, con el prisma de sus avatares, dentro de entornos compuestos de modo digital, en un supuesto mercado de la época, para descubrir la arquitectura, las costumbres, los productos que se vendían entonces y conversar con los autóctonos, interrogándolos sobre sus modos de vida y sobre sus hábitos. Cada cual será no sólo “libre” de llevar adelante esa visita según su capricho, sino que incluso recibirá, en función de su perfil, sugerencias algorítmicas destinadas a colmar lo que el modelo de saber identifique como lagunas o a enriquecer sus conocimientos en función de intereses propios ya catalogados.

La mayor concordancia entre los individuos y lo que se supone que les conviene es erigida en el último parangón pedagógico. Como en la ficción de Ernest Cline, Ready Player One1, que inspiró la película homónima de Steven Spielberg2, en la que impera un sistema educativo que se despliega exclusivamente en línea, adaptado (pero ¿quién determina la adaptación?) a cada estudiante y que requiere mucha menor inversión pública: una configuración que, se sugiere, podría aplicarse a mediano plazo a otros servicios tanto públicos como privados. Por esta razón, más allá de esa ficción, no asistimos, por el entrecruzamiento ya en curso entre metaverso e IA generativas, a la emergencia de un mundo paralelo, sino de un mundo –construido, en primer lugar, por la industria de lo digital– que nos veremos obligados a depurar de sus imprevistos y escorias, y a recomponer a fin de que no ofrezca sino relaciones hiperpersonalizadas, con el trasfondo de inmensos horizontes de ganancias. Y eso sin hablar de la intención ideológica, que no es una cuestión menor.

Es la época también de la aparición, a una muy gran escala, de herramientas de manipulación de la imagen puestas en manos de todos, como las que proponen los programas de IA Midjourney o DALL-E. Despunta un horizonte sembrado de fake pictures, de textos generados mediante algoritmos y que se valen del mayor artificio o del peor sofisma. Hay una indiferenciación generalizada que va a incentivar a esta industria para que duplique este torbellino psiquiátrico concibiendo IA destinadas a verificar si ciertos textos o imágenes están fabricados por IA. Es un mundo que no sólo se burla de nuestros sentidos, sino que contribuye aún más a borrar toda referencia común –que es el principio constitutivo del fundamento mismo de la sociedad–.

Es un momento perturbador en el que la racionalidad instrumental se apodera del régimen simbólico, mientras que la poesía es testimonio de nuestra aptitud para desviarnos de un uso del lenguaje abordado como una pura herramienta de comunicación, mientras que la pintura constituye una empresa de plena libertad, en obra... En síntesis, ahí donde el arte despliega nuestra capacidad específica para componernos de modo subjetivo, e infinitamente renovada, con lo real y con los materiales, la inteligencia artificial generativa está consagrada a hacer prevalecer solamente una relación con el lenguaje y con la imagen esquematizada, corrupta y falaz, determinada por algoritmos que vehiculizan intereses privados y una visión utilitarista del mundo. Quienes se entregan fervorosamente a perfeccionar estos sistemas atentan contra lo que constituye el genio humano, que mora en cada uno de nosotros.

Éric Sadin, filósofo. Autor de La vie spectrale. Penser l’ère du métavers et des IA génératives, Grasset, París, 2023, del que ha sido extraído y adaptado este texto. Traducción: Merlina Massip.

Guillermo Laborde

Es una de las obras que más impactan de la colección permanente del Museo Nacional de Artes Visuales. Por su factura y por lo enigmático, en cierta forma anticipatorio, que parece esconder. Retrato de Luis E Pombo (1928) es uno de los cuadros más conocidos de Guillermo Laborde (1886-1940), artista poco familiar fuera de los conocedores de la plástica nacional. Sin embargo, aunque no sepan su nombre, son millones de personas las que han visto su afiche de la primera copa del mundo de fútbol, realizada en Uruguay en 1930, con ese arquero que se estira al infinito para alcanzar el balón antes de que se cuele en el ángulo del arco. Raro homenaje que no se centra en el gol, sino en su conjura.

Nacido en Montevideo un 24 de octubre, Laborde se formó en los principales centros artísticos de Europa y volcó ese aprendizaje como profesor de la Escuela de Artes y Oficios. Polifacético decorador de teatros y tablados fue, además, el maestro de Petrona Viera.

Aquí reproducimos su obra por gentileza del MNAV.


  1. Ernest Cline, Ready Player One, Ediciones B, Barcelona, 2015. 

  2. Película de 2018, estrenada en Uruguay ese mismo año como Ready Player One: Comienza el juego. Disponible en Amazon Prime. 

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