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Protesta contra los recortes de ayuda, frente a las oficinas de Naciones Unidas en Khan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 28 de enero de 2018.

Foto: Said Khatib, AFP

Ayuda humanitaria: una financiación para repensar

8 minutos de lectura
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Reflexión sobre la solidaridad internacional.

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La contribución necesaria para hacer frente a las situaciones de emergencia en el mundo sólo es proporcionada cada año de manera parcial y selectiva por una veintena de países. Obligadas a buscar financiación adicional, las organizaciones no gubernamentales (ONG) occidentales dependen cada vez más de los donantes privados, mientras que las de los países afectados permanecen marginadas.

Lo repentino, violento y devastador de la guerra en Ucrania ha sumido al mundo entero en la conmoción, planteando interrogantes acerca del financiamiento de las nuevas emergencias y el posible impacto en el sistema humanitario mundial. En efecto, el conflicto surgió en un momento en el que muchas otras crisis masivas y duraderas siguen sin resolverse e incluso tienden a olvidarse.

En 2020, 243 millones de personas (82 millones de las cuales se vieron obligadas a desplazarse), repartidas en 75 países (Sudán del Sur, República Democrática del Congo, República Centroafricana, Etiopía, Somalia, Siria, Yemen, Bangladesh, Haití y Venezuela, entre otros) sobrevivieron gracias a la ayuda internacional de emergencia. Esta situación se vio agravada por la pandemia de covid-19, que por un lado deterioró la situación económica, sanitaria y nutricional de los países más pobres, sumiendo a 19 millones de personas en una necesidad de asistencia humanitaria inmediata; y por otro provocó la tentación de los países donantes de retraer su ayuda, deseosos de dar prioridad a las consecuencias de la propia crisis sanitaria.

La invasión a Ucrania por parte de Rusia el 24 de febrero de 2022 ha puesto en peligro a los países pobres y presionado al Programa Mundial de Alimentos (PMA), el organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que encabeza la respuesta al problema del hambre. Varios fenómenos explican la fuerte caída de suministros que han experimentado algunos países: el aumento del precio del trigo, que pasó de 250 a 400 dólares la tonelada en pocas semanas; el aumento del precio de los fertilizantes nitrogenados, ligado de forma estrecha al precio del gas necesario para su producción; el aumento de tarifas de los fletes marítimos y la congestión de los puertos, vitales para el transporte de los productos agrícolas1.

Sin embargo, las contribuciones de los Estados están resultando muy insuficientes para cubrir las necesidades humanitarias, que aumentan a medida que se multiplican las guerras y las crisis de todo tipo. Esta carencia exige una reflexión sobre la solidaridad internacional de emergencia: ¿cómo funciona este sistema?; ¿cuáles son sus defectos y cómo remediarlos?

Cada año, la ONU lanza un llamamiento coordinado indicando los fondos necesarios para responder a las diferentes situaciones de crisis humanitaria. Y cada año comprueba que hay un desajuste importante entre los fondos solicitados y las contribuciones públicas que se obtienen en la realidad. La cantidad necesaria casi se ha cuadruplicado entre 2009 y 2022, pasando de 9.000 millones a 40.000 millones de dólares. Sin embargo, de forma relativamente estable, sólo 60 por ciento de las cantidades requeridas son finalmente pagadas por los países contribuyentes. La excepción fue 2020, cuando por primera vez en más de diez años esta proporción cayó por debajo de 50 por ciento2.

Ese mismo año, de los 9.500 millones de dólares que se consideraron necesarios para luchar contra los efectos de la covid-19, sólo se desembolsaron 3.800 para ayudar a los países pobres. Una suma irrisoria si se la compara con las inyectadas para reactivar las economías occidentales desestabilizadas por la crisis sanitaria: 1,9 billones de dólares para Estados Unidos, 900.000 millones para la Unión Europea. En octubre de 2020, la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, llegó a anunciar que “los gobiernos [de los países occidentales] habían pagado alrededor de 12 billones de dólares en ayudas a hogares y empresas”3. Para 2023, la ONU ha lanzado un llamamiento récord de 51.500 millones de dólares. Eso es apenas 11 por ciento del volumen de negocios de Amazon, o la mitad del beneficio neto de Apple; y sin embargo es casi seguro que estas necesidades no se cubrirán.

Una estructura global

Para comprender este fracaso es necesario analizar la identidad de los países donantes, la estructura global de los ingresos entre fondos privados y fondos públicos y, por último, la identidad de los países receptores. Estos diferentes elementos esclarecen el “proceso” humanitario: traducen sus principales tendencias y, al mismo tiempo, permiten comprender las prioridades geográficas y políticas de los donantes.

Son sólo unos 20 países los que de manera voluntaria aportan a casi todos los fondos públicos. Estados Unidos encabeza la lista, seguido por Alemania, la Unión Europea (en su conjunto), Reino Unido y Suecia. Primera observación: algunas grandes potencias económicas (como China, Rusia, Indonesia y México, entre otras) no aparecen en la lista de los principales países donantes. Segunda observación: la ayuda desembolsada como proporción de la renta nacional bruta (RNB) de cada país varía mucho: desde más del 0,15 por ciento de la RNB de Luxemburgo, Suecia, Noruega o Dinamarca hasta el 0,03 por ciento-0,04 por ciento de la RNB de Estados Unidos, Canadá, Qatar, Italia y Nueva Zelanda. En este indicador, Francia no figura entre los 20 primeros países en términos de financiación de la ayuda humanitaria.

Un análisis más detallado revela, además, que el déficit global de ingresos se ve agravado por importantes disparidades en la asignación de los fondos públicos. En 2018, por ejemplo, el llamamiento financiero coordinado de la ONU incluyó 34 solicitudes que beneficiaron a 29 países. Pero no todos han suscitado la misma generosidad. Mientras que se recaudó 89 por ciento de la cantidad solicitada para Irak y 67 por ciento para Nigeria, países como Filipinas y Corea del Norte obtuvieron menos (24 por ciento). Esta “tasa de cobertura” no depende de la cuantía de los importes solicitados. Yemen recibió 85 por ciento de los 3.100 millones de dólares solicitados, mientras que Haití obtuvo sólo 13 por ciento de los 252 millones que pidió.

Estas discrepancias se explican con facilidad: cada Estado donante puede asignar de modo libre sus fondos a los países de su elección y favorecer así unas causas en lugar de otras. En 2020, 83 por ciento del presupuesto asignado a las agencias de la ONU fue determinado por los Estados. Esto socava un principio cardinal de la acción humanitaria: el de la imparcialidad, según el cual la ayuda debe concederse sólo en función de las necesidades, sin discriminación.

Un problema doble

Además de la falta de dinero y de las desigualdades en el reparto, las ONG que solicitan fondos de la ONU para financiar sus acciones en países pobres se enfrentan a una inflación de trámites burocráticos, lo que plantea un problema doble: ético y de seguridad. Las cláusulas contractuales de los presupuestos asignados exigen que las organizaciones que operan en zonas de conflicto lleven a cabo controles e investigaciones obligatorios, y a veces repetitivos, de sus empleados, prestadores y socios. Por ejemplo, deben asegurarse de que ninguno de ellos figura en listas internacionales de sospechosos de terrorismo, utilizando programas informáticos específicos. “El tiempo y la energía dedicados a estas nuevas prácticas de seguridad tienen como primera consecuencia un aumento extremo de los trámites administrativos, así como de los costos de funcionamiento”, denuncia un artículo firmado por varios responsables de ONG4. Y prosigue: “Esto hace que una parte importante del tiempo de nuestros equipos se dedique a tareas que no benefician directamente a las necesidades de las personas rescatadas”.

Surge una demanda adicional por parte de los países donantes: extender este control a los beneficiarios directos de la ayuda, lo que podría ser un gran peligro para la seguridad de los equipos humanitarios, colocando a las ONG en el rol de “delatores” a los ojos de los movimientos rebeldes implicados en ciertas guerras. La exención humanitaria de las leyes antiterroristas es necesaria, sin embargo, para preservar los principios fundacionales de neutralidad (la ayuda humanitaria no debe favorecer a ningún bando en los conflictos armados) e independencia (los objetivos humanitarios deben desvincularse de los objetivos económicos o militares). Aunque las ONG francesas rechazaron de lleno la ampliación del control en la Conferencia Nacional Humanitaria del 17 de diciembre de 2020, varios departamentos de la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD) siguen apoyándola y la idea podría resurgir en cualquier momento.

Para compensar la falta de dinero de las agencias de la ONU, las ONG internacionales tienen que encontrar financiación adicional por sí mismas. De ahí que deban recurrir a fondos privados, lo que conduce a una forma de mercantilización de sus misiones, así como a una posible dependencia de los donantes individuales. Esta financiación privada representa casi una cuarta parte de las sumas recaudadas cada año para hacer frente a las necesidades humanitarias (es decir, 6.700 millones de dólares en 2020). Más de 85 por ciento de esta financiación procede del público en general a través de campañas realizadas por ONG internacionales, mientras que el resto proviene de fundaciones y, en menor medida, del patrocinio de las empresas.

Generosidad diferencial

Pero tampoco en este caso los fondos asignados se corresponden necesariamente con la magnitud de los requerimientos. Según el país y la crisis, los donantes son más o menos generosos, en función de su proximidad cultural, lingüística e histórica con las poblaciones afectadas por las crisis. Los récords de generosidad se refieren sobre todo a las grandes catástrofes medioambientales o tecnológicas: tsunami en Indonesia (2004), terremoto en Haití (2010), terremoto en Nepal (2015), explosión química en Líbano (2020).

Cabe preguntarse por qué el público en general –en esencia, los ciudadanos de los países occidentales– debe ocupar un rol tan importante en el financiamiento y dirección de la acción humanitaria. Además, este modelo obliga a las ONG no sólo a tener en cuenta la lógica de los grandes países contribuyentes, sino también la del marketing humanitario, cercano a una forma de consumismo. En su búsqueda de fondos privados, las ONG deben considerar la versatilidad de los donantes particulares. Para fomentar la generosidad, pueden exponerse a una forma de simplismo cuando presentan los pormenores de un conflicto, con la tentación de reducir a las poblaciones a las que ayudan a una representación visual degradada desde una perspectiva publicitaria.

Las ONG de los países pobres parecen ser las grandes perdedoras de este modelo de financiación. De hecho, las organizaciones que trabajan sobre el terreno son, casi en exclusiva, de países europeos o norteamericanos. En 2016, la Cumbre Humanitaria Mundial de Estambul pidió, entre sus “recomendaciones prioritarias”, un reequilibrio sustancial de los fondos en favor de los agentes locales, que entonces sólo gestionaban 2,8 por ciento de la dotación humanitaria total. La cumbre de Estambul había fijado un objetivo de 25 por ciento en 2020, pero el resultado fue de tres, a pesar de que el confinamiento y la paralización del transporte aéreo pusieron en evidencia la necesidad de reubicar la ayuda humanitaria. En 2022, apenas 1,2 por ciento de la ayuda internacional se destinó a ONG situadas en países afectados por las crisis.

En 2019, mientras el gasto militar superó los 1,9 billones de dólares, los Estados entregaron 20.000 millones de dólares para la ayuda humanitaria. Destinar ese monto es pretender tratar todas las emergencias del planeta con el 10 por ciento de las sumas invertidas por Francia para cubrir sus “gastos sanitarios corrientes”. Pero no basta con denunciar la insuficiencia de recursos. Hay que repensar toda la financiación de la acción humanitaria internacional, que ya no puede reducirse a las contribuciones voluntarias de los países que en la actualidad donan. Para cubrir todas las cantidades solicitadas por la ONU en este rubro bastaría, por ejemplo, con que cada uno de los países clasificados por el Banco Mundial como de “renta alta” dedicara entre 0,03 por ciento (cifra de 2019) y 0,07 por ciento (cifra poscovid) de su RNB.

Las ONG podrían presionar para que la ONU introdujera un principio de contribuciones obligatorias de los países de este grupo. Esto obligaría sobre todo a los Estados potencia –como Rusia, China, Brasil o Indonesia– a donar más. Esta medida iría acompañada de una mayor asignación de fondos a las ONG locales, con el fin de salir del sistema actual en el que las ONG occidentales, financiadas principalmente por Estados y ciudadanos occidentales, actúan en los países del Sur.

Pierre Micheletti, presidente de Acción contra el Hambre Francia. Autor de 0,03 pour cent, pour une transformation du système humanitaire international, Parole, París, 2020. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. “The impact on trade and development of the war in Ukraine”, Conferencia de las Naciones Unidas sobre el comercio y el desarrollo, unctad.org, marzo de 2022. 

  2. Los datos citados en este artículo sobre los importes de la ayuda humanitaria concedida a los países en dificultades proceden de sucesivas ediciones del informe “Global Humanitarian Assistance” de la organización Development Initiatives. 

  3. Kristalina Georgieva, “La longue ascension: surmonter la crise et bâtir une économie plus résiliente”, Fondo Monetario Internacional, www.imf.org, 6-10-2020. 

  4. Le Monde, París, 15-12-2020. 

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