¿Quién ganará la batalla mundial de los algoritmos y de las máquinas “que aprenden”? ¿Estados Unidos o China? Detrás de estas preguntas se esconde una realidad más pragmática. Para muchas empresas de Silicon Valley1, es una buena oportunidad para captar cientos de miles de millones de dólares de subvenciones públicas, aun a riesgo de profundizar el enfrentamiento entre Washington y Pekín. Entre intensos lobbies y reminiscencias de las pasadas confrontaciones entre bloques, la geopolítica de la inteligencia artificial también es un asunto de mucho dinero.
“La Guerra Fría terminó”, proclamaba en 1988 un folleto publicitario para un curioso videojuego proveniente del otro lado de la cortina de hierro. En la parte de abajo de la tapa incluía una posdata: “... o casi”. Invitando a recoger el “desafío soviético”, el documento anunciaba: “mientras que las tensiones Este/Oeste apenas comienzan a apaciguarse, los soviéticos acaban de anotar un punto decisivo contra los estadounidenses”. Con un fondo rojo vivo, arriba de un dibujo del Kremlin rodeado de figuras geométricas, se desplegaba en grandes caracteres amarillos la palabra “Тетрис”, con el símbolo de la hoz y del martillo en lugar de la letra final. En alfabeto latino, daba “Tetris”.
El folleto, actualmente expuesto en el Museo Nacional de Historia Estadounidense de Washington, era obra de Spectrum HoloByte, el distribuidor del juego en Estados Unidos. Este fabricante de software de Silicon Valley, propiedad del barón de los medios de comunicación británico Robert Maxwell, ya había entendido que el tema de la Guerra Fría podía generar beneficios y supo explotar todos sus códigos –desde la música rusa tradicional hasta las imágenes de cosmonautas soviéticos– para hacer de Tetris un éxito fenomenal en el Estados Unidos de Ronald Reagan (1981-1989)2.
Desde entonces, el presidente de Spectrum HoloByte de esa época, Gilman Louie, se ha convertido en una figura central de lo que algunos en Washington llaman, con euforia, la “Guerra Fría 2.0”: la batalla en curso entre China y Estados Unidos por el control de la economía mundial. Ahora bien, el conflicto, que se extiende hoy al frente tecnológico e incluso militar, ya no gira en torno a Tetris, sino a la inteligencia artificial.
La carrera de Louie es emblemática de una trayectoria a la estadounidense. A inicios de los años 1980 se hace un nombre en los juegos de simulación de vuelos, que se vuelven tan populares que la Fuerza Aérea de su país pide conocerlo. Luego, una de sus empresas aparece en el radar de Robert Maxwell, quien la compra enseguida. Entre una cosa y la otra, a fines de los años 1990 Louie se encuentra a la cabeza de In-Q-Tel, el fondo de capital-riesgo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), una entidad sin fines de lucro que tiene como una de sus principales proezas haber apostado a la tecnología detrás de Google Earth. Y cuando la administración de Donald Trump (2017-2021) comienza a lamentarse del retraso estadounidense en la carrera tecnológica respecto de China, resurge en el seno de la Comisión de Seguridad Nacional sobre la Inteligencia Artificial (NSCAI), una prestigiosa instancia consultiva presidida por Eric Schmidt, exdirector general de Google.
En apenas unos años, Louie y Schmidt avanzan hacia una colaboración mucho más estrecha. El primero toma las riendas de un fondo apadrinado por el segundo, el America’s Frontier Fund (AFF), una estructura sin fines de lucro concebida sobre el modelo de In-Q-Tel y que se propone ayudar a Washington a “ganar la competencia tecnológica mundial del siglo XXI”. El AFF pretende encarnar la solución a una cantidad de otros problemas, ya que promete “redinamizar la industria, crear empleos, estimular las economías regionales y liberar el corazón de Estados Unidos”.
Vanguardia y subvención
La creación del AFF es una respuesta a la creciente influencia de China en lo que se denomina las “tecnologías emergentes” o de “vanguardia” como la inteligencia artificial o la informática cuántica. “No se construyen tecnologías de vanguardia en su garaje”, proclama el sitio de Internet del fondo, llevándole la contraria al preciado mito de Silicon Valley del genial emprendedor individual. Entre las novelas de Ayn Rand –vocera del capitalismo individualista3– y las subvenciones públicas, el AFF elige a las segundas.
Es bastante divertido que Louie, después de haber usado la Guerra Fría 1.0 para publicitar Tetris, ahora use la Guerra Fría 2.0 para publicitar la inteligencia artificial. ¿A menos que esté utilizando la inteligencia artificial para promover la nueva Guerra Fría? En el Estados Unidos actual, estas dos operaciones retóricas son prácticamente imposibles de distinguir. La única cosa de la que podemos estar seguros es que toda esta publicidad se traducirá en plata contante y sonante.
Para adaptarse a la era de la inteligencia artificial, el eslogan de Tetris debería convertirse en “La nueva Guerra Fría llegó... o casi”; un mensaje grato a los oídos de muchos estadounidenses, desde las empresas de tecnología hasta los subcontratistas de la defensa, pasando por los think tanks [usinas de pensamiento] belicistas.
Todo este discurso no debe ocultar la realidad de ciertas evoluciones ideológicas. Los recientes gritos de alarma respecto al retraso de Estados Unidos en la carrera de la inteligencia artificial parecen haber despertado a sus elites políticas, tranquilamente adormecidas en el país encantado del libre mercado. Escuchándolos, se podría creer que abandonaron los dogmas del consenso de Washington –incluso, a veces, que más bien decidieron unirse al consenso de Pekín–.
En un artículo cofirmado por Schmidt y publicado por Foreign Affairs4 –la biblia del poder establecido de la política exterior estadounidense– descubrimos, en efecto, un entusiasmo nuevo por la idea de un Estado fuerte capaz de estimular el desarrollo de la inteligencia artificial. A esto se suma una crítica de los errores políticos pasados: no contentos con denunciar una fascinación por la “globalización” que habría alejado durante demasiado tiempo a Estados Unidos de las “consideraciones estratégicas”, los autores atacan al sector del capital-riesgo por sus elecciones de corto plazo. La solución para permitirle a Washington alcanzar sus objetivos tecnológicos de largo plazo, afirman, cabe en unas pocas palabras: “subvenciones, préstamos garantizados por el Estado y compromisos de compra”. Va de suyo que los subsidios serían probablemente distribuidos a través de entidades como el AFF, que, contrariamente a las compañías de capital-riesgo convencionales, sabría otorgarlos con la mirada puesta en el futuro.
Por momentos, Schmidt está a un paso de hacer un llamado a una política industrial de gran alcance, pero no cruza el umbral ya que el término sigue teniendo “demasiada connotación”. El nuevo consenso de Washington por el momento se limita a reclamar un aumento de la ayuda pública para el sector privado, la principal justificación que se esgrime es el riesgo de que Estados Unidos pierda la próxima Guerra Fría.
Lo que fue interpretado de forma errónea por algunos como el surgimiento del “pos-liberalismo”, en realidad presenta todos los atributos del keynesianismo militar de antaño, en el que el aumento de los presupuestos de defensa debía asegurar la victoria contra la Unión Soviética y garantizar la prosperidad económica de Estados Unidos.
Polémicas vinculaciones
Es innegable que los vínculos entre el Pentágono [sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos] y Silicon Valley se han reforzado. En primer lugar, el Departamento de Defensa creó un puesto de director tecnología digital e inteligencia artificial que le fue confiado a Craig Martell, exencargado del aprendizaje automático en Lyft, la plataforma de vehículos de transporte con conductor (VTC).
Además, y digan lo que digan sus empleados, que cuestionan la moralidad de tales relaciones, las compañías de tecnología continúan teniendo un gran peso en el presupuesto de abastecimiento del ejército. Alphabet tal vez renunció a colaborar con el Pentágono en el proyecto Maven –un sistema de vigilancia que provocó protestas entre sus propios ingenieros–, pero eso no le impidió crear poco después Google Public Service, una entidad que, detrás de su inocente nombre, abastece al ejército con servicios informáticos en la nube (cloud).
No se trata de un ejemplo aislado. El “saber hacer” de Silicon Valley es indispensable para el establishment [poder establecido] militar si pretende poner en marcha su visión de un sistema que integre al conjunto de datos transmitidos por los sensores de las diferentes fuerzas armadas. Analizadas con ayuda de la inteligencia artificial, estas informaciones luego permitirían elaborar una respuesta coordinada eficaz. A fines de 2022, el Pentágono les adjudicó a cuatro gigantes tecnológicos –Microsoft, Google, Oracle y Amazon– un jugoso contrato de 9.000 millones de dólares para desarrollar la infraestructura de este audaz proyecto5.
Pero ya no estamos en tiempos de la primera Guerra Fría y es difícil saber en qué medida esta generosidad pública puede “gotear”, en el sentido keynesiano, hacia los ciudadanos comunes. En el sector de la inteligencia artificial, la mayor parte de los costos de mano de obra corresponde a los salarios de los ingenieros estrella –que no son millones sino algunos cientos– y a los innumerables subcontratados a bajo costo que trabajan para entrenar a los algoritmos. Estos últimos, en su mayor parte, ni siquiera están ubicados en Estados Unidos. Así, empresas keniatas le permiten a OpenAI evitar que ChatGPT, su popular chatbot, ofrezca contenidos obscenos.
Las repercusiones económicas de la informática en la nube también quedan por demostrar. Construir data centers [granjas de servidores] cuesta increíblemente caro y se traduce, en lo principal, en un alza de los precios inmobiliarios. En cuanto a los costos medioambientales de todas estas tecnologías, están lejos de ser insignificantes. En otros términos, el efecto multiplicador de esta lluvia de dólares podría no ser más que ilusorio.
Más que el retorno del keynesianismo militar, la Guerra Fría 2.0 marcará tal vez al advenimiento del “neoliberalismo militar”, un extraño régimen en el que el continuo aumento de los gastos públicos destinados a la inteligencia artificial y a la informática en la nube profundizará las desigualdades y enriquecerá a los accionistas de los mastodontes de la tecnología.
Las manos de Schmidt
En estas condiciones, no es para nada sorprendente que tantos de ellos estén carcomidos por las ganas de reiniciar la Guerra Fría. Y nadie trabajó tanto para definir este nuevo consenso como Schmidt6. El ex director de Google, que pesa unos 20 mil millones de dólares, nunca abandonó los cenáculos de Washington desde su campaña por Barack Obama en 2008. Entre 2016 y 2020, se puso a la cabeza de un comité del Pentágono, el Consejo de Innovación en materia de Defensa (DIB) –una función que lo llevó a visitar un centenar de bases militares estadounidenses alrededor del mundo– antes de asumir la presidencia de la NSCAI. También forma parte desde hace poco de la Comisión de Seguridad Nacional sobre las Nuevas Biotecnologías (NSCEB).
Schmidt tiene tantas cosas entre manos que es fácil perder la cuenta. Tiene, por ejemplo, su fondo de capital-riesgo Innovation Endeavors, que brinda generosos financiamientos a start up [empresas tecnológicas innovadoras] especializadas en inteligencia artificial militar como Rebellion AI7. Dicho de otro modo, mientras que él y sus socios invertían más de 2.000 millones de dólares en compañías de inteligencia artificial, Schmidt dirigía el trabajo de una comisión gubernamental que recomendaba otorgarle más dinero público a esas mismas compañías. Con lo cual se comprende mejor lo que se esconde detrás de sus alegatos públicos.
La senadora estadounidense Elizabeth Warren de hecho le pidió al Pentágono que esclarezca la naturaleza de las relaciones de Schmidt con el gobierno de Estados Unidos, sugiriendo que el Departamento de Defensa podría haber “fallado en proteger el interés público” al acordarle una influencia tan desproporcionada. Su participación en la comisión sobre las biotecnologías cuando justamente invierte en ese sector –a través de otro fondo de capital-riesgo– provocó asimismo muchos fruncimientos de ceño8.
Y también está Schmidt Futures, una fundación filantrópica que, cuando se la mira de más cerca, en los hechos es una empresa con fines de lucro. Recientemente dio de qué hablar cuando se descubrió que financiaba los salarios de más de una veintena de empleados del gobierno estadounidense, incluidos puestos vinculados con la definición de estrategias de inteligencia artificial y la regulación del sector de las tecnologías9. Schmidt (e, indirectamente, Schmidt Futures) incluso ayudó a Martell a convertirse en el Señor Inteligencia Artificial del Pentágono.
¿Cómo es posible que una empresa privada pague los salarios de funcionarios gubernamentales? Gracias a una falla legislativa: ciertas organizaciones sin fines de lucro que, en cuanto tales, pueden recibir plata por parte de compañías privadas, están autorizadas a hacerlo. En este caso, la entidad intermediaria es la Federación de Científicos Estadounidenses, un think tank muy conocido cuyos orígenes remontan al proyecto Manhattan [origen de las primeras bombas atómicas]. Su actual presidente es un cierto Louie, el hombre que hizo la gloria de Tetris.
Viejos amigos
El golpe más astuto de Schmidt en su operación de comunicación a favor de la Guerra Fría fue sumar a Henry Kissinger a esta causa, un personaje con reputación de no esquivar la compañía de multimillonarios. Tal vez sea debido a la influencia schmidtiana, pero en todo caso Kissinger, hoy de 99 años, se expresa sobre la inteligencia artificial como un joven de 19 años describiría su primer viaje con LSD. “Pienso que las compañías de tecnología abrieron el camino hacia una nueva era de la conciencia humana”, declaró en una reciente entrevista, antes de establecer un paralelo con “lo que hicieron las generaciones de las Luces cuando abandonaron la religión por la razón”10. Entonces debemos creer que Schmidt es nuestro nuevo Voltaire.
En 2021, Schmidt y Kissinger, ayudados por una tercera lapicera, publicaron un libro-manifiesto dedicado a esta nueva era11. Allí escribieron que las situaciones “profundamente desestabilizantes” a las que puede dar lugar la guerra de la inteligencia artificial son comparables a aquellas “creadas por los armamentos nucleares”. “¿Debemos esperarnos a que terroristas lleven a cabo ataques usando inteligencia artificial? ¿Serán capaces de hacer creer que provienen de Estados o de otros actores?” Los autores no respondieron a estas preguntas, contentándose con repetir una y otra vez los devaluados argumentos sobre el carácter inevitable de un “ciber-11-de-Septiembre” –el grito de adhesión que ya ha sido utilizado por tantos subcontratistas del ejército para captar fondos públicos–. Este discurso alarmista los llevó a una conclusión lógica: el mundo necesitaba de un “control de armamentos aplicado a la inteligencia artificial”. Y eso fue todo. El libro no entraba en más detalles, prefiriendo las grandes generalidades al análisis.
A Schmidt le importa tanto sacar provecho de lo que queda de la reputación del exsecretario de Estado que, el mismo año, fundó el Special Competitive Studies Project (SCSP), un think tank dedicado a la inteligencia artificial y calcado de una iniciativa lanzada por Kissinger a fines de los años 1950, en el punto más álgido de la Guerra Fría. En esa época, este último estaba lejos de hacer un llamamiento a cualquier clase de control de los armamentos. Más bien creía que un conflicto militar limitado con la Unión Soviética era prácticamente ineludible –y que quizá fuera algo bueno para Estados Unidos–.
A pesar del lugar que ocupa esta idea de “control de armamentos” en el libro de Schmidt y Kissinger, SCSP se embarcó en una dirección opuesta por completo. Es lo que ilustra su promoción de una estrategia vendida bajo la atrayente etiqueta de Offset-X.
A lo largo de la primera Guerra Fría, las estrategias de defensa llamadas de “compensación” (offset) consistieron en apoyarse sobre las últimas tecnologías existentes –armas nucleares tácticas con sensores aeroportados– para compensar la inferioridad numérica estadounidense frente a los tanques, los aviones y los soldados soviéticos. Tres estrategias de este estilo se definieron a partir de mediados de los años 1940, todas las cuales reposaban sobre postulados diferentes.
El que subyace a Offset X es que, en caso de guerra entre China y Estados Unidos, el Ejército Popular de Liberación (EPL) atacaría las redes estadounidenses; Estados Unidos debe estar preparado. Así, un reciente informe del SCSP precisa que “el resultado de una eventual guerra con el EPL va a depender más que nunca de la superioridad y de la resiliencia de nuestros sensores, redes, programas, interfaces humanos-máquinas, logísticas y, por sobre todas las cosas, de los sistemas que los vinculan o los hacen funcionar todos juntos”12. En realidad, cuando menos, esto no se parece a un control de armamentos.
Para los no-iniciados, semejante perspectiva puede parecer aterradora pero estas líneas harían bostezar de aburrimiento a cualquiera que haya participado en las decisiones del Pentágono durante la última década. Porque no hacen más que retomar las grandes líneas de la tercera estrategia Offset, desplegada entre 2014 y 2018, y dirigida en particular por el secretario adjunto de Defensa de la época, Robert Work, que precisamente resurgió en el seno del consejo consultor del SCSP.
Los informes del SCSP no se dirigen a los militares, sino al gran público. Es a este a quien se debe convencer de la necesidad de aumentar los fondos que la defensa dedica a la inteligencia artificial. Para ello hay que demostrarle, por un lado, que China está ganado la carrera hacia la supremacía en esta tecnología de punta y, por otro lado, que tal victoria significaría una derrota militar para Estados Unidos. La segunda hipótesis hoy por hoy es ciencia ficción, pero ¿es exacto que China esté tan cerca de triunfar? Al contrario, parece que aún está lejos de ello13, a juzgar por su incapacidad para presentar un competidor creíble para ChatGPT –la presentación catastrófica de su Ernie Bot por parte de Baidu derivó en un derrumbe en la cotización de sus acciones–.
Intenciones y límites
El liderazgo de Silicon Valley en los modelos lingüísticos de gran escala (Large Language Models), es decir, las técnicas de aprendizaje profundo utilizadas por ChatGPT, deriva en parte de la hegemonía cultural de Estados Unidos. Si OpenAI domina a tal punto la competencia es, en lo principal, porque puede entrenar su modelo a partir de un gigantesco corpus de textos en inglés de los que la web está llena. Hay allí mucho menos contenido en mandarín.
Para quien ya se alarmaba del imperialismo cultural estadounidense, ChatGPT brinda nuevas razones para inquietarse, ya que bien podría imponerse como el recurso por defecto para responder a todas las preguntas del mundo –y, por si fuera poco, brindando las respuestas más insípidas y más políticamente correctas que existan–. Todos corremos el riesgo de convertirnos en prisioneros de las guerras culturales de Estados Unidos.
Por fuera del campo específico de los modelos lingüísticos, se podría, sin embargo, pensar que el avance tecnológico de China continúa yendo a buen ritmo. Según una investigación publicada por un importante think tank australiano, el país asiático estaría a la cabeza en 37 tecnologías esenciales sobre 44, la lista incluye áreas tan variadas como la Defensa, el espacio, la robótica, la energía, el medio ambiente, las biotecnologías, la inteligencia artificial, los materiales avanzados y las tecnologías cuánticas clave14.
El problema de las evaluaciones de este tipo es que a menudo se apoyan –y en exceso– en criterios tales como los desempeños relativos de las instituciones universitarias, la cantidad de publicaciones o el número de investigadores universitarios. Esto puede servir como indicador para identificar una posición dominante en un sector determinado, pero todos estos trabajos de investigación no valen nada sin la facultad de aplicar sus conclusiones.
Y es en este punto donde los esfuerzos de Washington para combatir el ascenso de China dan sus frutos, ya sea que se trate de acabar con el dominio de Huawei sobre el 5G o de impedir que Pekín logre la autosuficiencia en la fabricación de microchips avanzados.
Sobre este tema, las empresas de tecnología y los subcontratistas del ejército no siempre están de acuerdo. La mayoría de los primeros desea conservar su acceso al mercado civil chino, aunque más no sea debido a su tamaño, y por ende se oponen con vehemencia a una Guerra Fría total. Los segundos no tienen esas restricciones ya que, en general, no están comprometidos por contratos civiles y saben que colaborar con el ejército chino está fuera de cuestión, so pena de poner fin a su colaboración con el Pentágono. Ellos quieren la Guerra Fría 2.0 –y la quieren ya–. Algunos, de hecho, no tendrían inconveniente en que se transforme en guerra caliente.
La política de la administración de Joe Biden (2021 al presente), fundada en un paciente, pero fructífero, estrangulamiento del rival chino, refleja el difícil compromiso entre los dos bandos. Washington intenta convencer a aliados como Países Bajos, Corea del Sur y Japón de dejar de vender sus tecnologías esenciales a China. También usa instrumentos jurídicos heredados de la Guerra Fría, entre ellos la disposición llamada Foreign Direct Product Rule [regla de producto directo extranjero], que permite prohibir a compañías extranjeras exportar hacia China productos fabricados con ayuda de tecnología estadounidense.
La idea es que el costo del desarrollo de la inteligencia artificial aumente, pero sin volverlo prohibitivo, con el fin de que las aspiraciones chinas de autonomía puedan traducirse en beneficios para las firmas estadounidenses. Además, al frenar el ímpetu de Pekín, las medidas de Biden le permiten a Estados Unidos ganar tiempo para solucionar sus propios problemas de inteligencia artificial (en su mayoría relacionados con el hecho de que tienen demasiados huevos en la canasta de los microchips taiwaneses). Al menos, ya nadie en Washington esconde que el objetivo explícito es mantener a China en la dependencia y sacar provecho de ello –la actitud que denunciaban en su época los teóricos de la dependencia como André Gunder Franck o Ruy Mauro Marini–.
La incógnita sigue siendo la capacidad de Pekín para liderar una coalición internacional, sea cual sea su forma, para que sus intereses progresen. Porque Washington, por su lado, no actúa solo. Explota o dirige varias iniciativas internacionales como el Global Partnership for Artificial Intelligence (Asociación Mundial sobre Inteligencia Artificial) o AI Partnership for Defense (Asociación de Inteligencia Artificial para la Defensa). Hace poco, el AFF de Schmidt anunció la creación de un fondo conjunto con India, Japón y Australia bajo los auspicios del Quadrilateral Security Dialogue (Diálogo de Seguridad Cuadrilateral), una agrupación de defensa entre estos cuatro países que apunta a contener el entusiasmo chino.
La mayor parte de estas operaciones se llevan a cabo bajo la bandera de la defensa de la democracia y de la paz en el mundo, aunque sea al precio de un incremento de los presupuestos militares y de un creciente enriquecimiento de las compañías de tecnología y de sus accionistas.
¿Y Bruselas?
En medio de toda esta agitación, Europa brilla por su ausencia. La razón es evidente: en el área militar, sigue a Estados Unidos. Cuando se producen cambios, generalmente son de alcance mínimo, como cuando la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) anunció elegir a Países Bajos como sede de la empresa gestora de su nuevo fondo de innovación dotado de mil millones de euros –una nimiedad si se tiene en cuenta la escala de lo que está en juego–. Aun cuando la guerra en Ucrania llevó a los países europeos a aumentar sus gastos militares, es seguro apostar a que serán empresas estadounidenses como Palantir, dirigida por Peter Thiel, las que se llevarán la mejor tajada de esta nueva ganancia inesperada para la inteligencia artificial.
En este punto, el hecho de que los gigantes estadounidenses aún no hayan acelerado a la velocidad máxima se debe, en mayor medida, a las leyes europeas sobre la protección de la vida privada que a políticas públicas activas. Si bien ChatGPT fue prohibido en Italia y un tribunal alemán declaró inconstitucional el uso del programa de análisis de los datos de Palantir por parte de las fuerzas policiales para prevenir los delitos antes de que sean cometidos, nadie sabe cuánto tiempo resistirán estos bastiones.
Si creyéramos en recientes declaraciones difundidas con amplitud por la prensa, la retórica de Washington sobre la Guerra Fría 2.0 tiene eco en ciertos miembros de la Comisión Europea. Podemos suponer que esto resultará en una degradación de las relaciones entre la Unión Europea y China, a la vez que empujará, en mayor medida, a la primera hacia los brazos de la tecnología estadounidense. Es evidente que sería más prudente que Bruselas pusiera a un bando contra el otro, como ya intentó hacerlo en el pasado en otras cuestiones.
En 2014, la politóloga Linda Weiss sostenía que el liderazgo tecnológico de Estados Unidos se debía en mayor medida a los esfuerzos del Departamento de Defensa que a los de Silicon Valley15. Señalaba que, privado de un rival de Guerra Fría, el Pentágono había perdido su capacidad de producir innovaciones revolucionarias y se preguntaba incluso “por qué China aún no se había transformado en un competidor motor de la innovación, a imagen de la Unión Soviética y de Japón”. Era sólo cuestión de tiempo.
Weiss estimaba entonces que, si quería seguir a la cabeza de la carrera tecnológica, Estados Unidos debía superar su obsesión por aquello que ella llamaba el “financialismo”, poner de lado los intereses de Wall Street [como se conoce al sector financiero] y concentrarse en la reconstrucción de su industria. Es Naturalmente, la obsesión por las finanzas nunca retrocedió, sino que surgió un fenómeno mucho más extraño. A pesar de que, en efecto, estamos asistiendo a un inicio de relocalización de los microchips, es aún imposible saber si Estados Unidos va a reencarnarse en líder mundial del sector.
Contra todo pronóstico, tal vez sea menos el retroceso de Wall Street que el ascenso de Silicon Valley, determinada a capitalizar el auge de la inteligencia artificial, lo que sacó a Estados Unidos de su letargo, colocando al mismo tiempo a China en el lugar de enemigo estratégico como antaño lo era la Unión Soviética.
¿Y si todo esto hubiera empezado con Tetris? La nueva Guerra Fría comienza. O casi
Evgueny Morozov, fundador y editor de The Syllabus, plataforma de conocimientos sin fines de lucro. “The Santiago Boys”, su podcast sobre el legado tecnológico de Salvador Allende saldrá a mediados de 2023. Traducción: Micaela Houston.
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NdR: Zona de California, Estados Unidos, caracterizada por la presencia de importantes empresas de innovación tecnológica. ↩
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La improbable historia de este juego, proveniente de la Unión Soviética y que aterrizó en las computadoras del mundo entero, es contada en Tetris, una película de Apple TV+ estrenada el 31 de marzo de 2023. The Tetris Effect, de Dan Ackerman (PubliAffairs, Nueva York, 2016) sigue siendo un libro indispensable sobre el tema. ↩
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François Flahaut, “Ni Dios, ni amo, ni impuestos”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2008. ↩
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Eric Schmidt e Yll Bajraktari, “America could lose the tech contest with China”, Foreign Affairs, Nueva York, 8-9-2022. Bajraktari dirige SCSP, el think tank de Schmidt dedicado a la inteligencia artificial. ↩
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Defensescoop.com, 7-12-2022. ↩
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Kate Kaye, “Inside Eric Schmidt’s push to profit from an AI cold war with Chine”, Protocol, 31-10-2022. ↩
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Jonathan Guyer, “Inside the chaos at Washington’s most connected military tech startup”, Vox, 14-12-2022. ↩
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CNBC.com, 13-12-22. ↩
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Alex Thompson, “Ex-Google boss helps fund dozens of jobs in Biden’s administration”, Politico, 22-12-2022. ↩
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Time, Nueva York, 5-11-2021. ↩
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Henry A. Kissinger, Eric Schmidt y Daniel Huttenlocher, The Age of AI: And Our Human Future, Little, Brown and Company, Nueva York, 2021. ↩
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“The Future of Conflict and the New Requirements of Defense. Interim Panel Report”, Special Competitive Studies Project, octubre de 2022. ↩
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Gabrielle Chou, “China en la batalla de la inteligencia artificial”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2023. ↩
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Jamie Gaida, Jennifer Wong Leung, Stephan Robin y Danielle Cave, “ASPI’s Critical Technology Tracker: The global race for future power”, Australian Strategic Policy Institute, 2-3-2023. ↩
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Linda Weiss, America Inc.? Innovation and Entreprise in the National Security State, Cornell University Press, Ithaca, 2014. ↩